De una civilización del capitalismo industrial a la barbarie plutocrática
23/04/2015
Análisis
Este breve ensayo busca circunscribir los jalones de una aproximación coherente de tal desafío. Y lo hace partiendo de tres interrogantes: 1) qué tipo de capitalismo estamos dejando atrás con el resurgimiento de un liberalismo “puro y duro”; 2) en qué tipo de capitalismo nos hemos zambullido; 3) qué posibilidades existen para orientarse hacia una defensa más eficiente de los intereses vitales de las sociedades y del planeta. Las sociedades del llamado capitalismo avanzado, o sea el centro del sistema, es el objeto principal de nuestro ensayo.
En su obra titulada El futuro del capitalismo, que hubiera meritado titularse La crisis que se viene del capitalismo industrial, Lester C. Thurow recurre a un adagio chino para describir la suerte de nuestras sociedades afectadas y perturbadas por las mutaciones profundas que jalonan la descomposición del Estado del bienestar. Nosotros somos, él escribe, como un gran pez que ha sido sacado del agua y que se agita desesperadamente para retornar a ella. En la situación en que se encuentra, el pez jamás se pregunta adonde el próximo coletazo lo llevará. El siente solamente que esta situación es intolerable y que le hace falta, una y otra vez, intentar alguna cosa.[1]
Como con las tentativas desesperadas de ese gran pez de poder retornar al agua ¿pueden las fuerzas vivas de nuestras sociedades apostar exclusivamente a un retorno a la situación anterior, al restablecimiento del Estado del bienestar y de su enfoque keynesiano en la economía, sin otra perspectiva política? ¿En el contexto del cataclismo económico y social en curso, tal restablecimiento es siquiera factible? ¿Por otra parte, es ese el buen objetivo? ¿Y si el Estado del bienestar no fue más que una solución de continuidad entre dos fases de liberalismo puro y duro, el fruto de una coyuntura particular? ¿Erigirlo en “el dorado perdido” no constituye el riesgo de perseguir un espejismo, de emprender el camino equivocado y finalmente de entregarse involuntariamente a un ejercicio de gesticulación política, y esto en un momento por lo tanto crucial del devenir de la vida en sociedad?
¿De qué tipo de capitalismo hemos salido?
¿Cómo llegamos al Estado del bienestar de finales de la segunda Guerra Mundial? Sobre ese sujeto el economista Nouriel Roubini recuerda que “incluso antes de la Gran Depresión, las clases ‘burguesas esclarecidas’ en Europa reconocían que para evitar una revolución era necesario proteger los derechos de los asalariados, de aumentar sus ingresos y mejorar sus condiciones de trabajo, de redistribuir las riquezas y financiar los bienes públicos (la educación, la salud y el sistema de protección social). La presión a favor de un Estado del bienestar moderno aumentó después de la Gran Depresión, cuando el Estado asume la responsabilidad de la estabilización macroeconómica. Para ello tuvo que sustentar una clase media importante, reforzando los bienes públicos mediante una tributación fiscal progresiva y dando a todos una posibilidad de tener éxito”.[2]
Alemania ilustra bien esa trayectoria histórica. En los años 1870, el contexto de desempleo y de miseria provocada por las crisis facilita el progreso de las ideas y de las organizaciones socialistas. Confrontado al fracaso de sus represiones, el ultraconservador Canciller Otto von Bismarck las juzga tan amenazantes para el orden establecido que decide combatirlas más vale por la vía del compromiso, tomando el camino de la “cooptación reformista”. A partir de 1883, Bismarck hace adoptar las primeras medidas estatales favorables a la clase trabajadora. Esas medidas serán el punto de partida del Estado del bienestar, un Estado en adelante intervencionista en materia económica y social, que se plantea como garante de una redistribución relativa de la riqueza producida socialmente.
Un poco más tarde, las mismas razones, y particularmente la amenaza que para la sociedad representaba el debilitamiento de la fundamental relación capital-trabajo, llevan a que el Vaticano se haga eco de las reformas de Bismarck en la encíclica Rerum Novarum (1891), base de la doctrina social de la Iglesia católica. Al final de la segunda Guerra Mundial (SGM), esta doctrina marcará la ideología de los partidos reformistas, desde los demócratas-cristianos hasta los socialdemócratas.
Siguiendo los trabajos de Esping-Andersen, hoy día podemos distinguir tres modelos de Estado del bienestar: conservador (Alemania, Italia, Francia, etc.), socialdemócrata (países escandinavos) y liberal (Reino Unido, Estados Unidos, Canadá). Sus diferencias derivan de la interacción del poder político y la herencia histórica de las naciones en causa, en particular el grado de organización del movimiento obrero, y singularmente en la fuerza de su expresión en el plano político. Por ejemplo, en el Reino Unido el partido Laborista nunca logró mantenerse en el gobierno el tiempo suficiente como para orientar el país hacia una social-democracia emparentada a la de Suecia.[3]
Las trayectorias pasadas y presentes de las diferentes formas modernas del Estado del bienestar, las evoluciones relativas a su naturaleza, a su papel y a sus misiones , se explican esencialmente por la evolución del capitalismo y el contexto en que se da tal evolución. Los Estados del bienestar nacieron de la necesidad, de una parte, de romper con un capitalismo bajo el control de un liberalismo puro y duro, responsable de haber provocado la Gran Depresión y las derivas hacia el fascismo y en nazismo, y de otra parte, para disminuir la atracción ejercida por la vía alternativa de una economía socialista que se abre con la experiencia soviética. Las experiencias del Estado del bienestar son la emanación del capitalismo industrial, pero también su punto de sostén y la tabla de salvación.
Por eso no es sorprendente ver el concepto del Estado del bienestar imponerse con tanto éxito en el campo occidental, después de la SGM, en momentos en que el socialismo comenzaba a extenderse por el mundo. Fue necesario entonces responder a las reivindicaciones propuestas por los partidos comunistas, las otras fuerzas de la izquierda y el movimiento sindical. En su conjunto, estas fuerzas apoyaban la intervención estatal en la economía y presionaban a los gobiernos occidentales para que extendieran las políticas favorables al empleo, así como la justicia y el progreso social por la redistribución de los frutos del desarrollo económico. Roubini considera, por otra parte, que “la llegada del Estado del bienestar -seguido bajo la conducción de democracias liberales- ha sido una estrategia para evitar una revolución popular, el socialismo o el comunismo, en momentos en los que se aceleraban la frecuencia y la gravedad de las crisis financieras”.[4]
El crecimiento económico y los avances sociales en los países claves del capitalismo, en el período 1945-1975, deriva principalmente de la dinámica positiva que se estableció entre la producción industrial masiva de bienes de consumo, el consumo de masa y la generalización de la protección social. Este período puede ser calificado como el del triunfo del fordismo y de los enfoques keynesianos y se caracteriza por un crecimiento espectacular de la parte del presupuesto del Estado consagrado a los programas sociales. De manera excepcional, y por unas pocas décadas, el modo de producción y la cohesión social no se encuentran en las antípodas, permitiéndole así al campo occidental posicionarse como una “zona de progreso social” en la correlación de fuerzas de la Guerra Fría.
Esta dinámica positiva entre el modo de producción, la sociedad del consumo de masas y la generalización de la protección social facilita en efecto los progresos reales en materia de esperanza de vida, de poder de compra, de acceso a la educación y a la vivienda, de movilidad social, sin por lo tanto combatir fundamentalmente la pobreza o las desigualdades de clases o de género. Paralelamente, esta coyuntura juega a favor del capitalismo industrial, en particular porque las medidas de seguridad de los ingresos permiten de liberar el ahorro de protección en beneficio del consumo o de mantener la capacidad de consumo de aquellos que se encuentran en los rangos del ejército de desempleados o de los jubilados.
Partiendo de la perspectiva desarrollada por Karl Polanyi en La Grande Transformation[5], es posible asumir con Esping-Andersen que “los diferentes tipos de Estado del bienestar tienen en común una desmercantilización parcial del trabajo, necesaria a la supervivencia del sistema capitalista. La introducción de derechos sociales modernos implica que una persona puede conservar sus medios de existencia sin depender del mercado.[6] Por su parte, David Harvey, un destacado geógrafo que aplica el marxismo en sus enfoques, considera que el consenso subyacente al Estado del bienestar de la posguerra proviene de un liberalismo encastrado en lo social.[7]
Sam Gindin, un universitario canadiense salido de los rangos sindicales, subraya que un examen más atento del Estado del bienestar revela también la existencia de elementos determinantes de continuidad entre ese período y el del neoliberalismo que le seguirá. En su opinión, es precisamente durante las “tres décadas gloriosas” que fueron puestos en su lugar los primeros ladrillos del neoliberalismo. Gindin cita, entre otros factores, la abertura y el compromiso hacia la liberalización de los intercambios, la explosión del número de empresas transnacionales, el comienzo del poderoso flujo de inversiones en el sector financiero, la priorización de la producción a cambio del incremento en el consumo privado. Y nota, sobre esto último, que una de las consecuencias fue la marginalización de concepciones más radicales de control democrático de la producción y de las preocupaciones en materia de igualdad social. Y constata que eso finalmente se tradujo en una reducción del terreno reivindicativo y de la capacidad de acción de las organizaciones sindicales, rindiéndolas así muy vulnerables a los futuros ataques neoliberales.[8]
Estudiando el mismo período en Estados Unidos, Michel Perelman[9] identifica otro fenómeno, el llamado “keynesianismo militar”. Con la Guerra Fría reforzando la antipatía hacia todo lo que de cerca o de lejos parecía socialismo, confrontados al peligro de ser condenados al ostracismo por el clima creado durante el macartismo, los defensores del keynesianismo se sirvieron del sector de la defensa para promover el gasto público que ellos juzgaban esencial para el mejoramiento de la economía. Se encontraron así promoviendo en el Congreso los gastos fundamentalmente improductivos en nombre de la lucha contra el comunismo, y eso en detrimento de las inversiones sociales y favoreciendo lo que el presidente Eisenhower calificará de “complejo militaro-industrial”, en su discurso de adiós a la nación.
Asumiendo las formas variadas impuestas por el juego político, ese keynesianismo pervertido continuará imponiéndose en cada crisis presupuestaria estadounidense, La combinación de gastos militares, de reducciones masivas de impuestos y de planes de rescates presupuestarios llevará a importantes déficits públicos. Y los partidarios de ese keynesianismo militar siempre se movilizarán para imponer, en nombre de la responsabilidad fiscal, compresiones a los gastos públicos productivos.
En el fondo, “la civilización del capitalismo industrial” no alcanzará su apogeo que en un corto período, entre mediados de los años 40 y los años 60, en el cual ese keynesianismo militar se aplicará y contribuirá a la emergencia de la “sociedad de consumo”. Permitirá a la vez la integración de decenas o centenas de millones de trabajadores en la producción, la amplificación de la reproducción del capital y la formación o el reforzamiento de los monopolios industriales. Esos factores y la rápida evolución de las tecnologías abrirán las puertas a la automatización y al uso creciente de las tecnologías de información en los procesos de producción, gracias a los enormes avances en las telecomunicaciones.
Desde mucho antes de los años 60 existía la preocupación sobre el impacto de la automatización sobre el empleo. E incluso esto será claramente evocado en un discurso del presidente Lyndon Johnson[10]. El “desempleo tecnológico”, aspecto ya identificado mucho antes por Keynes[11], germinará definitivamente unos años más tarde. El círculo virtuoso de la reproducción del capital (trabajo-salario-consumo-trabajo), que explica el desarrollo capitalista de las décadas precedentes, se romperá. Y esta ruptura afectará simultánea y fundamentalmente la demanda final, el potencial de creación de empleos mediante las inversiones, la tasa de ganancias de las empresas y, de golpe, el crecimiento de las economías de los países del capitalismo avanzado. Los presupuestos estatales sufrieron las consecuencias y cayeron en un ciclo de déficits crónicos.
El resurgimiento del liberalismo “puro y duro” del siglo 19.
Hacia mediados de los años 70 del siglo 20 la impotencia de los estímulos de tipo keynesiano para poner fin a las dificultades económicas abre la puerta a un cuestionamiento frontal del papel del Estado y de su panoplia de programas sociales.
Más allá de la pantalla creada por una argumentación sobre la necesidad de enfrentarse a los déficits presupuestarios, al exceso de reglamentación o aún a la falta de dinamismo económico, se trata en realidad de un cuestionamiento global preparado desde mucho tiempo antes, que nada tiene de fortuito y estuvo dirigido a dictar los términos de la salida de crisis y de los cambios a venir. Cuando son examinados los documentos producidos por individuos claves o grupos de intereses que preparan este cuestionamiento del Estado del bienestar, por otra parte escritos mucho antes o durante la década de los 70, se puede constatar que de ninguna manera se trata de reivindicaciones aisladas motivadas por tal o cual cambio en la coyuntura del momento.
Al contrario, esos documentos son el producto de un marco ideológico neoliberal que propone la purificación del capitalismo de todas las concesiones sociales o políticas consentidas desde el “crash” de 1929 y, como ya lo había señalado el economista polaco Michal Kalecki en 1943, el restablecimiento de la jerarquía social del capital, puesto que la cuestión de fondo es el poder[12]. El mantenimiento del pleno empleo es percibido, en consecuencia, como particularmente dañino al ejercicio del control indirecto del Estado que otorga el laissez-faire al poder económico. El pleno empleo es así visto como el vector de los cambios sociales y políticos que pone en duda la preeminencia del poder económico, y debilita el poder disuasivo de los despidos y del desempleo sobre las reivindicaciones de los trabajadores o mina el principio sacrosanto recuperado muy rápidamente por el capitalismo, de que “el pan solo se gana con el sudor de tu frente”; por ejemplo, en este último caso, mediante la subvención de una parte del costo de los productos de primera necesidad para asegurar la seguridad alimentaria de la población.
En esos documentos se trata, entre otros aspectos, de recuperar las instituciones del saber para borrar la educación “socializante”, de formar los cerebros para una sociedad al servicio del liberalismo económico y de poner fin a la experimentación democrática que constituía un aspecto central del Estado del bienestar. En suma, consagrar definitivamente que el capitalismo del Estado del bienestar no era finalmente sino una excepción a la regla en la historia del capital. Es a partir de ese momento que asistimos a una invasión de las esferas políticas, mediáticas y académicas por las ideas neoliberales. Muchas organizaciones jugarán un papel clave en la preparación de largo alcance de esta reconquista ideológica.
Un hito muy importante en esta empresa fue, sin duda, la fundación de la Sociedad du Mont Pelerin (SMP) en 1947, en ocasión de una conferencia organizada por el economista austriaco Friedrich Hayek y financiada en parte por el gran patronato suizo. Esta iniciativa se inscribe en la continuidad del Coloquio Walter Lipmann, un influyente columnista estadounidense que en 1939 había reunido a 26 intelectuales interesados en promover un “nuevo liberalismo”.
La economista canadiense Kari Polanyi Levitt[13]) señala que el objetivo de la SMP “era de reunir individuos que compartían los mismos puntos de vista y provenientes del medio académico y del mundo de los negocios, con la intención de definir las posiciones neoliberales en toda una serie de cuestiones importantes, en particular las políticas anti-monopolio, las negociaciones colectivas y la ayuda a los países en desarrollo”. Aun cuando el número de adherentes va en aumento, la diversidad de opiniones cederá muy rápidamente su lugar a las tesis de Hayek. Es así que la SMP se convertirá en la incubadora de las ideas neoliberales en las décadas de 1950 y de 1960, o sea el mismo período en el cual las políticas nacidas del New Deal (Nuevo Trato) y la lucha por los derechos civiles dominaban toda la vida política en Estados Unidos, y cuando el Estado del bienestar aún parecía una realidad incuestionable.
“Desde el comienzo, los contribuidores financieros del mundo de los negocios jugarán un papel crítico al permitir a Hayek y a sus cercanos colaboradores ganar influencia en las universidades, pero sus políticas y teorías económicas no podían ganar terreno en la discusión pública por la ausencia de recursos periodísticos y mediáticos amistosos para popularizarlas”. Es en ese contexto que un primer “think tank” neoliberal es creado en 1946, en el cual encontramos lado a lado Ludwig von Mises, el “cicerón” de Hayek, y Henry Hazlitt, un periodista libertario que había trabajado para el Wall Street Journal y el New York Times. Esta iniciativa será continuada con la creación, entre otras más, de la Adam Smith Society.
El apoyo reservado con que fueron acogidas las ideas de Hayek en los círculos del poder económico no es sorprendente, sin embargo. El proyecto neoliberal reposa en efecto sobre un Estado fuerte, capaz de asegurar la aplicación de la ley y el mantenimiento del orden, también en la expansión del campo del sector privado, en el cual las empresas funcionan en el marco de un mercado competitivo, y se basa en el rechazo de toda injerencia del Estado en los asuntos económicos, ya que la injerencia puede constituir un ataque a la libertad. Es entonces un proyecto que de ninguna manera rompe con las concepciones dominantes en la vida política y económica del siglo 19, concepciones que jamás fueron realmente puestas en tela de juicio en Estados Unidos, contrariamente a otros países, y que siguen siendo el corazón del consenso social estadounidense.
Ya en 1945, Karl Polanyi observaba que Estados Unidos constituye una excepción, que ese país seguía siendo el reino del liberalismo económico y que era bastante poderoso para avanzar por sí solo en esa vía, que él juzgaba utópica. De manera casi unánime los estadounidenses, ricos o pobres, se identifican en su manera de ser y de actuar con la empresa privada y la competitividad en los negocios, sin necesariamente suscribir a todos los principios del laissez-faire clásico. En su opinión, incluso la Gran Depresión no había logrado reducir más que mínimamente la adulación testimoniada hacia el liberalismo económico. Las pasadas realizaciones extraordinarias del capitalismo liberal continúan apareciendo, para los estadounidenses, como una realización central en el terreno de la sociedad organizada.[14]
No es entonces sorprendente constatar, con Michel Perelman[15], que una gran parte de la retórica antigubernamental en Estados Unidos fue construida muy temprano y a partir de la reiteración puramente dogmatica que los gastos del gobierno eran, por su propia naturaleza, una sangría improductiva infligida a la economía y que únicamente los gastos de las empresas privadas eran productivos.
Una medida del éxito de la SMP fue la atribución del Premio Nobel de economía a Hayek, en 1974, conjuntamente con el economista Gunnar Myrdal. En muchos sentidos, ese premio será la consagración del retorno de las ideas conservadoras del siglo 19 en los grupos financieros y políticos influyentes que aspiraban a controlar el poder en Estados Unidos y Europa Occidental.
El “memorándum” Powell[16], escrito en 1971, es en ese sentido muy revelador. Lewis Powell, un abogado comercial de grandes empresas recomendaba, en ese “memo” a la Cámara de Comercio de Estados Unidos –y dos meses antes de que fuera nominado Juez de la Corte Suprema-, que el mundo de los negocios efectuase una verdadera “toma del poder” de las grandes instituciones estadounidenses.
Ese documento tuvo una enorme influencia y fue bien recibido por el medio al cual estaba dirigido, en nombre de la necesidad de oponerse a las ideas estatistas convertidas en una amenaza a la manera de actuar de los estadounidenses. Se le atribuye a Powell, entre otras cosas, haber inspirado o influenciado la creación de la Heritage Fondation, del Manhattan Institute, del Cato Institute, del Citizens for a Sound Economy, de Accuracy in Academe y otros think-tanks e instituciones poderosas que ocupan, hasta hoy día, posiciones dominantes en el terreno de la “fabricación de la opinión” en Estados Unidos, y que irradian sobre el resto del mundo.
Diferentes instrumentos institucionales serán progresivamente puestos en marcha con vistas de esta reconquista liberal. Ocho de entre ellos jugarán un papel importante: la Cámara Internacional de Comercio, las Conferencias Bilderberg, la Comisión Trilateral, el Foro Económico Mundial (Davos), el Consejo Empresarial Mundial para un Desarrollo Sostenible, la Mesa Redonda de Industrialistas Europeos, el Diálogo Transatlántico de Negocios, y la Mesa Redonda Japón/Unión Europea.
Apoyándose en los análisis de W. K. Caroll[17] sobre las funciones que cumplen esos organismos, Samir Amin[18] llega a la siguiente constatación: “Aun cuando los discursos desarrollados por esas instituciones son bien conocidos y banales al extremo –simplemente ultra-reaccionarios-, es necesario decirlo y repetirlo, puesto que esos think tanks se benefician siempre de la reputación honorable de unir en su seno a aquellos que mejor conocen los problemas. El ciudadano, espectador de base hoy día, está ampliamente convencido que nadie es mejor para conocer los problemas económicos que los directivos de las empresas. Se le ha hecho olvidar que esos jefes de empresas no tienen otra preocupación que garantizar a su empresa la tasa de ganancia la más elevada posible, y que el desempleo, por ejemplo, no es problema de ellos. Las cuestiones económicas no son vistas sino en ese espejo deformante”.
Samir Amin subraya que “las Conferencias Bilderberg, que comenzaron en 1952 (la Sociedad de Mont Pelerin), animadas por el mentor del liberalismo sin fronteras ni límites, Hayek, han sabido popularizar el discurso del neoliberalismo entre los hombres políticos, las figuras de los medios, militares de alto rango de los países de la triada. La Comisión Trilateral, creada en 1973, dio a esos discursos una tonalidad casi oficial, a la cual los gobiernos y partidos políticos principales de la triada –de derecha e izquierda- se adhirieron. El Foro Económico Mundial (Davos) tomó el relevo y lo amplificó a partir de 1982. Más recientemente el Consejo Empresarial Mundial para un Desarrollo Sostenible, creado en 1995, prosigue el objetivo de vestir de verde las estrategias de expansión del capital de los monopolios, y, por esos medios, de sumar las opiniones ecologistas que tienen el viento a favor”.
Igualmente, desde fechas tempranas este viraje se confirma en las relaciones económicas internacionales. En 1974, Washington y sus aliados de la OTAN torpedean la iniciativa de los países subdesarrollados y en desarrollo de establecer un “Nuevo Orden Económico Mundial”. Cuyo objetivo era el de hacer más equitativas las reglas de funcionamiento de la economía mundial.
El desmembramiento de la URSS en 1991 y la liquidación de su modelo socioeconómico abren la vía a la gran ofensiva de la mundialización del modelo neoliberal, cuya característica esencial es la subordinación total de la economía real y de la sociedad a los “mercados autoregulados”.
Desde entonces los diferentes tratados bilaterales y multilaterales sobre el comercio y las inversiones han muy hábilmente cambiado las reglas que regían los mercados comerciales y financieros mundiales. Esto fue hecho mediante una reconfiguración del aparato jurídico y de las superestructuras que regían el comercio y los negocios en los planos nacional, regional y mundial. Negociados en la discreción, detrás de puertas bien cerradas, entre los consultores y representantes de las empresas promotoras del libre comercio y representantes de los gobiernos, esta reconfiguración juega esencialmente a favor de las más grandes empresas transnacionales del mundo. El peso financiero de estas empresas supera frecuentemente al de un buen número de países. El sistema de arbitraje para litigios de estos tratados, que escapa a las garantías de neutralidad ofrecidas por los recursos jurídicos en los Estados de derecho, les da la posibilidad real de actuar fuera del alcance de las legislaturas nacionales y por lo tanto de la voluntad democrática expresada por las poblaciones. Escapan, asimismo, a toda limitación mínimamente inspirada por la noción de “bien común” o por los imperativos de las sociedades, sea en materia de salud, de medio ambiente, de condiciones de trabajo, seguridad laboral o salarios, o de prosperidad.
Esta reconfiguración neoliberal equivale efectivamente a la demolición de los sistemas jurídicos nacionales creados en la era del Estado del bienestar (y marcados por los derechos colectivos incorporados en el proceso de la creación de las Naciones Unidas, ONU). Significa, asimismo, la abolición o la modificación de leyes que enmarcan la gestión estatal e institucional de las economías y del comercio internacional, y su reemplazo por un marco jurídico e institucional rígido. Se trata, en efecto, de un nuevo “derecho internacional” que esta fuera del sistema multilateral nacido de la ONU y en total contradicción con éste último. Un “derecho internacional” basado en el laissez-faire y solamente sensible a los intereses financieros y monopolistas, como testimonia la creación de poderosas instituciones y de mecanismos esencialmente vinculantes para los Estados.
Pero en realidad, nada de nuevo hay en el proyecto neoliberal fundado sobre los “mercados autoregulados”. Tales fueron los objetivos de la ‘primera mundialización” (1870-1914) bajo la hegemonía imperial británica. Este período, como por otra parte el nuestro, fue marcado por la formación de monopolios, por la acumulación de la riqueza en pocas manos, y una crisis financiera y económica prolongada, la “Larga” (o Gran) Depresión” (1873-1891). Esta última será el producto nocivo de una “edad dorada” económica y financiera que hizo felices a los rentistas poco llevados a las inversiones productivas. Esta grave y larga depresión, disparada por una crisis en el sector bancario, fue precedida por un doble movimiento especulativo, en los bienes raíces y en los valores bursátiles, facilitado en ambas casos por la liberalización bancaria de los años 70 del siglo 19 en varios países de Europa.
Esta utopía de los ‘mercados autoregulados” contribuirá, al crear una insostenible burbuja de activos bajo la forma de valores bursátiles desmesurados, al desarrollo de las condiciones que precipitarán la Gran Depresión devastadora de los años 1930. En su reencarnación la más reciente, la utopía neoliberal no es extranjera a las condiciones que finalmente condujeron a la debacle financiera, al comienzo, y luego económica del 2008, y cuyos efectos siguen siendo sentidos en las economías más desarrolladas.
Bastantes similitudes existen entre esos hechos del pasado y aquellos que actualmente pesan fuertemente sobre la evolución de los países claves del capitalismo y del resto del mundo.
¿A qué capitalismo hemos llegado?
El nuevo rostro del capitalismo está definido por una sucesión de cambios institucionales y otros más que han limitado gradualmente la capacidad del Estado de mantener el equilibrio de poderes en el seno de la sociedad. La influencia ya ejercida por el capital sobre los procesos políticos nacionales e internacionales fue considerablemente reforzada.
La mundialización financiera, fruto de esos mismos cambios, aparece como el factor principal de la reinstauración de la plena libertad de acción del capital. Ha sido una poderosa contribución para definitivamente hacer volar en pedazos el marco regulatorio bajo el cual el capital operaba en la fase precedente, la del Estado del bienestar en los países del centro del capitalismo o en los países de la periferia donde se practicaban las llamadas políticas de desarrollo nacional.
No siendo el capital una entidad homogénea, los efectos de esos cambios fueron modulados de manera diferente en las diversas regiones del mundo. Factores como la situación geográfica del país, la importancia de sus sectores económicos, la escala de actividades de estos últimos y su grado de abertura al mercado internacional han sido importantes factores en este proceso. En un libro consagrado al “nuevo capitalismo” en su país[19], Ayse Bugra y Osman Savaskan, dos académicos turcos, insisten empero en la necesidad de tomar en cuenta también los factores relacionados con el posicionamiento político o la identidad cultural de los actores del medio de los negocios. La variedad de formas de capitalismo, para ellos, es tributaria tanto de los factores políticos y culturales como de factores puramente económicos.
Algunas características comunes se precisan, sin embargo. El mercado se ha extendido de más en más en todas las esferas de la actividad humana y continúa en esa dirección. Las actividades industriales han migrado y siguen migrando del centro a las regiones menos desarrolladas de la periferia. La gama de posibilidades en materia de política económica se han restringido por esa misma movilidad de capitales y la presión de la competencia internacional. El temor de las crisis fiscales y de la fuga de capitales han creado un contexto que incita a la adopción repetitiva de políticas de austeridad presupuestaria. Como subrayan Bugra y Savaskan, inspirándose en Karl Polanyi, el lugar de la economía ha cambiado en todas las sociedades del mundo.[20]
Si el fundamento ideológico de las decisiones conducentes a esta sucesión de cambios fue el pensamiento neoliberal y su tesis de un “Estado mínimo”, tales decisiones fueron ante todo justificadas por una degradación de los principales indicadores económicos (inflación, caída de las tasas de crecimiento, desempleo) en 1974-1975. Esta degradación anuncia la entrada de los países industrializados en un largo periodo de desorden del sistema económico, una larga crisis que no ha sido nombrada.
Wolfgan Streeck, director del Instituto Max Planck para el estudio de las sociedades, en Alemania, considera que en los hechos (esta crisis) durará casi cuatro décadas antes de formalizarse finalmente en la debacle financiera y económica de 2008[21], la cual agravará la situación financiera y económica mundial, planteando la cuestión de la supervivencia del sistema socioeconómico en vigor desde hace dos siglos.
Más puntualmente, a partir de los años70 del siglo 20 “tres soluciones fueron sucesivamente puestas en marcha para superar la contradicción entre democracia política y capitalismo de mercado. La primera fue la inflación; la segunda, la deuda pública; la tercera, la deuda privada. A cada una de esas tentativas corresponde una configuración particular de las relaciones entre las potencias económicas, el mundo político y las fuerzas sociales. Pero esas configuraciones fueron una tras otra puestas en crisis, precipitando el pasaje al ciclo siguiente. La tempestad financiera de 2008 marcaría pues el fin de la tercera época, y la probable llegada de una nueva configuración, cuya naturaleza siguen siendo incierta”.[22]
Las nociones de crecimiento regular, de moneda sana y de un mínimo de equidad social han sido ya olvidadas, aun cuando esas nociones constituyeron en el pasado el fundamento de la legitimidad que el capitalismo necesitaba. Una segunda cuestión aparece, la del carácter insuperable del desequilibrio del capitalismo calificado como democrático puesto en marcha en los países occidentales después de la SGM.[23]
El capitalismo al cual hemos llegado no es más el llamado “capitalismo democrático” del pasado y tampoco es esa nueva configuración que se anuncia, pero cuya naturaleza sigue siendo incierta. ¿Qué podemos decir de su evolución en el centro del sistema?
Un capitalismo financiarizado.
Impuestas por las conmociones sociales y la amenaza revolucionaria suscitadas por la Gran Depresión de los años 30 del siglo 20, las reformas del New Deal en Estados Unidos y las reformas sociales demócratas en Europa redujeron provisoriamente la talla e influencia de las grandes empresas y de los poderosos intereses financieros.
“Aunque esas reformas le permitieron al capitalismo occidental escapar a los cambios sociales más radicales, ellas también proveyeron las razones de su regeneración y expansión. En los años 70, el capital financiero, impulsado por los grandes bancos estadounidenses, había regresado, una vez más, a los niveles de concentración que precedieron la Depresión, para controlar la mayor parte de los recursos nacionales y modelar la política económica”.[24]
A comienzos de la década de 1980, el giro hacia el neoliberalismo se confirma y la esfera financiera impone gradualmente su propia lógica a la actividad económica y termina por dirigir su propia regulación. Las tasas de ganancia se restablecen durante ese período, pero los beneficios suplementarios son utilizados a otra cosa que las inversiones productivas. Una parte creciente de las riquezas producidas es acaparada por las ganancias de los bancos y los dividendos. Este es un rasgo constitutivo del capitalismo financiarizado. Como subraya Michel Husson, investigador del Instituto de Estudios Económicos y Sociales (IRES, patrocinado por el movimiento sindical francés), las ganancias no invertidas se transforman así en ingresos financieros, y es ahí que se ubica la fuente del proceso de financiarización: “La diferencia entre la tasa de ganancias y la tasa de inversiones es por otra parte un buen indicador del grado de financiarización. Se puede también verificar que el aumento del desempleo y de la precariedad va junto con el crecimiento de la esfera financiera. Ahí nuevamente, la razón es simple: la finanza ha logrado captar la mayor parte de lo ganado en productividad en detrimento de los asalariados, moderando los salarios y no reduciendo suficientemente, e incluso aumentando, el tiempo de trabajo”.[25] Husson agrega que una de las consecuencias del funcionamiento del capitalismo contemporáneo es el crecimiento de las desigualdades sociales (en el interior cada país y entre zonas de la economía mundial).
El otro gran rasgo de la financiarización proviene de la mundialización y de la gran capacidad del capital para ignorar las fronteras geográficas y sectoriales. Con un simple “clic” de “ratoncito” en la computadora se puede desplazar fondos de una a otra parte del planeta. Esto aumenta la competencia entre los mercados financieros. El desplazamiento de capitales bursátiles entre los países deviene así una tendencia pesada y en constante aceleración.
La diferencia de situación entre el trabajo localizado, inevitablemente más lento, y el capital financiero fácilmente movible, incita las políticas gubernamentales para hacer cada territorio nacional más “atractivo” para los capitales. La mano de obra de las diferentes naciones son puestas así en competencia directa, lo que tiene como consecuencia la adopción de políticas salariales a la baja y ventajas fiscales para las empresas. Todo esto se hizo en nombre de un “teorema” enunciado por el Canciller alemán Helmut Schmidt en 1974: “Las ganancias de hoy día son las inversiones de mañana y los empleos de pasado mañana”. Una linda fórmula para resumir la desinflación competitiva destinada a restaurar los márgenes de ganancia de las empresas. Una de las consecuencias directas de la competencia fiscal entre los países desarrollados, que conlleva una baja de los ingresos fiscales, es el endeudamiento público infinito. Organizada para durar, esta política pone a los Estados bajo la influencia de la finanza y de los financieros, y condena a las poblaciones a sufrir las políticas de austeridad. Vista en esa perspectiva, “la mundialización capitalista es fundamentalmente poner a los trabajadores en competencia entre sí, a escala planetaria y mediante el movimiento de capitales”.[26]
A partir de esos dos rasgos rápidamente esbozados, podemos avanzar, con Michel Husson, que la característica principal del capitalismo contemporáneo reside en la desvalorización del trabajo y en la extrema competitividad entre capitales individuales a las que conduce la financiarización. A la luz de la evolución constatada en el curso de las últimas décadas, también podemos decir que la degradación social se ha convertido en la principal condición del éxito del sistema. “En ese marco, la finanza no solo es la contrapartida de un aumento de la explotación de los trabajadores, ella es asimismo un canal para los capitales que están a la búsqueda de la mayor rentabilidad. Las desmesuradas exigencias de rentabilidad que (la finanza) impone a la economía real acentúa la debilidad del dinamismo de las inversiones y las desigualdades sociales como condición de reproducción del sistema”.[27]
La evolución del sistema en su fase actual se distingue igualmente por el recurso a “innovaciones financieras”, como los productos derivados de más en más sofisticados y la “titulización” o “securitización” de los créditos bancarios. Concebidos para mejor manejar los riesgos en un contexto de inestabilidad financiera creciente, esas innovaciones han devenido también un medio de contornear la reglamentación o los controles públicos, y son poderosas herramientas de la especulación. Constituyen, asimismo, uno de los factores agravantes de la inestabilidad financiera y reflejan la capacidad del régimen de acumulación de ponerse a sí mismo en situación de fracaso.
En su libro titulado Extreme Money[28], Satyajit Das, un especialista de riesgos bancarios conocido a escala mundial, presenta esta economía financiarizada como dos “cajas”, una puesta sobre la otra: la economía real originaria bajo la economía del dinero extremo, con su deuda y especulación excesivas. Describe este dinero extremo como una realidad destripada, la sombra monetaria de cosas reales.
“Usado antes para estimar e intercambiar productos ordinarios, el dinero se ha convertido en el principal medio para ganar dinero. Para ganar mil millones de dólares ya no es necesario producir algo, cualquier cosa. La regla del dinero extremo es que todo el mundo tiene préstamos, todo el mundo economiza, supuestamente todo el mundo se convierte en rico. Sin embargo, solamente los iniciados hábiles se enriquecen, dirigiendo este juego y haciendo trampas”[29].
Su análisis de la alquimia financiera de los últimos 30 años y de sus consecuencias destructoras lleva a Das a escribir que “vivimos y trabajamos en un mundo de dinero extremo –de manipulaciones espectaculares y peligrosas con el dinero que crean nuevas cimas artificiales en crecimiento, prosperidad, refinamiento y riqueza”.[30] Un poco más adelante precisa que “el dinero y las maniobras en juego son inmateriales, irreales y cada vez más virtuales. Los visualizadores electrónicos que reflejan las señales de precios en rojo o verde son la esencia destilada de las finanzas. Los operadores del mercado no tienen contacto directo con la realidad subyacente. Solo es cuestión de ganancias o de pérdidas”.[31]
Esta alquimia financiera se extiende a todo el mundo. La financiarización ha permitido que Estados Unidos “mantenga su posición predominante que parecía amenazada por el derrumbe del régimen fordista. Y lo hicieron gracias a su posición de fuerza en el seno de la finanza mundial, que les ha permitido compensar la pérdida de sus ventajas productivas con el control que ejercen sobre la masa mundial de capital monetario y sobre los mercados financieros en el seno de los cuales ésta masa monetaria se valoriza”.[32] Es así que el hegemón, por la fuerza fulgurante de su capital, ocupa el centro del sistema, le imprime su propia dinámica y atrae una buena parte de los flujos de valor creados mundialmente. Goza asimismo del privilegio de poder de endeudarse en su propia moneda y de imprimir billetes en beneficio propio. Por eso no es sorprendente ver que Estados Unidos se comporta como el brazo político y militar de la financiarización de la economía mundial.
Deuda y servidumbre.
Michael Hudson, experto financiero y profesor a la Universidad de Missouri, en la ciudad de Kansas (EE.UU.), califica el retorno de péndulo favorable a los bancos como una “retrogresión”. ¿Podemos en las condiciones creadas por esta retrogresión, seguir recurriendo a la palabra “letargía” para describir la situación económica presente, como lo hace la narrativa dominante? ¿No habría más vale hablar de la implantación de una economía de renta, rentista, a escala plantearía? Desde hace algún tiempo Michael Hudson plantea el hecho de que la dominación del capital financiero y de los monopolios se traduce en la instalación gradual de un ‘neofeudalismo’ que lleva directamente a un régimen de servidumbre.
Hudson explica esta retrogresión de la siguiente manera. En el siglo 19, la tesis era que los bancos contribuían a crear algo nuevo, al acordar prestamos productivos a la industria. La idea era que esas inversiones generarían ganancias que permitirían a la vez el pago de los intereses y el reembolso gradual del préstamo. La evolución del sistema, empero, ha sido en una dirección diferente.
Los bancos han seguido la tendencia de aliarse con los monopolios y las empresas del sector que vive de las rentas, como son los bienes raíces, el petróleo y el gas natural, la minería en general, y las industrias y servicios que poseen los derechos de “propiedad intelectual” que les permiten controlar los mercados. En suma, en lugar de buscar cómo obtener una parte de los beneficios de las empresas, los bancos escogieron prestar para obtener rentas. Se han deslizado así hacia un funcionamiento parasitario. Los bancos consideran ahora las empresas y los individuos solamente bajo el ángulo de la más alta extracción posible de riqueza en cada una de esas categorías, en lugar de proveer el crédito necesario al crecimiento y eficiencia de la economía.
La rama bursátil del sistema financiero sigue la misma política que la rama bancaria, y en lugar de proveer capitales para inversiones ha sido transformada en vehículo para sacar beneficios sin pasar por la producción, como es la compra (buyout) de sus propias acciones para que aumenten de valor, o las adquisiciones de empresas financiadas por préstamos bancarios a cargo de la empresa en venta (compras apalancadas o leverage buyout), para obligarla a licenciar trabajadores, a externalizar sus operaciones y reducir su presupuesto con el objetivo –después de haber pagado a los bancos y acreedores de obligaciones o de acciones- de obtener una ganancia de capital. Este proceso favorece la extracción de rentas y no la producción, desde el momento en que los flujos de la tesorería de la empresa se transforman en flujos de intereses, en detrimento de sus fondos propios y de la salud financiera de la empresa. Se puede calificar este proceso evolutivo como “economía posindustrial”, pero en realidad se trata de una “economía de peaje rentista” que, en su desarrollo, condenará a los individuos y a las sociedades a formas de servidumbre o de peonaje.
Como señala un documento del Instituto de Investigaciones y de Informaciones Socioeconómicas (IRIS, en su sigla en francés), de Montreal, el hecho concreto es que “para continuar creciendo, la finanza debe crear más dinero (otorgando prestamos) y transformar los nuevos flujos de dinero en activos financieros (convirtiendo las deudas en títulos negociables en los mercados financieros). Es en este proceso que estudiar, trabajar, consumir, ahorrar, jubilarse, dirigir una empresa, etcétera, son realidades que tienden a ser financiarizadas. Lejos de ser dos esferas desconectadas, los flujos de dinero asociados a esta “economía real” (o sea la producción, la relación salarial, el consumo y el ahorro) tienden a ser captados por el sistema financiero:
· Las empresas se financian cada vez más a través de los mercados bursátiles o financieros, en lugar de los tradicionales créditos bancarios. Más aún, el desarrollo de las empresas cotizadas en la bolsa está actualmente guiado por la exigencia de hacer aumentar el valor de las acciones de las empresas.
· Por su parte los trabajadores son llamados a convertirse en inversores; mientras que los fondos de jubilaciones y pensiones están sometidos a las fluctuaciones de su portafolio de activos, se estimula a que los trabajadores inviertan en sistemas individualizados de ahorro-pensión (…) para compensar la insuficiencia de los fondos de jubilaciones y pensiones de los empleadores o del sistema público.
· El estancamiento de los salarios es compensado por el recurso al crédito para el consumo, que se ha convertido en un pilar del crecimiento económico.
· El aumento de los gastos de la educación, presentado como una condición esencial del mantenimiento de la calidad en la enseñanza superior, hizo explotar el endeudamiento de los estudiantes, notablemente en Estados Unidos, donde el valor de esos préstamos supera ya el de la deuda contraída para el consumo a partir de las cartas de crédito.
En breve, la relación financiera se expande para hacer crecer la economía, pero al hacerlo hace mucho más inestable a ésta última, y por lo tanto más frágil.[33]
En ese sentido, Michael Hudson juzga que el nivel de endeudamiento actual del conjunto de las sociedades, sin relación con el de sus ingresos, ha sido permitido, organizado y buscado por los bancos. Estos últimos se han únicamente preocupado de asegurarse una fuente constante de ingresos y se han mantenido totalmente indiferentes a la gran crisis que su comportamiento hacia inevitable. Para los bancos, “la estrategia que encuentra la menor resistencia consiste en mantener la siguiente ilusión: no habrá necesidad alguna que (los bancos) se vean obligados a aceptar pérdidas sobre las deudas que ellos han creado, incluso si su volumen las hace irrecuperables. Los acreedores afirman siempre que la carga de la deuda es soportable a condición que los gobiernos reduzcan simplemente sus gastos, aumentando al mismo tiempo los impuestos de los hogares y de las empresas no financieras”.[34]
Aceptar que se presione a las sociedades para reembolsar una masa de deudas privadas, convertidas en públicas con la crisis, no tiene justificación alguna, moral o económica, afirma Michael Hudson. Mientras que las economías se contractan, el sector financiero se enriquece transformando sus títulos o certificados de deuda en instrumentos de apropiación de la propiedad. Poniendo esta tendencia en el contexto de las políticas de los bancos centrales, que han servido para inflar los mercados bursátiles y recapitalizar los bancos para que continúen especulando, Hudson subraya que la economía es cada vez menos la esfera de la producción, del consumo y del empleo, y de más en más la esfera de la creación de crédito. Este último es utilizado para la compra de activos, transformar los beneficios y los ingresos en pagos de intereses, hasta que la totalidad del excedente económico y la lista completa de propiedades sean convertidos en prenda, en garantía para el pago del servicio de la deuda.
Empleo, automatización e impase.
La crisis del 2008 no es la primera, en los “países avanzados”, en la cual la recuperación de la economía real –la producción de bienes y servicios, o mejor dicho la riqueza producida socialmente-, no logra restablecer los niveles precedentes del empleo, de la seguridad del trabajo y de los salarios. Pero sí es la primera en la cual el desempleo, además de haber aumentado brutalmente, se ha convertido en estructural, lo que se manifiesta en la tendencia hacia el desempleo de larga duración y el abandono de la vida laboral activa. Las estadísticas oficiales no dan, por otra parte, sino una imagen muy parcial de la amplitud del fenómeno real.[35]
Millones de trabajadores son víctimas en esos países, lo que provoca la pauperización de amplios sectores de las sociedades respectivas. Esta pauperización es tanto más acentuada que son las categorías menos favorecidas por el mercado laboral –los jóvenes, los trabajadores poco calificados, los inmigrantes, las minorías étnicas y, entre ellos, quienes ocupan empleos temporales o atípicos-, las primeras en sufrir la eliminación de empleos.
Esta es una crisis en la cual la desigualdad de ingresos alcanzó niveles no vistos desde hace mucho tiempo, y a causa de la cual una gran parte de la nueva generación no tendrá empleos estables, o sea que vivirá en un mundo de empleos precarios, de salarios mediocres y bajo la amenaza constante de caer en el desempleo crónico. En efecto, esta será la primera generación, después del comienzo del Estado del bienestar, que tendrá un nivel de vida y de protección social muy inferior a las precedentes.
La explicación del impase del desempleo crónico en los llamados países avanzados no se encuentra solamente en las políticas de liberalización que han conducido a la mudanza de la producción en los países o regiones que tienen una mano de obra más barata. El problema central de esta crisis, que parece no tener fin, es estructural y concierne en primer lugar la relación fundamental del capital con el trabajo asalariado, así como la reproducción misma del capital. Las consideraciones de competitividad, de rentabilidad y de productividad son hitos de esta dinámica, y forman parte de los incitativos del capital para “revolucionar” constantemente los medios de producción, con el objetivo central de reducir la fuerza laboral para aumentar las ganancias, elevando así inevitablemente tanto la producción como el desempleo.
En el contexto actual de la dictadura de las leyes del mercado, el nudo gordiano del problema se sitúa en la explotación que se hace bajo el capitalismo de los avances en las ciencias y las tecnologías. Tales avances permiten, y seguirán permitiendo en el futuro, eliminar el trabajo humano en la producción y los servicios.
Martin Ford, en un trabajo[36] consagrado a la automatización, al desarrollo implacable de las tecnologías y al entrelazamiento de estas últimas con la mundialización y a la economía del futuro, analiza las consecuencias de tal evolución, que es controlada por una ínfima minoría de individuos y empresas que han monopolizado los recursos de la naturaleza y de la técnica. Ford juzga que tal evolución solo puede llevar a sociedades invivibles “porque el 70 a 80 por ciento de los seres humanos que habrán perdido su lugar en los ciclos de producción, y transformados en el mejor de los casos en asistidos, no tendrán otra vía que rebelarse contra los acaparadores del poder tecnológico y económico. Tanto más con la rarificación previsible de los recursos naturales y el agravamiento de las crisis climáticas reducirán aún más sus capacidades de supervivencia”[37].
Esta evolución se amplia y se acelera. Como lo reconocen varios analistas y economistas, entre ellos Paul Krugman, Nouriel Roubini[38], Yanis Varoufakis[39], ha llegado el momento de pensar que en la relación entre el capital y el trabajo, son los robots que en estos momentos están ganando la guerra, y no los trabajadores.
Michael Spence, Premio Nobel de economía, explica en un reciente artículo[40] que las tecnologías digitales están nuevamente en tren de transformar las cadenas de valor mundiales y, con ellas, la estructura de la economía mundial. La nueva ola de la tecnología digital elimina el recurso al trabajo humano en tareas de más en más complejas. Y añade que “este proceso de substitución de la mano de obra y de desintermediación está en curso desde hace cierto tiempo en los sectores de servicios –pensemos en los cajeros automáticos, los servicios bancarios en línea (por Internet), a la planificación de los recursos en el seno de una empresa, a la gestión de la relación con los clientes, a los sistemas móviles para pagar, y todavía mucho más. Esta revolución se propaga ahora a la producción de bienes, donde los robots y los impresores 3D eliminan el trabajo humano”.[41]
Dicho de otra manera, contrariamente a la precedente ola de la tecnología digital, que había incitado a las empresas a recurrir a las “reservas” de mano de obra subutilizadas en el mundo, la fuerza motriz de esta nueva ola es claramente la reducción de costos mediante la eliminación de la mano de obra asalariada.
Conociendo la naturaleza del sistema económico es posible afirmar que este proceso es inexorable debido a las importantes ventajas financieras que ofrece el recurso a la tecnología digital. Michael Spence precisa que “la mayor parte de los costos son al comienzo, en la concepción del material (como de los captores), y de manera más importante aún, en la creación del programa informático que permite alcanzar la capacidad de ejecutar diversas tareas. Una vez alcanzado este objetivo, el costo marginal del material es relativamente bajo (y disminuye proporcionalmente al incremento de la escala), y el costo marginal de reproducir el programa informático (software) es esencialmente de cero. Con un enorme potencial para amortizar los costos fijos de comienzo para la concepción y pruebas, los incitativos para invertir son irresistibles”.[42]
En sus conclusiones, restringidas sin embargo al terreno económico, Michael Spence señala que esta segunda ola de la tecnología digital tendrá importantes efectos estructurantes, tanto sobre la producción de bienes y de servicios como sobre la construcción o aún en el comercio minorista. Golpeara también frontalmente a los países en desarrollo, que deberán ajustarse al hecho de que la abundancia de una mano de obra competente, disciplinada y de bajo costo perderá importancia como palanca del crecimiento económico.
Abordando más ampliamente la cuestión de la eliminación del trabajo asalariado por la tecnología digital[43], el profesor Robert Skidelsky de la Universidad de Warwick subraya que la evolución actual del capitalismo es una locura económica.
Más allá de las aberraciones de una civilización fundada sobre el “siempre más” y de los límites naturales a los cuales el crecimiento terminará dentro de poco por estrellarse, no podremos continuar por mucho tiempo seguir reduciendo la parte del trabajo humano en las actividades económicas, sin encontrarle nuevas salidas. No querer ver este asunto es consagrar la vía que nos lleva a una división de la sociedad en una minoría de productores, de profesionales, supervisores y de especuladores financieros por un lado, y de una mayoría reducida a una ociosidad forzada por la otra parte.
Robert Skidelsky estima que tal sociedad “estaría confrontada a un dilema clásico: ¿cómo conciliar la presión incesante a consumir con ingresos estancados? Hasta el presente, la respuesta ha sido la de endeudarse, lo que ha conducido al enorme endeudamiento actual en las economías avanzadas. Es evidente que eso no es viable, y no constituye pues la respuesta, puesto que eso implicaría el derrumbe periódico de la maquinaria de producción de la riqueza”.
En suma, no podremos avanzar con éxito en la vía de la automatización de la producción sin reconsiderar los aspectos fundamentales, como el consumo, el trabajo, el tiempo libre y la repartición de los ingresos. “Sin esos esfuerzos de imaginación social, el restablecimiento a partir de la crisis actual será simplemente un preludio a otras calamidades estrepitosas en el futuro”.[44]
Skidelsky recuerda que John M. Keynes evocó el desempleo tecnológico, pero que había asociado el progreso tecnológico a la posibilidad de liberar, al menos parcialmente, a la humanidad del fardo más antiguo y natural, el trabajo, y de incrementar considerablemente la producción de la riqueza con una fracción del trabajo requerido en su época. Keynes había incluso imaginado que la semana de trabajo sería (acortada a) 15 horas semanales hacia el comienzo del siglo 21, sin por lo tanto afectar el crecimiento de la riqueza. Ahora bien, en las economías avanzadas, esta riqueza ha prácticamente alcanzado los niveles pronosticados por Keynes, pero no ha sido lo mismo para la cantidad de horas de trabajo semanales.
La realidad está lejos de los sueños y propuestas de la década de 1970 sobre el advenimiento de una sociedad del tiempo libre. Para Skidelsky esto significa muy simplemente que no hemos logrado convertir el crecimiento del desempleo tecnológico en aumento del tiempo libre para el esparcimiento voluntario. La principal razón de este fracaso es que la parte del león de las ganancias en productividad en las cuatro últimas décadas ha sido acaparada por los ricos.
Tom Streihorts, periodista y escritor, pone por su parte en evidencia la paradoja que acentúa la segunda ola de tecnología digital entre, de una parte, la abundancia y la diversidad de la oferta de productos y de servicios a los cuales el ciudadano consumidor está de más en más expuesto, y de otra parte la rareza y la precariedad en materia de empleos con la cual choca el ciudadano trabajador. Los despidos pueden aún continuar multiplicándose, los empleos de calidad seguir disminuyendo, el tiempo parcial mal pagado proliferando como una mala hierba y las ganancias subiendo a la estratósfera, pero ineluctablemente llegará el momento el momento en el cual se planteará la cuestión de quién podrá todavía comprar los productos y servicios ofertados en el mercado. Un robot puede muy bien fabricar un teléfono inteligente, pero no puede comprarlo. La demanda, simplemente, no llegará a la cita con la oferta, ni tampoco en cantidad suficiente para permitir que la economía real no se hunda más en la letargía, como es ya el caso en el momento actual.[45]
En otras palabras, si los países claves del capitalismo no viven ya en la era de la escasez, en revancha han reducido considerablemente las oportunidades de empleos. Más aún, contrariamente al período 1945-1973, las ganancias en productividad ya no se traducen en aumentos salariales para los trabajadores, y en lo esencial son canalizadas hacia los bolsillos de los dirigentes de empresas y los accionistas.
En el curso de las últimas cuatro décadas, fue sobre todo la clase obrera la que sufrió los impactos de la mundialización y de los cambios tecnológicos. Hoy día, es el debilitamiento de las clases medias en los países avanzados que aparece como ineluctable en esta nueva fase de la evolución. Esas clases medias van camino de desangrase rápidamente porque, simplemente, las condiciones que permitieron crearlas, empleos estables y salarios decentes, han cesado de existir. La evolución en curso amenaza ahora a los más calificados y diplomados en el seno de las clases medias. Con el actual nivel de sofisticación de los procesos informatizados, empieza a ser más fácil reemplazarlos que en el caso de algunos trabajadores manuales. Pensemos simplemente a los cambios que comienzan a afectar algunas profesiones, como el periodismo, la contabilidad, la administración e incluso la finanza.
Paralelamente, es el momento de la resurgencia de un subproletariado constituido por la parte más desfavorecida de las clases populares que dependen de un empleo y que sufren cotidianamente el desempleo y la precariedad laboral.
En breve, la evolución en curso impide que se creen suficientes empleos y excluye los salarios decentes que permitan mantener una demanda final robusta. Esta evolución pone al sistema capitalista ante un obstáculo prácticamente insalvable al reducir su potencial de reproducción. Haciendo malabarismos con las nuevas normas de rentabilidad impuestas por la movilidad casi perfecta lograda por el capital financiero gracias a los avances de las tecnologías de la información y las telecomunicaciones, el sistema tiende a funcionar como si el capitalismo fuera separable de esa relación social particular que es el trabajo asalariado.
Al excluir un número creciente de trabajadores del proceso de producción, el capitalismo también los excluye del consumo, una fase por lo tanto esencial para la reproducción del capital. Es este aspecto la evolución que sin duda explica el surgimiento ocasional del interés hacia la formula de una “garantía de ingreso de base” como solución a largo plazo, pero también como una panacea al hecho brutal que la distribución de la riqueza producida socialmente ha sido profundamente modificada, en detrimento del trabajo y en beneficio del capital.
Incertitud, inseguridad y desmenuzamiento humano.
Cada crisis del sistema es portadora de su parte de desagregación social. Fruto del desarrollo económico, y del enriquecimiento de las naciones claves del capitalismo, así como de las crisis económicas y de circunstancias históricas ya mencionadas, el desarrollo del Estado del bienestar permitió asegurar una cierta estabilidad social en esas naciones. Las políticas sociales y la democratización de la educación contribuyeron, entre otras más, a compensar el hundimiento de las solidaridades familiares tradicionales, asegurando una continuidad de ingresos a los ancianos, a los desempleados y a los inempleables.
Zygmunt Bauman, sociólogo británico y autor de varios libros, entre ellos Liquid Modernity[46], considera que se trata en este caso de una etapa de incrustación de los individuos en estructuras solidas, como el régimen de producción industrial o las instituciones democráticas. Estructuras que estuvieron marcadas por una fuerte tradición territorial. Todo lo contrario de lo que está sucediendo en la etapa actual de la evolución del sistema, en el cual los dominantes no aceptan ya responsabilidad alguna en la administración de un territorio.
Según Bauman, estaríamos así más cerca del fin de la geografía que de la historia. Gracias a las nuevas tecnologías, la elite mundial se liberó de las dificultades que existían entre lo próximo y lo lejano, y de esta manera se liberó de las obligaciones y limitaciones ligadas al territorio. Una creciente diferencia se introdujo de alguna manera entre el poder, que pasó a ser global, y la política que siguió siendo local. Esta última es de más en más incapaz de imponer las orientaciones y los objetivos, pierde gradualmente la eficacia de su acción, sembrando así la incertitud. Y esta incertitud se traduce en inseguridad en los individuos, y aún más cuando la protección colectiva de los riesgos individuales se debilita, creando un clima que incita a la búsqueda de soluciones individuales.
Si la etapa precedente puede ser descrita como aquella de una “modernidad sólida”, estable y repetitiva, la etapa actual es una de “modernidad líquida”, flexible y versátil, ilustrativa del cambio y de la transición. Una de sus características es un individualismo exacerbado por la inestabilidad y la inseguridad que hace precarias las relaciones, las vuelve transitorias y volátiles. Tomado en su conjunto, nos encontramos en un período en el cual los modelos y las estructuras sociales no subsisten lo suficiente como para enraizarse y regir las costumbres de los ciudadanos. La sociedad no tiene ya la capacidad de ofrecerles un horizonte de sentido común definido una vez por todas. Bauman subraya que “los sólidos conservan su manera de ser y persisten en el tiempo; ellos duran; mientras que los líquidos son relaciones que se transforman constantemente: fluyen (como un líquido). Como la desreglamentación, la flexibilización o la liberación de los mercados”.
En un artículo consagrado a esta modernidad líquida y a la fragilidad humana, el profesor Adolfo Vázquez Rocca , de la Universidad de Valparaíso, Chile, resume así el pensamiento de Bauman sobre la fragilidad de los lazos humanos: “La incertidumbre en que vivimos se corresponde a transformaciones como el debilitamiento de los sistemas de seguridad que protegían al individuo y la renuncia a la planificación de largo plazo: el olvido y el desarraigo afectivo se presentan como condición del éxito. Esta nueva (in)sensibilidad exige a los individuos flexibilidad, fragmentación y compartimentación de intereses y afectos, se debe estar siempre bien dispuesto a cambiar de tácticas, a abandonar compromisos y lealtades. Bauman se refiere al miedo a establecer relaciones duraderas y a la fragilidad de los lazos solidarios que parecen depender solamente de los beneficios que generan. Bauman se empeña en mostrar cómo la esfera comercial lo impregna todo, que las relaciones se miden en términos de costo y beneficio, de liquidez en el estricto sentido financiero”.[47]
En esa sociedad los desempleados dejan de ser el ejército industrial de reserva, un potencial a utilizar si fuera necesario, y pasan a ser una categoría de individuos superfluos, inútiles, sin posición, y por lo tanto excluidos. La economía se portaría tanto mejor si los desempleados pudieran desaparecer. Mejor es entonces cultivar el arte de mutilar las relaciones, de desconectarse de lo desagradable, de replegarse en sí mismo. Este mismo estado de ánimo lleva también a convertirse en fanático de la seguridad, sin por lo tanto jamás sentirse seguro, en una dinámica de miedo al miedo. Esto es aceptado como si fuese lógico, o al menos inevitable, tanto y tan bien que, según Bauman, contribuimos así a “normalizar el estatuto de urgencia”.
En breve, un estado de ánimo que lleva, si nos apoyamos en las reflexiones del filósofo y ensayista alemán Peter Sloterdijk, a un régimen de sabotaje social y a una lógica de pánico como argumento central de la política.
Por su parte el politólogo argentino Edgardo Mocca[48] nos recuerda que en el caso de su país, y esto puede ser válido para el resto del mundo: “la sociedad argentina actual es el resultado de un conjunto de experiencias políticas que se desarrollaron en los últimos cuarenta años en el contexto de una mutación radical a escala planetaria del mundo laboral, social y cultural en el que vivimos; una mutación que tiene en su núcleo la cuestión política, la cuestión del poder”.
Inspirándose en las ideas de sociólogos como Richard Sennett o de filósofos como Hors Kurnitzky, Mocca subraya que “la mutación mundial es, ante todo, afirmación de una nueva hegemonía cultural y política, la de un bloque social organizado alrededor de las nuevas formas de dominación económica que tienen en su centro al capital financiero. Se trata del capital desterritorializado por excelencia, el que no necesita fábricas ni concentraciones de trabajadores, el que puede moverse sin límites a través del planeta. No es mera dominación, es hegemonía porque tiene la capacidad de formar el sentido común predominante, no solamente por su capacidad innegable de manipularlo a través de gigantescas agencias de formación de opinión, sino principalmente porque ese sentido común corresponde a una manera nueva y distinta de vivir. La esencia de esa manera de vivir es la dispersión, la desagregación social, el individualismo extremo. Es el modo de vivir que corresponde al desmantelamiento de la sociedad industrial y salarial, a la flexibilización de las relaciones laborales, al debilitamiento de las viejas formas productivas fordistas y el auge de los servicios, puestos a disposición de un impulso consumista que se mueve en forma vertiginosa”
Gilles Lipovetsky, sociólogo, filósofo y ensayista francés, describe esta nueva manera de vivir y esta pulsión consumidora vertiginosa como relevando de una nueva forma extrema de individualismo, producto de una sociedad super-mercantilista triunfante y nacida de la conmoción permanente representada por la privatización extendida, la erosión de las identidades sociales, la desafección
ideológica y política, la desestabilización de la personalidad.[49]
Privados de referencias, los individuos viven solos esta “desafiliación”, en sociedades percibidas como “imperios de lo efímero”[50]. Lipovetsky califica esta nueva forma de híper-individualismo, y la presenta como reposando sobre este valor devenido central que es la realización personal, pero que lleva también al narcisismo, a una mentalidad de “aquí y ahora”, y a la dificultad de separar los deseos superfluos de las necesidades esenciales.[51] Lipovetsky advierte que no hay que confundir individualismo y egoísmo. A la creación de un individualismo irresponsable, por una sociedad súper-consumidora, respondería un movimiento de individualismo responsable. Y señala en ese sentido la existencia de un tronco común de valores y la importancia del voluntariado social.
El reconoce, empero, que este individualismo extremo viene a consagrar la desintegración del principio de la subordinación de lo individual a las reglas racionales colectivas. La noción de ciudadano es así diluida en una infinita declinación de intereses minúsculos, por el empuje de la búsqueda narcisista de una identidad propia. Basta pensar en este tema a los innumerables reagrupamientos de toda naturaleza surgidos en las dos últimas décadas.
Bauman se interesa también sobre esta noción de ciudadanía. El apunta que “victimas de presiones individualizadoras, los individuos están siendo progresivamente pero sistemáticamente despojados de la armadura protectora de su ciudadanía y expropiados de su habilidad e interés de ciudadanos. En esas circunstancias, las perspectivas de que el individuo de jure se transforme en un individuo de facto (o sea, aquel que controla los recursos indispensables de una genuina autodeterminación) son cada vez más remotas. El individuo de jure no puede transformarse en un individuo de facto sin primero convertirse en ciudadano. No hay individuos autónomos sin una sociedad autónoma, y la autonomía de la sociedad exige una autoconstitucion deliberada y reflexiva, algo que sólo puede ser alcanzado por el conjunto de sus miembros[52].
En el plano político, lo que es evidente, es que toda esta evolución se tradujo por una fragmentación del espacio social. Asistimos así a la fragmentación del interés público en una miríada de mini-intereses y a una transformación de las relaciones entre el Estado y los ciudadanos de pleno derecho, relativamente a los servicios, con los ciudadanos convertidos en “clientes” encerrados en su propio universo privado.
Esta fragmentación genera rápidamente la indiferencia del otro y hace más ingrato un contexto ya poco favorable a las iniciativas inspiradas por el principio de solidaridad.
Uno de los escollos reside, en este sentido, en el hecho que la defensa de intereses así miniaturizados conduce más frecuentemente a la sala de audiencias que a la tribuna política. Esto refuerza una dinámica, muy perceptible actualmente en muchos de los países llamados “avanzados”, donde el poder judicial es el que trancha cada vez más los asuntos sociales importantes, evacuando de esa manera el debate público y toda participación democrática.
Otro escollo es la dificultad para los dominados en esta sociedad líquida o híper-moderna, pero que sigue siendo una sociedad de clases, de poder construirse una identidad social, una identidad de resistencia, una identidad de movilización y de usarlas como razón para actuar y liberarse de esa manera de la deriva identitaria religiosa o étnica dictadas por la inseguridad, fruto venenoso de la desaparición de las formas pasadas de organización social.
Una plutocracia desconectada del resto de la sociedad.
La evolución en curso se traduce igualmente por una regresión democrática. De una elección a la otra los electores continúan escogiendo sus representantes, ¿pero ha tenido su voto algún impacto en las políticas llevadas a cabo seguidamente por las instancias electas? La nueva realidad hace que lo esencial de esas políticas han sido encuadradas en las disposiciones regionales e internacionales que escapan a todo control democrático.
De un tratado o de un acuerdo al otro, esas disposiciones han contribuido a vaciar progresivamente, pero de manera constante, la democracia de todo contenido real, dejando solo la formalidad en los países que se vanaglorian de ser los más avanzados en ese plano. Esto es así porque se ha hecho todo lo necesario para asegurar la hegemonía de la función mercantil sobre las demás funciones sociales, deslegitimando de un golpe todas las regulaciones políticas y sociales de esas naciones en nombre de las virtudes de la libre circulación de capitales, de mercaderías y de los hombres. Pero detrás de esos ‘piadosos’ propósitos se disimulan los objetivos buscados: la desaparición de todas las trabas a continuar el enriquecimiento y la acumulación del poder en manos de los ricos y poderosos.
Karl Marx aclaró cómo la burguesía, en tanto que fuerza actuante, había en los siglos 18 y 19 contribuido a romper el orden social antiguo, sustituyendo la lógica de los lazos naturales por la lógica contractual, por el contrato. Puso también en evidencia la tendencia profunda del capitalismo a la concentración y a la financiarización. ¿Ahora, llegados a un estado nunca visto de concentración del capital y en que el capitalismo actual nada tiene que ver con el de la década de los 60, cómo describir la fuerza actuante que el capital ha hecho jugar a su favor para acaparar todos los beneficios de su acción, y de paso externalizando los riesgos y las pérdidas sobre la población? Esta fuerza actuante recupera un buen número de los rasgos de la burguesía del siglo 19, pero sin duda también posee características que les son propias y que corresponden a la fase actual del desarrollo del sistema.
David Rothkopff, ex subsecretario de Comercio en la Administración de Bill Clinton, asimila esta fuerza actuante a una nueva elite mundial de poder que él califica de superclase en su libro del mismo nombre. La mundialización es a la vez el crisol donde se formó y el vector de su dominación. Y señala que nosotros debemos reconocer “que algo nuevo está en tren de producirse, un desequilibro enorme en la repartición del poder en el mundo que otorga una gran influencia a los reagrupamientos informales de las elites. Esas elites ignoran o suplantan muy seguido a las instituciones del pasado: gobiernos nacionales, sistemas legales (…). En el centro de esta nueva realidad se encuentran los miembros de la superclase, individuos cuyas decisiones cotidianas reorientan flujos masivos de capitales entre los mercados, crean, dislocan o eliminan empleos en el mundo entero, determinan la viabilidad de los programas gubernamentales y a veces de los gobiernos; y juegan igualmente un papel esencial en la conformación de la era planetaria (…). Además, esos individuos, en tanto que grupo, por la influencia que poseen, juegan un gran papel en la definición del contenido de nuestro tiempo, determinando que puntos de vista son aceptables y cuáles no lo son, y cuáles deben ser nuestras prioridades. La influencia de esta superclase transnacional es muy seguido amplificada cuando sus miembros intervienen en los grupos formados por los acuerdos de negocios, los consejos de administración, grupos de inversores, antiguos lazos de escuelas y universidades, adhesiones a clubes y las numerosas otras ocasiones que los transforman, sino en esos comités conspiradores de la leyenda, al menos en grupos de expertos en hacer avanzar sus intereses convergentes”[53].
Rothkopff afirma que identificó a unas seis mil personas que corresponderían a su definición de la superclase, usando como criterio principal “la capacidad de influenciar regularmente la vida de millones de personas en numerosos países y en todo el mundo”. La inmensa mayoría de esas personas son de sexo masculino, de edad madura y de descendencia europea, y salidos de las mejores universidades occidentales. Las grandes capitales, los grandes hoteles y las grandes misas del capitalismo (Davos, Cran Montana, etc.) son sus lugares de encuentro. La naturaleza exclusiva de lazos en el seno de esta superclase queda bien ilustrada por una cita esclarecedora en el primer capítulo del libro, con la observación tomada a un antiguo alto funcionario de Naciones Unidas: “Cuando se deambula en las veladas de Davos, uno se da cuenta que conoce más gente que cuando uno camina en los parques de nuestra ciudades respectivas”[54].
Una de las características de los miembros de esta “elite mundial” es que consideran las relaciones entre ellos como más importantes que sus lazos con sus países de origen y los gobiernos. Otro rasgo particular es que los miembros de esta elite abrazan, al menos una gran mayoría de ellos, el fundamentalismo de mercado de los “Chicago Boys”, los discípulos de Milton Friedman de la Universidad de Chicago, pero solamente en la medida en que los sufrimientos que entrañan sean patrimonio de las clases inferiores. Esta elite resiste a toda reforma que pueda reducir el control que ejercen de las palancas económicas. A pesar de toda su fe en el capitalismo y su cauto optimismo hacia los miembros de esta nueva elite, Rothkoppf concede que “muchos entre la superclase están demasiado cerca de sus intereses y muy lejos del universo de la mayoría de habitantes del planeta”[55].
Para otros, la noción de una elite mundial desenraizada es un cuento de hadas para escuelas comerciales o un espantajo para altermundialistas. Basándose en estudios empíricos, Michael Hatman[56] avanza que “la clase mundial parece sorprendentemente alérgica al cosmopolitismo. En Estados Unidos como en las grandes potencias económicas europeas o asiáticas, las empresas más importantes están casi siempre dirigidas por los locales. En promedio, la proporción de dirigentes extranjeros no sobrepasa el 5%. Este promedio baja incluso a 2% si dejamos de lado en el tablero a los altos dirigentes provenientes del mismo espacio lingüístico (y muy seguido el cultural) que el país que los acoge, como los suizos y los austriacos en Alemania o los irlandeses, australianos, canadienses y sudafricanos en el Reino Unido o en Estados Unidos. Incluso en el seno de las transnacionales más influyentes en el mundo, la ‘crema’ se recluta de preferencia en la casa de uno”. Una de las causas principales es que el acceso a las altas funciones del aparato económico depende de estructuras locales de formación o de reproducción de las elites.
La única red con carácter trasnacional es la formada por los miembros externos de los consejos de supervisión. Los lazos así tejidos relacionan casi exclusivamente la Europa anglosajona con Norteamérica. Los países de la Europa meridional, Japón, Corea del Sur, ocupan un lugar insignificante, así como China, Brasil, India o Rusia.
En un libro[57] consagrado a la dislocación social de la población blanca de Estados Unidos en dos clases principales, una superior y otra inferior, el sociólogo estadounidense Charles Murray muestra claramente cómo la mecánica de la movilidad social está completamente atascada, en beneficio de una nueva clase superior cualitativamente diferente de las precedentes, una elite del conocimiento que refleja la evolución del sistema.
En la cúspide de esta elite se encuentras aquellos que ejercen el poder en los terrenos político, económico y mediático. También figuran los jueces y abogados que influencian el rumbo de la jurisprudencia constitucional, los responsables que deciden cómo los sucesos serán presentados en los boletines de noticias, los periodistas y cronistas publicados en los medios dominantes y en Internet, los altos dirigentes de grandes empresas, de las grandes instituciones financieras, de las fundaciones y organismos importantes “sin fines de lucro”. Incluidos están, asimismo, los productores, guionistas y directores que crean los filmes y las series televisadas, los profesores influentes de las universidades de la elite, y administradores públicos de alto nivel así como políticos de cierta estatura. El número de esos individuos es inferior a cien mil, y quizás solamente unos diez mil.
A esta reducida elite, que podríamos definir como el círculo interior, se le agrega una elite ampliamente definida, el círculo externo, constituido esencialmente de personas influyentes en el seno de las ciudades y de las regiones (propietarios de las más importantes empresas locales, patrones de los medios locales, médicos y abogados destacados, etcétera). Las dos elites combinadas representan menos de un millón y medio de personas, o sea menos de 0,5% de la población de Estados Unidos, donde gradualmente la mayoría fue relegada a la clase inferior, y la clase media va por ese camino.
Según Charles Murray, la noción de “clase dirigente” ya no es suficiente para describir esta nueva elite. Contrariamente a las personas que en el pasado han llegado al poder, por una u otra razón, y que muy seguido diferían considerablemente entre ellas, reflejando así una cierta diversidad social y cultural, los miembros de esta nueva elite son mucho más uniformes en materia de gustos, de preferencias y de cultura. Forman una verdadera clase social que se desarrolla aisladamente, respecto al resto de la nación, tanto al escoger el lugar de residencia como las instituciones de enseñanza que frecuentan, o aún en cuanto a la situación económica personal, el consumo de productos culturales o de la práctica política. Este creciente aislamiento se acompaña de una gran ignorancia de las condiciones reales en las cuales vive el resto de la población del país en el cual su poder ejerce, sin embargo, tan vasto control.
William Deresiewicz, profesor de la Universidad de Yale, critica en su libro Excellent Sheep[58] a las universidades estadounidenses de prestigio, especialmente por el proceso de selección de los futuros alumnos. Esas universidades incitan a miles de jóvenes de todos los medios para que presenten su candidatura, cuando en realidad lo que buscan es estudiantes de un perfil bien definido. El sistema de admisión parece asentarse sobre el mérito, pero no es así. Los criterios de selección están esencialmente calcados de las características de los niños de la clase media superior, jóvenes formados desde su infancia para triunfar e imponerse saltando los obstáculos. En cuanto a los niños de los más ricos, Deresiewicz precisa que pueden ser admitidos sin tener que “saltar” obstáculo alguno.
Una vez admitidos, las exigencias irán redoblándose y una vida de trabajo y rigor espera a los estudiantes, que son rápidamente llevados a aceptar, bajo la presión de una competencia fútil y carente de toda sospecha de humanismo, actividades acaparantes, costosas en tiempo y energía, como primera condición de su futura vida como líderes.
El mismo autor recuerda, esta vez en un artículo publicado en The American Scholar[59], que la forma de tratar a los estudiantes en esas instituciones superiores, de hecho los prepara a su futura posición social. En instituciones como la Universidad Estatal de Cleveland, menos prestigiosas, los estudiantes son entrenados a ocupar posiciones intermediarias en el sistema de clases, en algún puesto de una oscura burocracia. Son condicionados así para una vida futura que no ofrecen muchas segundas oportunidades o posibilidades de avances, para vidas marcadas por la subordinación y ritmadas por la supervisión y los controles, balizadas por calendarios más que por líneas directivas flexibles. En instituciones como Yale, es a la inversa, evidentemente.
Más atento a los efectos de la concentración del capital y de la financiarización de la economía, Samir Amin prefiere hablar de plutocracia, el gobierno de los ricos, para los ricos y por los ricos. En un artículo publicado en la revista francesa Marianne, en septiembre 2008[60], Amin establece un lazo directo entre la centralización del capital y la deriva plutocrática que mina los fundamentos de la vida en sociedad. “El capitalismo de hoy día es otra cosa. Un puñado de oligopolios ocupan solos todas las posiciones dominantes de la gestión económica nacional y mundial. No se trata de oligopolios estrictamente financieros, sino de grupos en el seno de los cuales las actividades de producción de la industria, del agronegocio, del comercio, de los servicios y evidentemente las actividades financieras (dominantes en el sentido que el sistema está en su conjunto ‘financiarizado’, es decir dominado por las lógicas financieras), están estrechamente asociadas. Se trata de un “puñado” de grupos: una treintena de gigantescos, un millar de otros, no mucho más. En ese sentido, podemos hablar de plutocracia, incluso si este término puede inquietar aquellos que recuerdan el uso abusivo (de esta palabra) por los demagogos del fascismo
Esta plutocracia de grupos domina la mundialización existente, que por otra parte ella misma ha verdaderamente moldeado (por no decir fabricado) en función de sus únicos y estrictos intereses (…) comanda los mercados financieros mundializados y “determina la tasa de interés que le permite de efectuar a su beneficio una extracción masiva de la plusvalía producida por el trabajo social, como –en gran medida- las tasas de cambio que le convienen”.
El resto de la economía no tiene otra opción que seguir y ajustarse en permanencia a las estrategias desplegadas por la plutocracia. “Esta situación es algo nuevo, cualitativamente diferente de la que caracterizó el capitalismo histórico en las fases anteriores de su desarrollo. El mercado invocado por los economistas convencionales no existe más. Es una verdadera farsa”.
Finalmente, para Amin, y esto puede servir de conclusión a esta sección, la paradoja principal es que “opiniones que se piensan sinceramente democráticas no ven la contradicción flagrante entre la gestión del mundo por la plutocracia existente y los principios fundamentales de la democracia. De hecho, el nuevo capitalismo plutocrático de los oligopolios financiarizados es el enemigo de la democracia, aunque sea burguesa, que vacía de todo contenido. Esta desconstrucción de la democracia burguesa, en curso (actualmente), es proseguida de una manera totalmente sistemática por la clase política dirigente”.
Podemos pensar en el informe de la Comisión Trilateral titulado The Crisis of Democracy[61], escrito en 1975 por Samuel Huntington (Harvard), Joji Watanuki (Universidad Sofía, Tokio) y Michel Crozier (Centro de Sociología de las Organizaciones, Paris)
Caminante, no hay camino: se hace camino al andar[62]
La cuestión no es una salida para una crisis que se perpetúa, sino una “salida civilizada” del sistema económico que la genera. El impase económico, la regresión social, el retroceso democrático y la deriva plutocrática no son finalmente que las manifestaciones de una “producción mercantil generalizada gangrenando hasta los fundamentos mismos del mundo”[63], todo esto en nombre del credo que todo puede transformarse en moneda. El capitalismo evoluciona como si la sociedad no tuviera importancia alguna y que la forma que adquirió –esa de una cierta civilización del capitalismo industrial, fruto de las luchas sociales, que protegía un poco el pilar humano que la sustenta- no era finalmente más que un obstáculo anodino en la vía de la acumulación del capital.
¿Qué decir del otro pilar todavía menos considerado, el de la naturaleza? El capitalismo evoluciona como si el planeta no tuviera límites. Al desempleo endémico, a la precariedad, al debilitamiento de la protección social y a la abismal brecha de las desigualdades se agregan las rupturas de equilibrio de los ecosistemas, el agotamiento de ciertos recursos, el empobrecimiento marcado de la biodiversidad, la generación de todo tipo de contaminación en el contexto del recalentamiento del planeta.
Esta evolución es parte de la esencia misma del capitalismo y proviene de las dificultades que encuentra en la generación de ganancias, objetivo que actualmente ignora todo límite. Su motor es el proceso de restauración de la valorización del capital puesto en marcha para asegurar la supervivencia del sistema. De hecho, el capital “no existe como valor que al valorizarse, acumulándose así sin cesar por la producción de plusvalía. El dinero atesorado, las maquinas paradas, las mercancías no vendidas, en breve, los valores inmóviles no son capital”[64]. A lo sumo son valores en espera de convertirse en capital.
El problema con el cual choca el sistema no es resultante del ‘crash’ bursátil o de un impasse financiero en un país o un otro. Las causas del problema no son coyunturales.
Un modo de producción que se libera de la fuerza humana y del trabajo asalariado (trabajo vivo) pondrá también fin a la producción de valor, entrampando completamente el sistema capitalista en el impase constituido por demasiados medios de producción y de mercancías y una masa asalariada insuficiente y decreciente para absorberlas y realizar así, por medio del consumo, la reproducción del capital. Dicho de otra manera, demasiados valores con pocas posibilidades de realizarse en tanto que tal, por la disminución de la producción real de plusvalía a partir de la contracción de la masa de asalariados empleados.
Fuente de tensiones y crisis recurrentes, esta contradicción fundamental acaba de alcanzar su punto culminante con los enormes progresos de la robótica, que hace caducar la necesidad de lo que Zygmunt Bauman describía como el “casamiento siempre con dificultades pero sin posibilidad de divorcio” entre el capital y el trabajo asalariado ¿Hay necesidad de recordar que ese ‘casamiento’ era justamente el fundamento de la civilización del capitalismo industrial?
Esclavos perfectos, los robots y sistemas automatizados producen día y noche pero no consumen, reduciendo así las posibilidades de reproducir el capital por la ausencia de salarios que sostengan la demanda final. Y no son ciertamente las intervenciones de un Estado decidido a regular los mercados, a ‘domar’ el ‘negativo’ capital financiero y apoyar el ‘buen’ capital productivo lo que permitirá resolver la contradicción estructural fundamental: sobreacumulación/bajo consumo.
Las inyecciones masivas de dinero en la economía pueden dopar, estimular y acelerar un cierto tiempo la valorización y la acumulación de capital, pero no van a tener sino un débil y transitorio efecto en la economía real. La primera consideración que guía todo proyecto de inversión en la producción de bienes y servicios es estimar si habrá suficientes compradores y si podrán pagar el precio que permitirá el éxito del proyecto. La consideración del costo del dinero es en ese caso secundaria. En revancha, el costo del dinero es la consideración primordial en toda decisión en materia de especulación financiera, en particular cuando se trata de hace jugar el apalancamiento sobre los préstamos. Tales inyecciones de dinero no contribuyen más que a sustentar la especulación bursátil mundial y a hacer crecer la masa de productos derivados adosados sin ningún valor material. La explosión de los precios de las acciones bursátiles en los mercados mundiales testimonia elocuentemente del auge artificial creado por las medidas de relajamiento monetario. Esta masa de derivados, evaluada ya en más de diez veces el PIB mundial[65], corre el riesgo de evaporarse parcial o totalmente en el próximo ‘crash’ financiero, dejando en su lugar una economía real exangüe por la falta de una demanda final. Estamos lejos de la época en que, mediante los bancos, las cajas de ahorro y firmas de inversiones, el ahorro de los ciudadanos podía aún transformarse en progresos tecnológicos, crecimiento económico y en creación de nuevos empleos.
El sistema tampoco puede reproducirse de manera sustentable aumentando sin cesar una masa monstruosa de endeudamiento para contrarrestar el bajo consumo. La crisis del 2008, que fue el desplome de un castillo de cartas, nos da una buena indicación en ese sentido. No importa cuáles sean las estrategias adoptadas, esta contradicción fundamental, que acentúa la baja de las tasas de ganancia en el sector de la economía real, seguirá en pie y se agravará.
¿Es esta forma de capitalismo - que de hecho es la más perfeccionada por sus niveles de concentración del capital, por su grado de independencia respecto a las regulaciones y la amplitud de su ausencia de compromisos hacia los imperativos sociales-, susceptible de ser reformada? La respuesta es no. Los cambios en el modo de producción, la desestabilización en las relaciones de producción y la conversión del capitalismo industrial a la forma actual de capitalismo cierran todas las posibilidades de un retorno al pasado, o sea a un modo de producción basado en el trabajo asalariado masivo, fundamento del Estado del bienestar; las tentativas de los movimientos sociales y políticos de proponer tal salida equivale a proseguir un peligroso espejismo.
En septiembre de 2007, en un artículo titulado La sortie du capitalisme a deja comencé[66], que de hecho constituye su testamento, el filósofo André Gorz señalaba que, desde el punto de vista de la teoría marxista del valor, “la cuestión de la salida del capitalismo jamás ha sido de mayor actualidad. Esto se plantea en términos y con la urgencia de una nueva radicalidad. Por su desarrollo mismo, el capitalismo ha alcanzado tanto un límite interno como externo que es incapaz de superar y que lo convierte en un sistema que sobrevive gracias a subterfugios a la crisis de sus categorías fundamentales: el trabajo, el valor, el capital”, y añade que “la crisis del sistema se manifiesta tanto a nivel macroeconómico como en el plano microeconómico. Ella se explica principalmente por el radical cambio tecnocientífico que introdujo una ruptura en el desarrollo del capitalismo y arruina, por sus repercusiones, la base de su poder y su capacidad de reproducirse”.
Las sociedades capitalistas avanzadas han desarrollado el potencial social de los individuos. Ellas se muestran empero incapaces de reformarse para poder acogerlos. Bajo los ataques del neoliberalismo, asistimos a eso que Marx describió como la característica principal del período final del capitalismo industrial, o sea la pauperización masiva de una sociedad muy desarrollada socialmente y en la cual los individuos poseen un muy alto nivel de educación y cultura[67]. Es por otra parte importante recordar que a mediados del siglo 19 Marx ya describía los efectos contradictorios que provoca la automatización de la producción. Hemos incluido como anexo una de las partes de los Grundrisse en las cuales Marx avizora esas contradicciones (reducción de la mano de obra por el capital, posibilidades de liberación del tiempo para los trabajadores, transformación del conocimiento en fuerza productiva).
Esta incapacidad reinscribe en el orden del día la ruptura con el sistema actual y esta ruptura no podrá resumirse a cambios en el seno de los gobiernos o de algunas de sus políticas, y exige un cambio de civilización, como subraya el sociólogo español Andrés Piqueras: “Las soluciones se hallan, sin duda, fuera del sistema. Hay que tenerlo claro. No nos encontramos ante una crisis cíclica más, sino ante una crisis, como te decía, estructural y civilizatoria, la de la civilización que surge a finales del siglo XVIII y principios del XIX, y en la que estamos inmersos hoy. Esta crisis –económica, social, cultural y ecológica- puede que no sea la final del capitalismo, pero es evidente que el sistema capitalista que resulte de esta crisis será diferente del que conocemos hasta ahora. Y hay otra cuestión básica: cuanto más dure la fase declinante del capitalismo –que ya hemos comenzado-, más sufrimiento y más consecuencias negativas generará”[68]. En una entrevista acordada en 2008, el sociólogo Piqueras señala que “en la fase presente de ‘globocolonización’, el capitalismo necesita, cada vez más, la presencia militar directa, como en los tiempos más oscuros de la colonización. Por esta razón, se sirve del despliegue militar de Estados Unidos. Por otra parte le hace falta potenciar instituciones globales (Banco Mundial, FMI, ONU, G-8, UE, OMC, entre otras) que garanticen junto a los estados las condiciones generales de reproducción del capital”[69].
Esta fase de decadencia del capitalismo apunta a un largo y difícil período de transición y nada garantiza una salida feliz. El sociólogo estadounidense Immanuel Wallerstein lo describe en estos términos: “Tal período de transición tiene dos características que dominan la idea misma de una estrategia anti-sistema. La primera es que quienes tienen el poder del sistema existente dejarán de intentar preservarlo (porque está destinado a la autodestrucción); más vale intentarán maniobrar para que la transición conduzca a la construcción de un nuevo sistema que reproducirá los peores aspectos del actual: su jerarquía, sus privilegios y sus desigualdades. Todavía no recurren a un lenguaje que refleje la desaparición de las estructuras existentes, pero ya han puesto en marcha una estrategia fundada sobre tal hipótesis. Por supuesto, su campo no está unido, como está demostrado en el conflicto entre los susodichos tradicionalistas de centroderecha y los halcones militaristas de extrema derecha. Pero, sin embargo, trabajan duro para construir la base de apoyo a cambios que no serán cambios, sino un nuevo sistema tan malo que –o peor que- el existente. La segunda característica fundamental es que un período de transición sistémica es uno de incertitud profunda, en el cual es imposible saber cuáles serán los resultados. La historia no se pone de lado de unos u otros. Cada uno de nosotros puede influir sobre el futuro, pero no sabemos ni podremos saber como los otros actuarán con vistas a también afectarlo”[70].
Dejar el campo libre a las oligarquías en este período de transición es abrir las vías a soluciones que consagrarán el apartheid distributivo y el darwinismo social, sea bajo la forma de un fascismo moderno o de nuevo un régimen de servidumbre basado en una redistribución mínima de la riqueza social, según la fórmula de un ingreso universal. Tomándole prestado a una célebre emisión de la BBC, un Upstairs, Downstairs (Señores y sirvientes), pero a escala mundial.
Defender los intereses de las mayorías es aceptar una actuación en el marco de un movimiento multiforme de resistencia al capitalismo. Esta resistencia pasará por la oposición a la mercantilización de la naturaleza, del trabajo y del dinero, las tres mercancías ficticias[71] descritas por Polanyi, y por la primacía en el valor de uso (utilidad social) en vez del valor de cambio que es la regla en el capitalismo.
Es igualmente reconocer la inexistencia de un camino ya trazado, la inevitabilidad de un largo período de creación y de innovación social y la importancia crucial de reunir todos los vectores posibles del cambio, que está bien enraizados en sus medios sociales respectivos y forjados en las luchas contra las políticas neoliberales de estos últimos 30 años.
La meta que se quiere alcanzar es enraizar una dinámica radicalmente progresista en la sociedad, con vista a construir poco a poco una base social para una sociedad nueva y diferente, nacida de la reducción progresiva de la influencia de la economía y, por eso mismo, de la lógica mercantil sobre las actividades humanas.
Es por lo tanto aceptar comprometerse en un arbitraje continuo entre lo que puede concernir un acompañamiento del capitalismo en la ilusión de un capitalismo domesticado, por ejemplo un keynesianismo verde, y lo que releva de una resistencia activa al capitalismo y de una transición hacia una sociedad poscapitalista. Se puede pensar, entre otras, en las iniciativas que se oponen directamente al mercado, como en el caso de la “economía solidaria”, o aún en la oposición a la explotación abusiva de la naturaleza, como en el combate por un desarrollo sustentable.
Es construir esta dinámica sobre lo que ya existe, organizando la convergencia entre los movimientos, el obrero, el ambientalista, el de la defensa de género, el de los pueblos originarios, los pacifistas, los agricultores, los de la solidaridad internacional y otros, implicándose en las luchas defensivas, apuntando a la capacidad de auto-organización de la sociedad civil y trabajando imperativamente en la negociación para escoger los objetivos intermedios. Estos últimos servirán de referencias, de hitos, a todas las partes sociales involucradas en la dinámica, y en lo que solo puede ser un largo y nada fácil trayecto. Se tratará de una construcción paso a paso, puesto que el socialismo no es ni el hijo natural del capitalismo, ni tampoco el fruto espontaneo de sus contradicciones, y sobre todo no es la prolongación bajo una forma más racional y justa del proceso de acumulación capitalista.
Este trayecto será tanto más arduo que la llegada por el sistema a su límite interior y exterior, como avanzaba Gorz, se manifiesta en la intolerancia hacia toda desviación de las políticas neoliberales. La rigidez de las políticas de la Unión Europea manifestada en las crisis de Grecia, España, Portugal e Italia lo ilustran elocuentemente. El imperialismo neoliberal, bajo el eufemismo de mundialización, intenta también de luchar con todos los medios, comprendida la amenaza o el empleo de la fuerza militar, no importa qué tipo de “competencia socioeconómica”, como lo vemos en las políticas euro-estadounidenses de cercamiento de Rusia o de China. Para parafrasear al economista ítalo-estadounidense David Calleo, este imperialismo ha llegado al estadio de la hegemonía explotadora, la misma que caracterizó las etapas finales de los imperios de Holanda y Gran Bretaña, y que es indicadora de la decadencia de un sistema que sin embargo continuará existiendo, que podría aún reaccionar con violencia y que podría causar enormes daños, pero que a termino se mostrará incapaz de transformarse.
Es por eso que existe el riesgo de que se abra un período de “todos los peligros”, incluyendo el del ascenso del fascismo. La aspiración de protección social sigue viva en la sociedad y la impotencia actual del Estado para jugar su papel de hacer socialmente soportable los cambios económicos en curso abre ampliamente la puerta a toda suerte de explotación demagógica. La aspiración legítima a la protección social puede ser movilizada por no importa que corriente política o aspirante al poder. Combinada a las consideraciones étnicas o culturales, puede devenir un arma poderosa. Polanyi nos recuerda en ese sentido cómo el miedo puede llevar a que la gente confié el poder a los chantres de las soluciones fáciles, y eso sin importar cuál será el precio final a pagar[72].
Lo verdaderamente nuevo es todo eso que ha sido presentado, en estas últimas décadas, como superado y obsoleto en el análisis de la composición de clases en las sociedades capitalistas avanzadas. Recordemos que numerosos intelectuales respetados, en Estados Unidos y en Europa, inscribiéndose en la estrategia socialdemócrata de poner en segundo plano la existencia de clases en la sociedad y de ocultar así la noción misma de lucha de clases, escribieron volúmenes sobre el fin de las ideologías y de la sociedad dividida en clases (Daniel Bell en 1953), e incluso sobre el “fin de la Historia” (Francis Fukuyama en 1989). El neoliberalismo ha vuelto a poner, brutalmente, las cosas en orden, y revela el carácter ilusorio de esas tesis sobre la desaparición gradual de las fronteras entre las clases o aún más, la marcha hacia una sociedad sin clases, asociando las ventajas del capitalismo y del socialismo. La realidad cotidiana nos deja ver que no solamente las clases existen, sino que vamos camino hacia un choque entre dos categorías sociales, la del uno por ciento que posee la riqueza –y que según el multimillonario Warren Buffett está en tren de ganar esta lucha-, y el noventa y nueve por ciento que es víctima de la regresión social impuesta por la evolución del sistema.
Los actores del cambio social vendrán de ese 99%. No faltan puntos de apoyo en la sociedad civil para comenzar esta dinámica radicalmente progresista. Iniciativas de todo tipo ya existen y seguido tienen un alcance estratégico, en la medida en que pueden constituir las incubadoras de una configuración social y política diferente.
Entre estas últimas figuran, por ejemplo, grupos y asociaciones, e incluso partidos políticos que luchan contra el sistema de propiedad intelectual y el sistema de control y vigilancia social sin poner, empero, en tela de juicio el sistema capitalista en su totalidad. Asistimos igualmente a procesos de acercamiento, incluso de unificación, entre fuerzas de izquierda que reivindican el marxismo y organizaciones ecologistas que plantean el abandono del “productivismo” económico distintivo de la izquierda tradicional, y la adopción del “decrecimiento económico” y de la “ecología política”[73].
Tales emprendimientos son importantes para el desarrollo de la unidad de la izquierda en los países del capitalismo avanzado, y corresponden a eso que Gorz planteó, en 1998, cuando afirmaba que el proceso de la revolución social en la fase actual del capitalismo avanzado debería ser concebido “por una nueva izquierda que no puede ser otra cosa que una nueva extrema izquierda, pero plural, no dogmatica, transnacional, ecológica y portadora de un proyecto de civilización”.
Todo eso se produce en el contexto del nacimiento, en la etapa actual de la evolución del sistema, de relaciones de producción y de intercambio que no son mercantiles ni capitalistas. La sociedad es portadora de iniciativas económicas no capitalistas que son viables y pueden contribuir a una transformación radical. Las iniciativas de la economía social y solidaria en el terreno de los servicios y de la producción a pequeña escala son buenas ilustraciones. Esas iniciativas son importantes en más de un título, porque en primer lugar testimonian concretamente de las posibilidades de la propiedad social en una sociedad poscapitalista, y seguidamente, porque juegan un papel irreemplazable en la incubación de diferentes formas de asociación e interacción entre los actores sociales, sean empresas o comunidades concernidas, y porque son una poderosa contribución al desarrollo de líderes sociales en el seno de esas mismas comunidades.
Otras iniciativas están relacionadas a las nuevas tecnologías en el marco de la economía del conocimiento o del saber. Las nuevas tecnologías y el conocimiento están indisolublemente ligadas, pero el conocimiento es parte intrínseca del patrimonio común, es el producto de la “inteligencia social” de que hablaba Marx. Y su apropiación por las empresas y los monopolios, vía la “protección de la propiedad intelectual”, está suscitando protestas en todo el mundo, que en muchos casos se manifiestan en la creación de relaciones de producción inéditos. Esas relaciones de producción se fundan en la participación libre y abierta de los pares, así como sobre la evaluación colectiva para producir valores de uso, y más precisamente, en el caso de la informática, de códigos abiertos y de programas informáticos de libre acceso. La distinción entre productores y consumidores, o utilizadores de los contenidos, se borra en ese proceso hibrido y continuo de producción colectiva de contenidos por los utilizadores, que es designado ahora por el neologismo produsuario (producción y uso). En este caso se trata de un cambio significativo, puesto que “salir del capitalismo significa igualmente pensar más allá de la separación y de la significación de los roles sociales de los individuos en productores y consumidores. Esta separación, que remonta a la formación de una clase obrera obligada a recurrir al mercado para producir (trabajar) y subsistir (consumir), a marcado profundamente el siglo 20, la formación de la más numerosa clase de trabajadores, los asalariados obligados al subconsumo”[74].
En otras experiencias, la expropiación de las nuevas tecnologías permite revivir las relaciones viables y variadas de organizaciones comunitarias en los talleres de producción, como la promovida por el Center for New York[75]. Para el teórico Michel Bauwens, promotor de la producción entre pares (P2P), todo esto constituye “un nuevo ‘proto’ modo de producción” basado en formas de organización colaborativas y distributivas. Está desarrollándose dentro del capitalismo, como Marx argumentaba, de que las primeras formas de capitalismo comercial y fabril se gestaron y desarrollaron dentro del orden feudal. En otras palabras, el cambio de sistema está de nuevo en la agenda pero de una forma no anticipada, no como alternativa socialista, sino como alternativa basada en los comunes”[76].
Bauwens señala que se apoya en el conocido prefacio de Marx a la Contribución a la crítica de la economía política para indicar que, como históricamente sucedió con los “protomodos” de producción capitalistas en la sociedad feudal, que hoy día las nuevas formas de producción coexisten con el modo dominante, y al comienzo de este proceso pueden temporalmente reforzarlo, para terminan por destruirlo.
En realidad, estamos asistiendo al nacimiento de nuevas relaciones de producción y de cambio, donde el trabajo y el producto están fuera del marco de la propiedad privada de los medios de producción, pero esto es algo por ahora limitado y periférico a la producción en gran escala, y sabemos que es la gran producción de las principales ramas de la economía que determina las características del sistema.
La estrategia de transformación social debe, pues, marchar sobre las dos piernas de la acción política pública y de la auto-organización ciudadana. Sin caer en el estatismo, y conscientes de la necesidad de cambiar las reglas del juego político e institucional para eliminar la tendencia de los representantes electos a “emanciparse” de sus electores, la planificación económica por los Estados deberá seguir siendo el gran objetivo, en el plano nacional, regional e internacional.
A los detractores de la planificación es necesario recordarles que la vía del neoliberalismo, del libre comercio, fue abierta y sigue mantenida abierta por el incremento enorme de un intervencionismo continuo, organizado y controlado a parte del centro del sistema. La economía del laissez-faire y su versión contemporánea es el producto de una acción deliberada del Estado. El laissez-faire y el neoliberalismo han sido y son el fruto de una minuciosa planificación. La cuestión que se debe plantear no es si la planificación es pertinente, sino la de ¿a quienes beneficia la planificación, y cómo?
Como ya lo subrayó Polanyi[77], la planificación no debería estar al servicio de una utopía universalista capitalista cuyo objetivo es imponer un modelo económico único a todas las sociedades, un tipo de gestión evidentemente favorable a las oligarquías. La planificación debería sobre todo responder a necesidades e imperativos necesariamente variados de las diferentes sociedades que componen nuestro mundo. De esta manera se podrá facilitar, respetando la diversidad de realidades, la solución de los problemas económicos, sociales y ecológicos que se plantean en cada una de las sociedades.
La intención sería, a través del comercio, de las relaciones de producción y de otros aspectos económicos y sociales, de llegar a una división internacional del trabajo que sea solidaria y fuera del marco capitalista.
Por otra parte, la posibilidad de una rápida degradación del Estado, particularmente en el marco de una grave crisis financiera que rápidamente deviene económica y política, impone el objetivo de la existencia de fuerzas progresistas suficientemente organizadas en el plano político y en situación de intervenir de manera coherente y eficaz, aunque más no sea que para prevenir que el actual sistema devenga una satrapía plutocrática.
Montreal, 9 de diciembre 2014.
- Alberto Rabilotta es un periodista argentino-canadiense, antiguo corresponsal en Canadá de las agencias Prensa Latina (PL), Agencia Latinoamericana de Servicios Especiales de Información (ALASEI) y Notimex (NTX).
Michel Agnaïeff es un antiguo dirigente sindical quebequense y ex presidente de la Comisión Canadiense para la UNESCO.
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