El agua envenenada
Adolfo Sánchez Rebolledo
L
a semana pasada leímos con estupefacción la denuncia del sindicato de mineros acerca del derrame de 40 mil metros cúbicos de sustancias tóxicas en los ríos Bacanuchi y Sonora desde la mina Buena Vista del Cobre, propiedad del Grupo México, la empresa que ha ganado presencia y notoriedad en los medios por otros desastres, como el ocurrido hace años en Pasta de Conchos, así como por la pugna permanente sostenida contra la organización que representa y defiende los intereses legales y profesionales de sus trabajadores.
Una vez más, ante los hechos que afectan el medio ambiente, la salud y las condiciones de vida de siete municipios que reciben el agua envenenada, la empresa no sólo mintió en cuanto a las causas del problema sino que ha venido incumpliendo los compromisos de ayuda pronta y eficaz, como el de dotar de agua potable a la población que ve cómo la mancha anaranjada del ácido sulfúrico diluida en el río prosigue su carrera letal. A ese incidente, el sindicato lo ha definido como
un homicidio industrial, una expresión terrible que viene a definir los extremos de un modo de ser de la minería bajo el imperio de la impunidad y la falta de controles con que ésta se conduce en una época de saqueo irresponsable de los recursos nacionales. Son cada vez más frecuentes las quejas hacia la extracción minera que no mira por la integridad de las regiones, asoladas por el apetito extractivo de los capitales nacionales y foráneos, legales e ilícitos, invertidos en dichos proyectos.
Mucho menos toman en cuenta los intereses de las comunidades que a cambio de minúsculas concesiones se ven despojadas de sus tierras y obligadas a abandonarlas en aras de una supuesta modernidad que no las salva de la pobreza pero sí las hunde un poco más en la marginalidad. La depredación adquiere proporciones inimaginables si pensamos sólo en la fuga de mineral extraído para comerciarse ilegalmente a través de puertos de altura como Lázaro Cárdenas y al mismo tiempo recordamos las condiciones miserables en las que sobreviven los
poceros, sujetos al capricho de los grupos de poder, incluyendo a la delincuencia organizada, que es una suerte de mano invisible en esos mercados. Así, tanto en la industria formal como en los circuitos ilegales la minería crece sin que la supuesta regulación del Estado signifique mayor rigor en cuanto a la conservación del medio ambiente ni mejoría notoria para aquellos que extraen la riqueza con la cual se consolidan enormes ganancias para algunos de los propietarios mejor posicionados en el entramado político y económico, como es el caso del señor Larrea, al que el sindicato ha denunciado por ser la cabeza del Grupo Mexico, que es el que tiene la mayor propiedad de terreno nacional, y una amplia cartilla de irregularidades que se expresan en la intención de aniquilar toda resistencia sindical.
Como es natural, en Sonora cunde la insatisfacción por la falta de contundencia de las autoridades federales. Es evidente que la voluntad de ir al fondo para darle a la empresa un
castigo ejemplarno es la primera opción para autoridades acostumbradas a lidiar con los desastres industriales bajo el esquema de un sistema de multas que los infractores aceptan como un mal menor, pues no los compromete seriamente a reorientar sus actividades en una perspectiva sustentable y acotada por el máximo respeto a los derechos humanos de las comunidades y de los trabajadores que laboran en sus empresas.
Si las expectativas de vigilancia y fiscalización sobre las esperadas inversiones en materia petrolera van a ser semejantes a las que rigen en la minería actual, ya podemos suponer lo que ocurrirá cuando el espíritu de lucro, ahora justificado por la reforma, se imponga para darle vía libre a capitalistas sedientos de hacer fortuna, aun cuando se lleven entre las patas comunidades, regiones, trabajadores, es decir, los que habitan el suelo pero ya no valen.
En cuanto a la tragedia de Sonora, cabe esperar que en las próximas horas los análisis del agua nos den un panorama menos sombrío, por el bien de la gente que sufre las consecuencias directas de este homicio industrial, pero es indispensable, en primer lugar, que el gobierno federal asuma su responsabilidad cuestionando en serio, como no lo hicieron ni Fox ni Calderón, la prepotencia impune del señor Larrea.