Tres tesis sobre las coyunturas actuales de la competencia imperialista
Crisis e imperialismo
Gegenstandpunkt
1. El negocio capitalista mundial después de seis años y medio de crisis financiera
Es que cierto logro no se les puede impugnar a las potencias económicas mundiales, los EE UU y la UE: generando y concediendo crédito por decisión soberana en cantidades ilimitadas han conseguido detener la desvalorización de deudas bancarias y de sus propias deudas soberanas, rescatar su solvencia y la de su economía, y apoderar a la banca a retomar sus actividades especulativas. Han puesto en circulación una masa inmensa de recursos líquidos que ni se derivan de una acumulación de capital, ni se emplean para crear “un crecimiento sostenido”; recursos que por lo tanto no están ni pueden ser justificados económicamente, que no representan más que simples déficits públicos y que tienen su valor únicamente por disposición estatal. Con tal empleo de su fuerza, las grandes potencias capitalistas sostienen la economía mundial: financian por decreto la marcha del capitalismo mundial.
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En el séptimo año de la gran crisis financiera vuelven a escucharse noticias prometedoras: los centros de la economía mundial, los EE UU y la UE –aquí incluso los más débiles de los países del euro–, por fin vuelven a registrar cierto crecimiento económico. Y la crisis de la deuda soberana europea también parece superada: hasta Grecia consigue vender en el mercado bonos a intereses aceptables. El mismo peso como las buenas noticias, no obstante, lo tienen las reservas que acompañan todos los éxitos comunicados. En el centro de las reflexiones críticas figura el reparo de que todos los avances positivos se deben únicamente a los bancos centrales en EE UU, Europa y Japón con su política del dinero “barato”, emitido en abundancia y prácticamente sin intereses. Así que se considera bueno que los títulos recientemente aún calificados de “bonos basura” vuelvan a despertar el interés de los especuladores. Pero la única razón para ello es la abundancia de dinero barato que no encuentra mejores alternativas de inversión; y las que se aprovechan solo se califican de buenas porque el Federal Reserve compra enormes cantidades de bonos del estado, y porque el Banco Central Europeo a su vez reconoce todos los bonos del Tesoro en euros como válidas garantías y promete comprarlos en cantidades ilimitadas; y esto es a su vez malo. Positivas salen las noticias que emiten los mercados de valores donde las cotizaciones van a la alza, indicando crecimiento; el hecho de que lo hagan solo debido a la superabundancia de liquidez en el mercado y a los bajísimos tipos de interés, no es nada bueno, incluso despierta temores ante nuevas burbujas, que algunos escépticos ya ven creciendo en los sectores inmobiliarios alemán y estadounidense. Que no se haga notar la temida inflación pronosticada como consecuencia del incremento de dinero por parte de los grandes bancos emisores, esto al menos es una buena noticia; tanto peor es que no se registre prácticamente ninguna subida de precios, por lo cual quizá estemos ante una deflación, una caída de precios que, según se explica al público, es peligrosa porque inicia una espiral descendente sin freno donde se refuerzan mutuamente una actitud moderada en las compras, debido a que se especula con una caída de precios, y precios que realmente caen. Etcétera.
Lo que los expertos registran como un desarrollo positivo con aspectos negativos más o menos graves, tanto una superación de la crisis con riesgos aún existentes como una perduración de la crisis con prometedores rayos de esperanza, revela mucho sobre la situación contradictoria a la que los capitalistas financieros y políticos de finanzas han llevado su capitalismo global. De hecho, no es que haya carencia de aquel tododecisivo recurso vital de la economía capitalista mundial: el crédito, siempre accesible para operaciones de préstamo de toda clase, está disponible en abundancia. Su fuente, no obstante, y este es el problema, son los bancos emisores estatales –y no los bancos comerciales, que en tiempos normales generan crédito a base de los negocios capitalistas que gestionan, financiando así la acumulación capitalista y obteniendo del éxito de la misma nuevos medios financieros dispuestos para continuar el acrecimiento de la acumulación, círculo que les hace crecer a los bancos mismos–. Los bancos emisores de las grandes potencias económicas no cumplen su tarea normal de acreditar, garantizar y respaldar la generación autónoma de crédito y dinero crediticio genuina del sector financiero procediendo a refinanciar parte de ella por medio de dinero de curso legal, confirmando así su carácter de negocio impecable y actividad económica políticamente deseada. En lugar de eso, hacen las veces de los generadores de crédito privados (los que se abstienen por motivos económicos) y se encargan de suministrar dinero a la economía, porque esta sin este no funciona. La sobreabundancia de liquidez producida por los bancos centrales de los EE UU, de la UE y del Japón, es el sustituto –considerado oficialmente imprescindible y con clara autorización oficial– de aquel crédito que normalmente genera la banca, pero que de momento no, porque ella manifiestamente no ve ninguna posibilidad de impulsar con él crecimiento alguno que lo justifique económicamente. Con lo cual queda claro que el uso que se está haciendo de esta tremenda cantidad de dinero creado en los grandes bancos centrales no cumple de ninguna manera con el criterio de crecimiento capitalista. No surge un “crecimiento sostenido” que hiciera superflua dicha emisión de dinero de los bancos emisores o que la redujera a la medida normal en su relación reglamentada con las actividades de los bancos. Tampoco consiguen estimular dicho crecimiento, el sabido círculo productivo de generar crédito y valorizar capital, los competentes guardianes del dinero, que detectan la razón para su carencia donde ellos disponen de herramientas de intervención, a saber el precio y la cantidad de dinero a prestar: los tipos de interés son prácticamente cero, la cantidad de dinero accesible tiene dimensiones no restringidas, y no obstante “el crecimiento no arranca”.
Lo que sí “arranca” gracias a los intereses mínimos y la inmensa cuantía de dinero del banco central son negocios de otro tipo: aquellos que consisten en hacer acrecentar dinero y enriquecerse sin que haya crecimiento capitalista.
Forma parte de estos negocios el ya mencionado auge en los mercados de valores, que no refleja un crecimiento general de las empresas cotizadas en las bolsas, sino un apuro general: la falta de mejores oportunidades de inversión para la liquidez existente, y el dinero a tan bajo precio. Lo que aumenta, no es más que el valor del capital ficticio (el mero representante de las empresas en las bolsas); este aumenta exclusivamente por la demanda especulativa hacia este tipo de inversiones, y solo debido a que estas inversiones en efecto hacen que aumenten los precios. Un caso ejemplar es la carrera de una plataforma virtual para la autoprostitución de las masas y la recreación de una comunicación rudimentaria, que se ha convertido en una empresa cuyo valor bursátil supera el de establecidas firmas automovilísticas; y eso debido a un modelo empresarial –comercializar los datos de sus clientes y ofrecer el acceso de estos datos a firmas que esperan incrementar sus ventas haciendo uso de publicidad individualizada y cerca del cliente– que de por sí da más bien testimonio de los apuros de la competencia empresarial por cada comprador individual que índice de un crecimiento del poder adquisitivo y de mercados en expansión. Mucho dinero también se invierte en adquisiciones de empresas y en fusiones; el negocio con la organización de tales actividades supuestamente está proporcionando mayores ganancias que en años anteriores a los gestores de los correspondientes servicios financieros. Con este tipo de inversiones, las empresas no crecen mediante la acumulación, ni mucho menos como parte activa de un acrecentamiento general del capital en funciones, sino mediante la fusión de capitales ya existentes; y cuando este tipo de crecimiento por vías de centralización se pone de moda, se manifiesta que empresas acostumbradas al éxito, con su dinero líquido y el crédito que gozan, no encuentran oportunidades para enriquecerse aprovechando crecientes actividades económicas por vías de una acumulación propia. Están luchando por salvar sus bienes de la inactividad capitalista; y esta lucha es su manejo ofensivo en una situación de superacumulación general del capital. En comparación a estas últimas actividades hasta parece serio y de gran porvenir el nuevo auge de gas natural y petróleo en los EE UU: la impetuosa expansión del negocio con la explotación de nuevas fuentes de energía mediante la tecnología del fracking. De hecho, la oportunidad de ganar dinero en este sector se aprovecha enseguida y a tan gran escala que la oferta del recurso energético extraído aumenta más rápidamente que la venta, la que se pretende realizar en el resto del mundo, sin miramientos a que este ya está bastante bien abastecido, y a que hasta ahora y en un futuro cercano faltan las vías de transporte necesarias. La consecuente caída del precio frustra inmediatamente algún que otro cálculo y arruina a un buen número de inversores. No se trata tampoco de un crecimiento precisamente sostenido si la especulación, nada más arrancada, sobrecarga y asfixia el negocio al que especulan.
Algo parecido también ha sucedido en el negocio con los así llamados mercados emergentes. En su búsqueda por investments rentables, los inversores de dinero pasaron algún tiempo valiéndose de las naciones “emergentes” con economías en vías de convertirse en capitalismo real –la India, Brasil, Indonesia, Suráfrica...– como suministradoras de crecimiento capitalista, colocando allí tanto crédito que el valor de las monedas de estas naciones subió tanto que puso en peligro el negocio de éstas con la exportación; hizo eco la crítica de que en su lucha por cuotas de mercado mundial las grandes potencias en crisis habían abierto una “carrera por la devaluación monetaria” y una “guerra de divisas”. Entretanto se ha retirado tanto capital especulativo de aquellos países que estos ya lamentan una recesión y una caída del valor de la moneda nacional. La razón que se alega para ello es que se espera un cambio en la política monetaria del banco central estadounidense, a saber una reducción y paulatina extinción de la compra de bonos sobre todo del Tesoro –hasta entonces en una dimensión de 85 mil millones de dólares al mes–, y además una cuidadosa subida de los tipos de interés del Federal Reserve por encima de la marca del cero por ciento. Y esto dice mucho sobre el cálculo que antes predominaba y el que ahora predomina en la comunidad internacional de los inversores. Al parecer, lo decisivo para la especulación con el crecimiento capitalista en la periferia de la economía mundial no era la confianza en un sostenible y duradero auge en aquellos países, sino más bien la desproporción entre los medios de inversión disponibles –o sea de bienes monetarios que precisan valorizarse para seguir representando capital-dinero– y una falta de oportunidades de valorización en los centros de la economía mundial. En consecuencia, lo que registraba crecimiento en los países emergentes y lo que aprovechaban los especuladores no era tanto la actividad económica en estos países (aunque esta, motivo de alegría para los responsables, de hecho aumentó), sino la valoración de los investments que debía su subida a las inversiones especulativas mismas. Esta especulación se interrumpe, y con ella el auge en los países invadidos, en cuanto se prevén los más mínimos indicios de un rédito digno de mención para inversiones en títulos financieros de las potencias mundiales del capital. No puede ser, empero, la dimensión del rédito esperado lo que hace que los inversores retiren su capital-dinero acrecentado. Lo que distingue las inversiones financieras en los EE UU, los países del euro y los demás estados capitalistas de categoría, sigue siendo no un abundante rendimiento de intereses, sino la calidad de sus emisores: la seguridad ante el vaivén especulativo que el crédito y el dinero crediticio de los países del dinero mundial prometen al menos en mayor grado que todos los demás. Para los inversores al parecer el auge ya lleva tiempo suficiente; aspectos de seguridad les dan motivo a preocupaciones de que podrían llegar o ya haber llegado a crear una “burbuja”; y muy pronto la profecía tiene como consecuencia su propio cumplimiento: el crecimiento revela siendo una exageración –y la acumulación, una superacumulación– en la medida en que los inversores salvan su capital de las consecuencias.
Por consiguiente cuentan con encontrar la seguridad para su capital-dinero en los bonos de aquellos estados cuyos bancos centrales emiten el recurso comercial que se usa a nivel mundial. Son mayoritariamente este tipo de títulos los que absorben la sobreabundante liquidez, hasta se compran bonos de países de la eurozona que hasta hace poco estaban prácticamente en bancarrota y cuyos “bonos basura” durante un tiempo estuvieron poniendo en peligro la solvencia financiera de bancos con demasiados de estos títulos acumulados en sus libros. Y esto sin que hubiera mejoras esenciales en la situación económica de los emisores; ninguno de los países registra auge alguno, ni mucho menos uno en una medida que pudiera justificar la crecida y creciente deuda pública con un crecimiento apropiado del capital nacional. Estas deudas solo defienden su cualidad de capital-dinero en proceso de valorización y con ella su valor, según se escucha en las noticias, porque los competentes bancos centrales lo garantizan con sus intervenciones en el mercado de obligaciones y a través de su garantía de compra, encargándose de un buen volumen de ventas mediante su política del dinero abundante y barato. De esta manera los estados con establecida moneda mundial convierten sus propias deudas de modo directo en capital-dinero, a saber haciendo que su banco central las recompre o las endose y les dé así su reconocimiento como capital-dinero, figurando por último los estados mismos como sus propios acreedores; en este mismo acto justifican la emisión de medios de pago por parte de su banco central, ya que éste para el caso ha llegado a adquirir o endosar deudas públicas ya reconocidas por él mismo como capital-dinero. Sin justificación económica alguna, únicamente por el empleo de su soberanía monetaria, los estados se dotan de recursos financieros; y surten al negocio financiero de títulos de valor y mucho dinero barato para que lo invierta en estos investments; por puro decreto, pues, están financiando tanto las enormes deudas suyas como a la vez el sector crediticio, incapaz éste de continuar de otra manera su actividad normal, el círculo de generar crédito y valorizar capital. Los institutos financieros por su parte, que siguen sin registrar un auge que comprobara la dignidad de crédito de sus deudores estatales de acuerdo a los acostumbrados criterios de su especulación, se enganchan en la autofinanciación circular de los estados con establecido dinero mundial, reconociendo con tal práctica la autoridad estatal como fundamento de su negocio, como sustituto idóneo de un crecimiento capitalista, propio de la actividad de empresas privadas, y precario hasta la fecha. Mientras perdure esta situación, aprovechan lo que el poder estatal les ofrece. Y cuando lo que cuenta es la autoridad de este último –la fiabilidad de la garantía soberana sobre el valor capitalista de deudas que económicamente son insostenibles–, los mercados financieros no dejan dudas con respecto a la jerarquía de las potencias capitalistas.
Bajo esta crítica perspectiva, el interés de los especuladores se dirige (solo) al mayor y más potente de todos los países emergentes, China, que quizá ya haya dejado formar parte de esta categoría de países. Su “dinero del pueblo” cuenta como candidato –el único a nivel mundial– al ascenso al rango de una moneda mundial junto al dólar estadounidense, al euro, y hasta por encima del yen japonés. Así lo ven al menos los gerentes de los centros financieros establecidos en Europa, que compiten encarnizadamente entre sí por que Pekín los escoja como centro para la adquisición y comercialización de créditos en Renminbi (Frankfurt ha terminado ganando). Los comerciantes de dinero del mundo, al parecer, consideran llegada la hora para el inicio de tal negocio; ellos al menos están convencidos de que la moneda china debe su valor como fiable representante de la riqueza capitalista al volumen y las tasas de crecimiento de la valorización interna del capital, y que ya no deriva más de inversiones extranjeras y de su inmensa reserva en dólares. El hecho de que el Renminbi –a diferencia del euro y sobre todo del dólar estadounidense– diste mucho de inundar los mercados financieros mundiales en dimensiones ya ajenas al volumen de la economía nacional, y de pasar a dominar así el mercado monetario internacional, significa por lo visto para el comercio internacional de divisas que esta moneda aún “contiene mucho potencial” y que no caben dudas de que la especulación con un crecimiento mundial de mayores proporciones del capital-dinero chino rentará. Para este cálculo, empero, no importa solo el tamaño de la economía china, sino sobre todo el hecho universalmente advertido y tomado en consideración de que la dirección política china no acepta que el gobierno estadounidense se inmiscuya en su política monetaria, replicando a los correspondientes intentos de EE UU con la exhortación a que le ponga más cuidado al valor de sus treasuries (bonos del Tesoro): no es solo la fuerza del capitalismo chino lo que distingue la República Popular de los demás países emergentes, sino la soberanía con la que su gobierno lo domina.
El criterio de la fuerza política del deudor estatal y emisor de dinero es de suma importancia para los perspicaces especuladores en los mercados mundiales de dinero, no solo en tiempos de crisis. Solo porque siempre tiene validez, es que ahora este criterio se hace tan importante que hasta pasan al segundo plano la exigencia de un rédito aceptable y un crecimiento que justifique económicamente el endeudamiento del poder político que lo gobierna.
2. La competencia de las grandes potencias económicas mundiales por el dinero del mundo
Los gobiernos de las grandes potencias económicas saben que el rescate de parte suya de devaluadas deudas bancarias y dudosas deudas estatales mediante la generación estatal de todavía más crédito y la conversión de este crédito en liquidez por parte de su banco central representan medidas soberanas de emergencia contra la agravación descontrolada de la crisis; el hecho de que el sector financiero aproveche los créditos baratos de los bancos centrales para todo menos la financiación de un “auge sostenido”, no obstante, les inquieta. Ya que con la generación de liquidez pensaban no solo detener el colapso de su economía monetaria, sino bien impulsar un crecimiento capitalista que hiciera productiva la liquidez soberanamente creada, que justificara económicamente las deudas acumuladas en detrimento del presupuesto nacional y que reforzara así la validez de su respectiva moneda crediticia como materia indispensable del negocio mundial y representante de la con ella creada riqueza capitalista. Hacen del apremio de gestionar la crisis la virtud de la batalla en la competencia: contra el resto del mundo, pero sobre todo unas contra otras, las potencias mundiales del crédito en crisis pugnan por un crecimiento que testifique la productividad de la fuerza que aplican para que siga en marcha el capitalismo mundial.
Para ese fin Europa y EE UU tienen cada uno su respectiva estrategia:
- Los EE UU como emisores del recurso comercial empleado a nivel mundial están inundando el mundo con dólares “no cubiertos”, exigiéndole por lo tanto al mundo comercial que siga reconociendo su moneda crediticia como soporte de valor y siga usando sus deudas como capital-dinero, todo esto cuando a toda vista el crédito continúa desvalorizándose y las deudas estatales incrementándose sin fin. Anuncian que esta “política del dinero barato” continuará hasta que el número de parados haya caído debajo de un determinado nivel, poniendo así en claro la finalidad del asunto: se trata de reavivar el crecimiento económico nacional, y esto de tal grado que el crédito vuelva a generarse y valorizarse “por sí solo”, o sea por el interés propio de las empresas privadas. Una política de “re-industrialización” del país y de renovación del negocio energético va destinada a recuperar el dominio americano sobre el mercado mundial. A fin de reorientar el negocio mundial al provecho nacional, el gobierno está promoviendo además su política de “asociación” a nivel transpacífico y transatlántico. Apuesta por que la inundación del mundo con dinero crediticio estadounidense finalmente resulte en su empleo rentable por parte del capital-dinero norteamericano.
- Alemania como potencia económica líder de la eurozona y “campeona mundial de exportación” combina la multiplicación improductiva de deudas y liquidez en euros debida a la crisis con una rigurosa batalla en la competencia por justificar económicamente el crédito generado y la incuestionable solidez de la moneda que lo representa. Su recurso en esta batalla son sus exportaciones exitosas, que afirma haber conseguido mayoritariamente en el mercado mundial, fuera de la eurozona; con este éxito la nación reclama ser el modelo ejemplar a la que corresponde definir las normas para sus socios, o sea imponer a nivel europeo la postura y con ello el estatus de lugar privilegiado de inversión en la competencia por el capital del mundo. Con su batalla política por equilibrios presupuestarios y contra la generación de crédito improductivo de parte de sus socios europeos, el Gobierno alemán pone en claro qué importancia vital reviste para él el poder de la moneda crediticia supranacional.
Para las potencias económicas mundiales de ambos lados del Atlántico, el arma decisiva en su lucha por la justificación económica del crédito, que multiplican y mantienen en vigor por decreto soberano, y por la validez mundial de su dinero crediticio está en su potencia de decretarles a otros soberanos de rango las condiciones que tienen que acatar frente a sus presupuestos nacionales y a la gerencia política de su economía nacional. En condiciones de crisis, la competencia de las naciones con moneda mundial resulta siendo una lucha de poder que se libra por el estatus de la reconocida potencia líder y la subordinación de las demás.
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Las grandes partidas negativas que ha producido la crisis financiera –la anulación de considerables cantidades de capital-dinero privado, los inmensos volúmenes de títulos más o menos carentes de valor conservados en bancos malos bajo dirección y garantía estatales, la multiplicación de la deuda soberana (en crecimiento en medida de los intereses vencidos aunque los ministros de hacienda consigan un saldo presupuestario primario), y sobre todo la búsqueda infructuosa de la banca de oportunidades de inversión que prometan un uso pasablemente exitoso del abundante crédito disponible–: ninguna de estas partidas negativas ha desaparecido solo porque sean contabilizadas correctamente y hayan dejado de ser objeto de interés público. La esperanza por una vuelta al crecimiento, que viene acompañando prácticamente desde su comienzo la obra destructiva de la crisis financiera, hasta ahora no se cumple. Es por eso que a los guardianes estatales de las monedas en las que se lleva a cabo la economía mundial, no les queda otro remedio: emitiendo dinero crediticio gratis y en cantidades inmensas, y garantizando además el valor de bonos del Tesoro, han de mantener en vigor la mentira fundacional del capital financiero, la ecuación deudas son capital-dinero, a pesar de que la crisis la está rebatiendo continuamente, y de garantizar que siga en marcha la economía monetaria mundial. Les toca entonces a ellos ponerse a sustituir el círculo productivo de estar generando y valorizando crédito, que la economía privada no pone en marcha, por su improductivo acto soberano.
Para los políticos de economía de las grandes potencias en crisis, sin embargo, eso no es ningún motivo para renunciar a aquella mentira fundacional que se deben a sí mismos en calidad de salvadores de su magnífico sistema económico: que todo lo que emiten por decreto como recursos financieros para que la economía mundial siga en marcha, al fin y al cabo también sea justificado económicamente – provocando en algún momento un crecimiento real en las actividades capitalistas. Es todo lo contrario: es precisamente porque hacen los fuertes en contra del “crecimiento débil” del capital nacional e internacional, generando crédito a su propia cuenta nacional y facilitando dinero crediticio en su respectiva moneda nacional, que insisten con más razón en que sus creaciones –al menos en mayor grado que las de los demás poderes soberanos– merecen ser reconocidas como fuente, resultado e intachable representante de una riqueza capitalista realmente creciente. El hecho de que el empleo de su soberanía monetaria sea improductivo en términos capitalistas, se traduce para los gerentes políticos en el imperativo de garantizar que el empleo que ellos hacen de su soberanía monetaria resulte en todo caso más productivo que el que consigan hacer sus rivales –sobre todo los rivales predominantes en la economía mundial–. Con sus políticas presupuestaria, de gestión del déficit, monetaria y económica, cada una de las grandes potencias pretende monopolizar a su favor las actividades económicas a nivel mundial para que sea el suyo el crédito nacional y el dinero crediticio que los protagonistas económicos utilizan por puro interés propio, considerándolos lo relativamente mejor y absolutamente más fiable que de momento existe en materia de capital-dinero a nivel mundial, y haciendo de ambos un uso productivo.
– En este sentido el gobierno alemán presenta su país como la nación líder de la UE y como incuestionable potencia ancla de la eurozona, trazando por un lado una clara línea divisoria entre Alemania y sus débiles vecinos. Proclamando un “equilibrio fiscal” como resultado de su cálculo presupuestario, pone en claro que al menos el gobierno alemán no hace deudas improductivas, que usa el euro únicamente para proyectos exitosos, y que por lo tanto no solo tiene derecho a pagar menos intereses que otros países de la eurozona para refinanciar sus deudas acumuladas, sino que a diferencia de éstos puede responder con éxito por sí solo del valor de sus deudas y de su euro. Lo mismo pretende demostrar con un balance positivo del comercio exterior, que contribuye considerablemente a la fuerza económica nacional manifestada en el presupuesto: no acepta que sus socios critiquen sus exportaciones exitosas, que, según dicen, la economía alemana habría conseguido a costa de ellos; cita el equilibrio intraeuropeo de su balance comercial como prueba de que no es la debilidad de sus competidores europeos, sino el éxito alemán en los mercados mundiales (sobre todo en China y en EE UU) lo que constituye el sólido fundamento de las cualidades del capitalismo alemán, de la nación como sede de inversión del capital mundial, y por consiguiente de su crédito y de su euro como dinero mundial. En este asunto, nadie olvida –los críticos alemanes de la política europea de Berlín no paran de insistir a voces en ello– que los déficits económicos de muchos países socios, y sobre todo del gran vecino francés, se saldan en el mismo euro, debilitando la moneda común. Es por eso que el gobierno alemán no se limita a demarcar ofensivamente sus éxitos nacionales de la “mala gestión económica” de otros miembros de la Unión. Recalca por el otro lado su firme voluntad de cuidar de la unidad de la eurozona; claro, siguiendo el “modelo alemán”. Con todo su poder proclama el éxito nacional de Alemania en la competencia y su equilibrio fiscal como prueba de que es posible lograrlo, y que por consiguiente también tiene que ser posible para los demás, afirmándolo así como norma obligatoria para el resto de la Unión. Exige superávits en las cuentas comerciales, sin complicarse la vida con reflexiones de cómo han de lograrse. Y en su calidad de imprescindible garante del valor de las deudas que los socios contraen y el BCE “monetiza” con tanta generosidad, insiste en equilibrios presupuestarios a toda costa. No hay apuros nacionales, ni mucho menos sociales, que justifiquen un déficit; desde la perspectiva de Berlín solo prueban irrefutablemente que los créditos gastados en ello son completamente improductivos. Hay que ahorrar, por muy evidente que esto resulte en una contracción económica en los países deudores. De este modo Alemania se distingue como la potencia líder de Europa, que no repara en empobrecer a sus vecinos, siempre y cuando que esto sirva (o mejor dicho: porque sirve, según los cálculos de Berlín) para recuperar la solidez económica del euro-crédito ya desgastado en exceso y la apreciación internacional de la moneda común emitida en tal abundancia. La prueba sobresaliente para un fiable fundamento capitalista de las deudas y de los euros, con los que Europa financia su supervivencia en la crisis, consiste al fin de cuentas en que Alemania se destaca lo suficientemente poderosa como para prescribir a sus socios de forma vinculante las condiciones para la política fiscal y económica, o sea para el empleo de la soberanía que estos ejercen sobre su respectivo capitalismo nacional.
– El gobierno estadounidense celebra las más recientes cifras de ventas de las empresas automovilísticas norteamericanas como prueba de que la economía nacional ha dejado atrás la crisis. Declara la explotación de nuevas fuentes de energía mediante la tecnología del fracking como el comienzo de un auge que pondrá patas arriba al mercado mundial de energía, volviendo a someterlo al control americano, y además como garante del éxito de la re-industrialización de los EE UU después de años de “exportación de puestos de trabajo” a China. Bien es verdad que una vuelta así a los éxitos del pasado lleva bastante tiempo en la agenda, o sea que en serio no se ha conseguido. Y cuando el Federal Reserve considera oportuno gastar ya no 85, pero sí más de 30 mil millones de dólares al mes para comprar hipotecas y bonos del Tesoro, siguiendo “inundando los mercados”, no ha terminado en absoluto el esfuerzo de poner deudas estatales y su conversión en capital-dinero realizado por parte del FED en lugar de la actividad de los agentes privados de generar créditos para el crecimiento, o sea que por lo visto no ha terminado en absoluto la crisis del capitalismo nacional. El gobierno, sin embargo, deduce de esta situación nada menos que la tarea de completar la recuperación interna con intervenciones en el curso de las actividades económicas a nivel mundial. Para su proyecto de una zona transpacífica de libre comercio (Trans-Pacific Partnership, TPP) incluyendo a muchas naciones, pero excluyendo a China hasta nuevo aviso, parte de la convicción de que habría oportunidades en esta región para mucho más comercio que reanimaría la coyuntura, pero que no se explota, o incluso se pierde a favor de China, mientras que los vecinos cercanos y lejanos de la República Popular no queden integrados en un exclusivo y vinculante acuerdo estratégico con los EE UU, un acuerdo que garantice todas las libertades para el potencial competitivo del capital americano; además habría, según esta convicción, más y mejores oportunidades de negocios en China, en caso de que –y solo en este caso– la República Popular se viera obligada a someterse en aras de sus propias relaciones comerciales al régimen del acuerdo transpacífico que va dirigido precisamente contra las particularidades y reservas chinas. Aún mayores dimensiones tiene la reorganización de las relaciones comerciales con la UE a la que aspiran los EE UU con su proyecto de la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión (T-TIP, por sus siglas en inglés). En él se plantea reconsiderar el conjunto de las reglamentaciones estatales capaces de perjudicar de alguna manera el poder competitivo y la libertad de competir del capital para crear de ambos lados del Atlántico Norte un campo de acción unitario para las empresas más poderosas y pujantes. Destaca dentro de este proyecto una oferta al bando europeo que impacta sobre todo en el gobierno alemán; al menos la canciller alemana le coge gusto a la idea: según ella se presenta (quizás por última vez) la gran oportunidad de que la UE y los EE UU cooperen en el proyecto de poner al resto del mundo ante la alternativa de “sumisión o exclusión”, dictando así para toda una época las condiciones para las actividades económicas del mundo (lo que ya no se consigue en la Organización Mundial del Comercio, OMC); y eso antes de que los países emergentes, que ya van creciendo preocupantemente rápido, le den vuelco a las relaciones de poder económicas, rehuyan el mando de la libertad de la competencia occidental o incluso empiecen a definir condiciones y prescripciones para las potencias económicas tradicionales. Compadreando con sus competidores de igual mentalidad, el gobierno estadounidense pretende crear un orden mundial para el comercio que someta el capitalismo mundial al régimen de las mayores y, por lo tanto, más eficientes empresas, orientándolo inevitablemete –esta es la premisa de EE UU– mucho más y de manera mucho más vinculante al provecho de la economía estadounidense. Nos abstenemos de decidir en qué medida la experiencia de la crisis habrá contribuido a este proyecto –los puntos en el programa de la proyectada “OTAN económica” en sí no son nada nuevos–; en todo caso el gobierno norteamericano parte de la convicción de que la perspectiva de un crecimiento general a nivel mundial, del que todos los participantes puedan beneficiarse en forma nacional, no basta para crear un canon de reglas que satisfaga a los EE UU. Para imponer tales condiciones comerciales a nivel mundial y para fijarlas de una manera que la crisis no las pueda afectar, considera necesario negociar acuerdos que precisan más que perspectivas prometedoras y habilidades diplomáticas. Las negociaciones con los estados del Pacífico y aún más con la UE son pruebas para el poder estadounidense de obligar a estados soberanos –a aquellos de categoría– a que acepten un régimen hecho a la medida de las necesidades nacionales de EE UU. La recompensa sería una sólida superación de la crisis que convertiría el crédito-dólar en una inversión para una “sostenida” acumulación capitalista a nivel mundial, y la deuda soberana de EE UU en capital-dinero absolutamente irrefutable. Lo que el proyecto requiere es la fuerza superior: suficiente como para comprometer al resto del mundo y sobre todo a los grandes aliados competidores a respetar el derecho estadounidense al éxito económico.
Resumiendo se ve que la esencia de la política anticrisis de ambas potencias que compiten por el liderazgo del capitalismo mundial, los EE UU y Alemania como centro de la eurozona, lleva ambas, cada una a su manera, a pasar al imperialismo: sacando la “conclusión” a partir de los apuros por superar económicamente “el crecimiento débil” de su capital y la ineficacia capitalista de su dinero crediticio, de que hay que quitar los obstáculos que, según su parecer decisivo, representan los demás soberanos con su mala gestión económica, y, a fin de cuentas, ejerciendo su soberanía sobre un trozo del capitalismo mundial reservado para el merecido éxito de la acumulación del capital representado en dólares o euros respectivamente. La voluntad política de aprovechar económicamente el mundo entero tiene que mostrarse capaz de extorsionar eficazmente el resto de los estados; no solo en la crisis, pero esto solo lo hace más esencial aún que sea capaz de ello en la crisis.
3. La batalla por el control de los estados soberanos del mundo o: novedades acerca de la amistad germano-americana
La rivalidad entre los EE UU como potencia líder de “Occidente” y Alemania como potencia líder de Europa y de la eurozona en particular obedece a su propia lógica, con y sin crisis financiera. Está caracterizada por contradicciones por ambas partes: por el lado americano está el fastidio de que Alemania como socio dócil resulte tan útil en la medida como este país es capaz de actuar como una potencia imperialista autónoma; por el lado alemán rige el interés complementario de aprovecharse funcionalmente del imperialismo americano –al cual apoya interesadamente en base de su reconocida superioridad– con el fin de obtener más competencias para la fijación de directrices imperialistas.
– Los EE UU sostienen su estatus como el guardián decisivo del orden económico mundial esencialmente identificando, definiendo y tratando debidamente a perturbadores del orden y a sujetos problemáticos. En este asunto y cuando emplean sus medios de fuerza para eliminar los obstáculos, persiguen siempre el fin superior de integrar a rivales, hacer útiles a socios, impresionar al resto y marginar al que se sustraiga. La cooperación de Alemania les importa particularmente, porque esta nación ha logrado conquistar, en la esfera más importante de influencia americana, el rango de una potencia reguladora por derecho propio, estando en la capacidad de frustrar eficazmente los intereses americanos, no solo en esta región, o, justamente por la misma razón, de apoyarlos de igual manera.
– Alemania tradicionalmente hace doble juego con el poder mundial americano: en su calidad de valioso aliado y potencia líder entre los aliados europeos de los EE UU, se aprovecha de las reglas de las relaciones interestatales impuestas por la fuerza para fijar su dominancia en Europa, basada en su potencia económica con la que realiza una conquista pacífica del continente, y, por igual, su influencia a nivel mundial; emprende así su ascenso al rango de competidor del poder económico mundial de EE UU y se mantiene a la vez interesadamente a distancia de las actividades y las exigencias de la potencia estratégica americana, cuya eficacia, al mismo tiempo, constituye la base imprescindible del imperialismo alemán.
La crisis económica agudiza para ambos bandos la contradicción entre la colaboración necesaria y la incompatibilidad acerca de las respectivas atribuciones de liderazgo, y con ello agudiza el antagonismo fundamental de los intereses entre los EE UU y Alemania. Este antagonismo se manifiesta y se convierte en objeto de la política –obedeciendo perfectamente la lógica imperialista– donde en casos particulares surgen cuestiones respecto del régimen de control sobre otros estados y, sobre todo, acerca del uso de la fuerza militar por su parte. La lista de estos casos no solo se va haciendo cada vez más larga; también los conflictos y las colisiones entre el fin y el método de la intervención americana y el afán de provecho y dominación de la potencia central de la UE se van haciendo cada vez más explosivos. En la crisis de Ucrania los EE UU se dedican a contener y debilitar a Rusia y, al mismo tiempo, a restablecer la perdida disciplina en la alianza transatlántica; Alemania precisa para la “ampliación” de su Europa hacia el este el respaldo del poder estratégico americano, e igualmente de que Rusia la tolere, y se esfuerza por salvar la autonomía de su imperialismo dependiente.[ * ]
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A quienes se hayan creído la sentencia de que el comercio pacífico es el contrario de la fuerza y el chantaje, que mercado es incompatible con lucha, y que las relaciones comerciales capitalistas son una obligación objetiva al entendimiento pacífico entre las naciones –o sean cuales fueren los ensalzamientos ideológicos de la milagrosa unidad de mercado y sociedad civil–, la política alemana respecto a Ucrania les abrirá los ojos. Pues el gobierno actual no solo reprocha a Rusia usar resueltamente el comercio con gas natural como arma política –sea cuando Rusia vende a precios rebajados que enredan al cliente ucranio en una dependencia política, sea cuando exige el pago de las deudas pendientes que ponen bajo presión a un régimen que no está a favor de Moscú–. El gobierno alemán mismo (en ello es portavoz de la UE en conjunto) declara abiertamente que las sanciones económicas son el recurso adecuado para castigar la integración de Crimea en la Federación Rusa –en la perspectiva occidental, una agresión militar o incluso bélica– y las revueltas y la guerra civil en el este de Ucrania, que se le imputan al Kremlin como intervención violenta, y para obligar a Putin a la retirada. Según afirma públicamente el gobierno alemán, justamente el gran volumen y la calidad de las relaciones comerciales germano-rusas le dan un arma excelente para causar al vecino malo más daño que una confrontación militar (que los notorios atizadores al parecer ya están tomando en consideración), y muchísimo más daño que la confrontación que de hecho ya se está llevando a cabo. Los efectos negativos para la propia economía se calculan como los sacrificios imprescindibles de una guerra; la política económica se hace cargo de minimizar los efectos perjudiciales y de elaborar respuestas estratégicas. Contrario a lo que afirman los atizadores profesionales de la opinión pública democrática y lo que recriminan los homólogos de la Europa del este a los estrategas de Berlín por su respuesta “civil” a la “invasión” rusa, la política oficial alemana no ve en su actuación señales de debilidad: lo que tiene a disposición en contra de Rusia, dice, tiene un potencial que su adversario no aguantará. Desistiendo de la hipocresía interesada que reside en este tipo de declaraciones: se pone en claro para qué sirven los negocios transfronterizos en manos de un poder estatal con ambiciones en la política mundial. El hecho de que tiene en ellos un instrumento para quebrantar la voluntad de soberanos ajenos, le resulta lo más normal del mundo, y no despierta ni los más mínimos escrúpulos; simplemente forma parte de los servicios que un capitalismo exitoso cede a la soberanía que con tanto éxito se ha puesto a su servicio. Alemania al menos ha conseguido conquistar por esta vía el rango de potencia líder de Europa; esta lección en todo caso, se la deben aprender los vecinos descontentos del este de la UE.
Quienes por el otro lado se hayan creído que la fuerza armada como instrumento para imponer exigencias nacionales contra naciones extranjeras sea de alguna manera ajena a la democracia, o que demócratas solo consideren emplearla como el último medio para el noble fin de liberar a pueblos oprimidos de sangrientos tiranos, habrán pasado (particularmente en las últimas décadas) pocos meses sin decepciones. La potencia líder del occidente libre y democrático al menos no conoce reparos en este asunto –menos en cuanto a la relación entre el problema autónomamente definido y el esfuerzo que considera oportuno–. Los EE UU tampoco hacen un gran secreto de sus operaciones secretas y de sus actividades subversivas, porque su interés en apropiadas relaciones de poder (que es a priori idéntico con los magníficos “valores occidentales”) justifica cualquier empleo de drones, cualquier provocación, aprovisionamiento y sacrificio de tropas ajenas y bandas, cualquier leading from behind y desde luego cualquier ataque aéreo con intención disuasiva; y porque quieren que el mundo lo sepa, para que esté consciente de ello.
Cuando a pesar de ello se lee en algunos comentarios alemanes sobre la crisis de Ucrania (también y particularmente en los oficiales) que el empleo de la fuerza armada para modificar el mapa político no solo es malo e inaceptable cuando lo hace el bando equivocado, sino una recaída en las felizmente superadas malas costumbres del siglo pasado con sus guerras mundiales, esto atestigua ciertamente y en primer lugar una parcialidad imperturbable que hace posible ver en cada provocador prorruso una vuelta del Ejército Rojo, y olvidar la importancia de los aviones de combate que la OTAN está trasladando ostensiblemente al Báltico y los navíos de guerra estadounidenses enviados al Mar del Norte, nada más tomados en cuenta. El término (acuñado con clara intención antirrusa) de la nueva era en la que las alteraciones de fronteras son cosas del pasado abarca un mensaje adicional: pone en claro que contra un adversario que se sirve de métodos de anteayer quizá solo ayuden los mismos instrumentos que las potencias avanzadas del siglo XXI curiosamente siguen teniendo en abundancia y que según el jefe de la OTAN no deben tirar a la basura, sino volver a multiplicar.
La mención contrafáctica de un cambio de era, que supuestamente ya ha dejado atrás el arsenal clásico del imperialismo, manifiesta además y sobre todo una posición política que el gobierno alemán defiende con gran esfuerzo: en una situación de confrontación con Rusia, que él mismo provocó pero que ha dejado de tener bajo control (sobre todo desde que su gran socio transatlántico la está agudizando), lucha por seguir con su imperialismo de una conquista pacífica, impulsada mediante la dominación económica del continente, y que pretende insertar los estados socios y una periferia cada vez más amplia en un orden jurídico vinculante que convierta Europa no solo en un mercado común, sino en un territorio coherente bajo una dominación esencialmente definida por Berlín. Esta razón europea de Alemania choca en Ucrania con que Rusia no está dispuesta a dejarse conquistar su propia zona de influencia política y económica; este es uno de los aspectos que el gobierno de Merkel realmente le toma a mal a su homólogo Putin. Pero Alemania sobre todo se ve confrontado por parte de EE UU y muchos estados socios del este de la UE con el programa de no solo seguir debilitando a Rusia, sino identificarla como adversario cuyo poder se tiene que neutralizar definitivamente y cuya influencia se tiene que eliminar irreversiblemente. Los EE UU y sus satélites de la OTAN en el este de la UE quieren poner Rusia ante la alternativa de o retirarse de Ucrania y Crimea inclusive –es decir de rendirse ante un Occidente que reclama como suya la periferia rusa– o ser aislada políticamente y eliminada como competidor respetable; para ello ya no se conforman con amenazar con la fuerza militar, sino que ya están orientando los restos del poder ucranio en Kiev hacia las confrontaciones venideras. Tal procedimiento ya no es aprovechable para la ampliación de la influencia germana –como lo ha sido tantas veces la militancia americana en el pasado–, o sea como una palanca de chantaje para ofertas alemanas que reorienten y restrinjan pacíficamente al bando contrario. Es incompatible con el imperialismo del siglo XXI de Berlín; y es ruinoso para toda la política europea y mundial de Alemania, porque la echa atrás al fundamento real y tácitamente aprovechado de su potencia civil al liderazgo que no tiene bajo su control. En este asunto la potencia mundial pone en claro que toda la fuerza de chantaje económica y la coacción no-militar que Alemania logre ejecutar sobre otros soberanos se basa en última instancia completamente en que las soberanías del mundo respeten el poder y la disposición de EE UU a la disuasión militar y al castigo disuasivo de comportamientos insubordinados cuando haga falta. Los EE UU confrontan Alemania con el hecho de que en última instancia solo puede realizar su imperialismo particular como socio de EE UU y promotor de su régimen militar en el que se basa el orden mundial.
A esto se enfrenta el gobierno alemán con toda fuerza. Demuestra absoluta conformidad con el castigo de Rusia protagonizado por EE UU y aprovecha cualquier oportunidad para insistir en que para él “una equidistancia hacia Rusia y EE UU” (que realmente nadie ha reivindicado) es absolutamente impensable; al mismo tiempo insiste en su camino de la negociación que mantiene abierta la oportunidad para Rusia de evitar “el aislamiento absoluto” avisado y realizado. No porque simpatizara tanto con Putin: se esfuerza por que “el caso Ucrania” no se convierta en una embarazosa confesión pública de cuánto el liderazgo alemán depende de las normas que establece la superpotencia occidental. Está luchando por defender la mentira fundacional de su imperialismo; y en esta lucha tiene al menos un “argumento” a su favor que Washington tampoco puede pasar por alto sin más: para que la reclamación estadounidense de que los estados del mundo sean orientados en provecho de EE UU –reclamación respaldada por un tremendo poder militar disuasivo– se haga realidad en forma de un orden comercial del mundo, universalmente reconocido y fiable, los EE UU precisan aliados –y que sean aliados fuertes– que no solo se dejen meter en “coaliciones de la voluntad” formadas ad hoc, sino que soporten de manera duradera y fiable la alternativa de “sumisión o marginación” que Washington pone de caso en caso al orden del día para reorientar a los elementos que se desvían. Ahora que el gobierno estadounidense pasa a anular, hasta en las relaciones con la nueva Rusia, el principio del acuerdo político a nivel mundial (principio que durante un tiempo quiso restablecer en la política exterior), necesita tanto más de aliados fuertes, y en Europa precisa la disposición de Alemania a la cooperación en este proyecto.
Es que con toda su “superpotencia”, el imperialismo estadounidense abarca el riesgo de socavar con su militancia sus propias condiciones de éxito. La causa por la que la fuerza de EE UU se hizo productiva para su política mundial reside no en última instancia en que ha impuesto condiciones al interés propio de los estados en las que restricciones iban unidas con oportunidades de éxito. Las confrontaciones que abría la potencia mundial de occidente siempre representaban al mismo tiempo una invitación extorsionista a otros soberanos de buscar un posicionamiento internacional para su poder al lado de EE UU, fortaleciendo así también el poder frente a su pueblo y definiéndose fiablemente como parte del mundo “occidental”. Y la capacidad estadounidense de definir, a base de este tipo de alianzas, las reglas para la competencia por la explotación capitalista del mundo –prácticamente a nivel mundial después de la rendición de la Unión Soviética con su sistema económico alternativo– tiene su fundamento y su fin en que los estados del mundo se encuentren obligados, pero también dispuestos a aprovechar y por lo tanto también a respetar estas reglas. Los EE UU mismos han empezado a desconfiar en estas reglas; cuando instan para llegar a acuerdos con socios seleccionados en los que pretenden establecer como norma general la desconsideración de los intereses de competidores más débiles, entonces anulan lo que era uno de los pilares de su éxito imperialista: un orden comercial del mundo en el que todos los estados no solo se encontraban sometidos, sino que se sometían por interés propio, colaborando en la imposición y el desarrollo del orden común. Cuando además los EE UU se esfuerzan por aprovechar el conjunto de las relaciones económicas entre estados soberanos que se establecieron a base de este orden comercial para perjudicar las soberanías molestas (y en los casos cada vez más numerosos y delicados desde Irán hasta Rusia ya no se trata de una lucha contra otro sistema, como en la Guerra Fría contra la Unión Soviética, sino de una resuelta interrupción de los negocios capitalistas entre participantes de la economía mundial capitalista que son útiles el uno para el otro), entonces destruyen directamente la fiabilidad de todos los convenios y reglas que precisa esta economía mundial. Y cuando finalmente intentan obligar a sus aliados más importantes, los grandes beneficiados del orden existente, a enemistades que resultan para estos socios en más o incluso la pura dependencia del poderío militar estadounidense y en la correspondiente sumisión, entonces ponen a poderes soberanos, cuya disposición a la cooperación necesitan más que nunca precisamente por distanciarse del orden mundial existente y para sus esfuerzos por un nuevo régimen sobre las soberanías del mundo, ante la necesidad de reconsiderar si (y no solo cómo) su propia razón de estado sigue siendo compatible con los intereses imperialistas de la potencia mundial.
La idea de que los aliados y por lo tanto también los grandes rivales y el resto de las soberanías del mundo en última instancia no tengan ninguna alternativa, es la mentira fundacional del imperialismo estadounidense. Desde luego, no hay dudas de que la sabrá defender (también en Kiev, sin que ningún ucranio se lo haya pedido).
Traducción del análisis de la edición GegenStandpunkt 2-14
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