El ejemplo de las termitas
Guillermo Almeyra
C
omo se sabe, las hormigastermitas mediante su acción colectiva y coordinada pueden llegar a carcomer la estructura de una casa hasta tornarla inhabitable o provocar su derrumbe y cuando deben cruzar un río ancho y caudaloso se agrupan y forman una bola flotante para llegar a la orilla a costa del sacrificio de las hormigas exteriores que salvan así al resto de la colonia.
Salvo en circunstancias excepcionales (guerras, incendios, terremotos u otros desastres naturales) los seres humanos han perdido hace cientos de miles de años ese instinto de preservación y resguardo de la especie que tuvieron por millones de años los primeros homínidos y las pequeñas hordas de neandertales o cromañones.
Los clanes y las tribus fueron excluyentes y la civilización condujo después a la creación de estados cada vez más fuertes que, además, tenían interés en evitar que sus poblaciones se conocieran, se comunicaran y entremezclaran y, por el contrario, hacían de todo para convertir al vecino en enemigo potencial y esa cultura nefasta infectó hasta a las pequeñas comunidades vecinas.
Eso es lo que hace, por ejemplo, que los sonorenses no sientan como propios los problemas de los indígenas de Chiapas o del Istmo de Tehuantepec o incluso de Tamaulipas; o que todos deban librar en semiaislamiento una lucha contra un enemigo que tiene mil caras, pero que es común y único: el patrón, el capitalismo.
Por eso, para organizar a quienes la sociedad capitalista y la ideología dominante hacen de todo para mantener como individuos aislados y opuestos a sus semejantes, es necesario partir de lo local, donde la gente se conoce bien e interactúa y donde tiene más seguridad y confianza en sí misma.
Las luchas y las movilizaciones, como las de las mujeres mixes y zapotecas del Istmo de Tehuantepec que defienden su modo de vida y su territorio y se oponen por eso a los planes gubernamentales para la región que buscan transformarla en un dique de contención para los migrantes centroamericanos y sureños que le quitan el sueño a Donald Trump, unen a diversos grupos étnicos en un sólo haz; esas mujeres dejan de ser sólo zapotecas o mixtecas para considerarse indígenas que resisten en común. Eso refuerza su solidaridad, eleva su dignidad y conciencia, afirma la confianza en sí mismas de esas comunidades que aprenden que los planes que propone el Estado de sus explotadores no son inevitables ni los únicos posibles, pues, en determinadas condiciones sociales, es viable una alternativa. La organización de policías comunitarias y la coordinación de las mismas en la Montaña de Guerrero con independencia de la policía y de la justicia estatales, enseña también a todos que la forma verticalista y autoritaria asumida por el Estado en nuestro país puede ser remplazada por una democracia basada en decisiones de asambleas, con cuerpos ejecutivos controlados y revocables por las mismas en cualquier momento.
Hay que partir de las grietas del capitalismo, ensancharlas, sembrar en ellas, aplicar directamente soluciones a las pequeñas cosas, ocupando tierras baldías o improductivas, restructurando el territorio, organizando –en alianza con técnicos, maestros y sanitaristas– la distribución del agua, la enseñanza y la sanidad de modo que respondan a las necesidades de la comunidad. Hay que construir en común casas adecuadas y a prueba de desastres para quienes carecen de ellas.
El Estado central, con los impuestos indirectos, como el IVA, o directos que pagan todos menos las grandes empresas evasoras, deberá proveer los servicios esenciales que forman parte de los derechos humanos reconocidos por la ONU sin pretender imponer condiciones de vida que la población local organizada rechaza, ni restructurar el territorio de ésta en contra de su voluntad y de sus intereses.
En la administración local democrática, en la dirección asamblearia de los sindicatos o las comunidades, sin charros ni caudillos, es donde se adquiere confianza en la propia capacidad, se aprende a aprender lo necesario para ser ciudadano pleno, administrador, organizador y estadista. En ella se puede adquirir también el conocimiento de qué es el capitalismo y establecer alianzas para combatirlo.
Cambiando lo local, al crear poder popular se comienza a cambiar todo el país. Pero si la visión de los protagonistas de ese cambio no va más allá de su entorno, las relaciones de fuerza entre oprimidos y opresores y el gran capital no sufrirán modificaciones, ya que quienes mandan en el aparato estatal central y en la economía seguirán tratando a los demás como subordinados y súbditos.
Lo local no está separado de lo regional, de lo nacional ni de lo internacional. Es sólo la expresión particular, en una zona dada, del imperio internacional del capital financiero. Por eso –como hacen las mujeres con sus enormes luchas o los estudiantes que combaten la destrucción ambiental en todo el planeta– hay que trabajar localmente, pero considerando siempre el resto del país y el mundo y encontrando en estos propuestas, fuerzas y solidaridad.
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