Un país sin gobierno ni rumbo
Eric Nepomuceno
D
esde que asumió la presidencia de Brasil, en el primer día de 2019, el capitán retirado Jair Bolsonaro hizo de todo un poco, excepto gobernar. Mejor dicho: desde que asumió la presidencia Bolsonaro no dejó, por un solo día, de dar clarísimas muestras de que no tiene la más remota capacidad para ocupar el puesto a que fue llevado por los electores brasileños en octubre del año pasado.
Nada más típico de un ser no clasificado para la política –ética y moralmente– que lo que ocurrió durante el pasado carnaval. Abucheado en todas las calles de todas las ciudades del país, Bolsonaro difundió, en las redes sociales, una escena escatológica protagonizada por dos hombres. Fue un burdo intento de desmoralizar la fiesta brasileña, pero el resultado fue desastroso.
El video fue visto por al menos tres millones de personas y le llovieron críticas por todos lados. La ausencia absoluta de respeto confirmó que el capitán carece de los modales que se espera de un presidente. La repercusión en todo el mundo reforzó el enjuiciamiento a la inusitada iniciativa del mandatario, provocando reacciones no sólo en el gobierno sino también en el mercado financiero, con la valorización del dólar y la baja en la bolsa de valores.
Se observan quejas inclusive entre sus potenciales aliados en el Congreso, que piden al belicoso capitán que no sea tan agresivo con lo que publica en las redes sociales y mejor aproveche la popularidad de que todavía disfruta para ayudar a difundir las reformas consideradas esenciales e impopulares, principalmente la que se refiere a las pensiones y jubilaciones. Entre las muchas advertencias que llegaron al despacho presidencial una es la más preocupante: tal como andan las cosas, no habrá cómo alcanzar los votos necesarios para imponer esa reforma.
Peor aún, hay un sector del gobierno, en especial, que disfraza cada vez menos el malestar provocado por el presidente, que incluye también a sus tres hijos y algunos de sus ministros: el núcleo integrado por los militares.
Entre los más distintos niveles de la estructura del gobierno, hay 103 militares de alto rango distribuidos entre ministerios, gobiernos estatales, consejos de empresas de capital mixto, universidades y hasta hospitales. Y, claro, el vicepresidente también es un general, retirado, pero general.
Hubo palpable malestar cuando Jair Bolsonaro manifestó que la democracia es un favor que la sociedad le debe a las Fuerzas Armadas de Brasil. El principal vocero de los uniformados, el vicepresidente Antônio Hamilton Martins Mourão, trató de matizar las palabras del capitán presidente, pero el desastre ya estaba consolidado.
Los desatinos de los tres hijos de Bolsonaro han sido objeto de duras críticas de los militares, muchas de ellas cometidas en público. Para turbar aún más la atmósfera, proliferan comentarios y dudas concretas referentes a las relaciones entre los hijos presidenciales y las ‘milicias’ de Río, como son llamados los grupos de exterminio que dominan buena parte de la ciudad.
Por otra parte, el excéntrico ministro de Relaciones Exteriores, Ernesto Araújo –un diplomático de carrera discreta y sin calificación alguna para el puesto al que fue señalado por un astrólogo descerebrado transformado en guía intelectual de la familia Bolsonaro– ya fue públicamente puesto bajo la tutela de los militares.
Ha sido desautorizado un sinfín de veces por el vicepresidente, general Hamilton Mourão. Lo que muchos se preguntan luego de dos meses de desgobierno es cuándo esa tutela se extenderá a otros ministros y más aún hasta cuándo el mismo Bolsonaro.
La tensión es evidente, y las críticas se multiplican en los medios hegemónicos de comunicación, los mismos que dieron pleno respaldo al golpe institucional que destituyó a la presidenta Dilma Rousseff, al gobierno cleptómano de Michel Temer y a la elección del capitán. También la sacrosanta entidad llamada mercadose muestra cada día más reticente con relación al presidente.
Recluido en su núcleo familiar, frente a una colección de ministros que se turnan a la hora de producir estupideces de manera incesante, pasados 60 días en la presidencia Jair Bolsonaro asiste, impávido, a la lenta corrosión de su popularidad. Todavía dispone de apoyo, pero desde 1995 es el presidente brasileño con menor aprobación en los dos meses iniciales de mandato.
Entre los militares existe, además de profunda irritación, un temor creciente: que los desastres provocados por el capitán presidente los contaminen a punto de arrastrar su imagen junto a la opinión pública. También les preocupa la forma cada vez más veloz de la pérdida del capital político de que el presidente todavía disfruta, amenazando de manera decisiva los puntos considerados esenciales del programa de gobierno elaborado, en buena parte, por ellos.
La tensión entre los grupos identificables –el clan Bolsonaro y parte esencial de sus ministros, por un lado, y los militares y ministros considerados ‘pragmáticos’ por otro– se elevó rápidamente en las recientes semanas. Por coincidencia, se detectó en las redes sociales una sensible baja en el número de adhesiones de Bolsonaro.
No hay en el horizonte ninguna señal de que ese panorama cambie. ¿Hasta cuándo Brasil seguirá sin gobierno ni rumbo?
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