Eduardo Galeano y el autor de estas líneas en el emblemático Café Brasilero, Ciudad Vieja, Montevideo |
(Por Atilio A. Boron) Pensaba ahondar
sobre algunos asuntos pendientes de la nota sobre la Cumbre de las Américas que
publicara hoy Página/12. Pero a
poco de regresar desde Colombia -donde tuve el honor de participar en las
diversas actividades de la Cumbre Mundial de Arte y Cultura para la Paz de
Colombia- me abrumó la noticia de la muerte de Eduardo Galeano. Y la
verdad es que lo único que tuve ganas de hacer fue buscar sus libros en mi
biblioteca y sentirme una vez más en su compañía deleitándome con su lectura. Eduardo
fue no sólo un crítico incisivo y mordaz del capitalismo y un hombre comprometido
con la revolución latinoamericana sino también un pensador a la vez original y
profundo, lo que no se da tan a menudo como se supone. Más de una vez
charlábamos sobre la tragedia de muchos intelectuales que se
jactan de su originalidad pero cuyo pensamiento se mueve en la
superficie, en las zonas de la apariencia. Son originales pero en la producción
de banalidades, maestros en el arte de la prestidigitación de la palabra.
Cumplen una importante función conservadora (a veces sin ellos saberlo) en la
generación de la resignación política y el conformismo, hijos de la confusión
ideológica y de la imposibilidad de ir a la raíz de las cosas, como aconsejaba
Marx. Otros son profundos, pero no originales. Sus ideas medulares abrevan en
algunas de las más grandes cabezas de la historia de las ideas políticas y
sociales. El precio de esa profundidad tomada de prestado -y sin que siempre se
reconozca la deuda con el verdadero creador- es lo que Gramsci llamaba "el
doctrinarismo pedante": el reemplazo del análisis concreto de
la realidad concreta por audaces plumazos que nada explican y que mucho menos
sirven para cambiar el mundo. Galeano era una notable excepción ante
esas trampas y además tenía muchas otras virtudes, como si las anteriores no
bastasen: era una persona excepcional y también un historiador
erudito, conocedor de primera mano del drama histórico de Latinoamérica, dotado
de una notable capacidad para comunicar sus ideas, que siempre referían a una
realidad histórica o contemporánea que retrataba con minuciosa precisión y que
las expresaba con un lenguaje accesible a cualquiera. No escribía para la
capilla sino que su objetivo era llegar con su voz a todos los inconformes, a
los oprimidos y explotados que encontraban en su lenguaje -llano,
terso, sin rebusques culteranos- un valioso instrumento para comprender y
explicarse la realidad que los agobia, las causas de las desdichas y
atrocidades que campean en la escena contemporánea y un poderoso estímulo para
movilizarse y luchar. Esto requería de una paciencia infinita, y una vocación
artesanal que lo llevaba en ciertas ocasiones a pasarse una noche en vela -durante gran parte de su vida con la compañía
de unos atados de cigarrillos- bregando por encontrar la frase
justa o la palabra exacta que rematase eficazmente su argumento, que
dijera lo que quería decir y que fuese capaz de suscitar en quien la leyera la
conciencia de su propia situación y la rebeldía para cambiarla. Ahora Eduardo
se nos fue, pero nos dejó un legado precioso que acompañará para
siempre las luchas emancipatorias de los pueblos nuestroamericanos. Tanto es
así que podríamos aplicarle a Eduardo la frase con que a menudo se refería a la
siembra del Comandante Hugo Chávez: "Me han dicho que Chávez murió, pero yo no me lo creo", porque las
ideas y los sueños de Chávez, como las de Galeano, vivirán para siempre. Es
casi una inevitable obviedad decir que con su muerte se va uno de esos
imprescindibles que una vez señalara Bertolt Brecht. Tal vez el más
imprescindible de todos en la batalla de ideas en que estamos empeñados. ¡Hasta
la victoria siempre, Eduardo!
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