Lo político y sus metamorfosis
Ilán Semo
E
n los años 20, Carl Schmitt publicó El concepto de lo político, un ensayo que no sólo ha resistido la prueba del tiempo, sino que devino, en las pasadas tres décadas, una suerte de clásico del pensamiento contemporáneo. Se trata de una visión conservadora sobre la conflictualidad social inspirada, en gran medida, en los filósofos católicos españoles del siglo XIX, en particular, en la obra de Juan Donoso Cortés. La tesis central del ensayo es histórica y heurística a la vez. Dice así: la esfera de lo político se caracteriza porque la relación entre sus agentes se establece, en última instancia, como un conflicto entre amigo y enemigo. Schmitt no se refiere aquí al
enemigo externo, tan antiguo como la polis griega, sino a esa figura que surgió desde la revolución inglesa en el siglo XVII y que cobró su apoteosis en la Revolución francesa: el
enemigo interno. Así como Luis XVI acabaría bajo un juicio sumario acusado de ser un
enemigo de la revolución, el mismo paradigma se extendería a lo largo del siglo XIX y la mayor parte del XX ahí donde emergerían formas modernas de legitimación. Suena sencillo, pero es bastante laborioso de refutar.
En una simplificación sumaria de la historia del país, ese rasgo se podría advertir de inmediato: en la primera mitad del siglo XIX, el conflicto entre españoles y mexicanos fijaría los vértigos de la sobrevivencia novohispana; después, durante más de dos décadas, la confrontación entre la Iglesia (léase: los conservadores) y los liberales trazaría la politicidad de aquella sociedad; durante el porfiriato, los enfrentamientos entre el agrarismo y la dictadura liberal desembocarían en la revolución; en los años 20 y 30 del siglo XX la oposición entre la Iglesia y y el grupo de los sonorenses volvería a ocupar el centro; y a partir de los años 50, el paradigma quedaría definido por las antípodas de la guerra fría.
Hace poco, en el texto que lleva por título El desacuerdo, Jacques Rancière reformuló la tesis de Schmitt con una inteligente acotación: en política no hay amigos, sólo intereses, aliados, compañeros de viaje o convergencias. La dicotomía se establece entre el orden y sus enemigos, y es el Estado el que, para legitimarse, propicia esta singular configuración. Desde la caída del muro de Berlín, el problema ha adquirido nuevos tintes. La antigua antinomia entre izquierda y derecha no desapareció del todo, pero ha sido gradualmente desplazada por la de las confrontaciones entre el liberalismo y el populismo, con sus respectivos extremos, el neoliberalismo y el populismo radical. Y sin embargo es un confrontación en la que ambos parecen adoptar más bien el carácter de adversarios –cuando no de emblemas puramente simbólicos– y no propiamente de enemigos. Incluso, en varias partes del mundo, se alternan en el poder, no sin dificultades y algunos desequilibrios. Con ciertas excepciones. El caso de México fue una de ellas.
El salinismo se empeñó, en sus orígenes mismos, en la destrucción física del movimiento político y social que surgió en su contra en 1988. Hoy, los números hablan de más de 2 mil 500 asesinatos políticos a lo largo de ese sexenio. Pero la tragedia aconteció después de las elecciones de 2006. El PAN recurrió a la militarización de la vida pública en aras de combatir el narcotráfico y, de paso, diezmar el movimiento electoral que estuvo a punto de hacerse de la presidencia en su contra. Con ello criminalizó toda la vida política del país. La más grave de las perversiones –y los errores– que puede cometer cualquier Estado. Peña Nieto mantuvo la misma lógica, agigantando su logística. A lo largo de 12 años el país se hundió en lo que hoy se podría llamar una condición holocáustica. Más de 300 mil muertes oficiales, la mitad de ellas por ejecución, hablan de este infierno.
¿Cómo caracterizar a esas dos décadas de la vida política mexicana? Las cifras, las formas brutales de la violencia, el amparo que les brindó el Estado mismo, atestiguan más una condición similar a la que privó en la era de los Estados totales europeos en los años 30 y 40, o durante el franquismo hasta la década de los 50, que la que empañó a las sociedades latinoamericanas durante los años 70 y 80. Sobre todo si se toma en cuenta, que las disímbolas lógicas del exterminismo –¿hay otra manera de llamarlo?– tuvo tanto móviles económicos como políticos. Y es la primera característica la que nos obliga a pensar que si en la superficie la sociedad mexicana vivió un pseudoparlamentarismo, ciertas libertades de expresión y manifestación, el Estado profundo, según la definición de Schmitt, se asemeja mucho más al orden falangista de la posguerra. Digo falangista porque tanto en el caso de Calderón como en el de Peña Nieto todo el proceso estuvo ligado al intento del maridaje entre el Ejército y los circuitos empresariales para-religiosos –el Yunque, el Opus Dei, Los Legionarios de Cristo, etcétera–. Un intento que, por fortuna, fracasó.
Tal vez, la mejor caracterización de esos años pueda ser la de un régimen doble: parlamentario y neoliberal en la superficie, y dominado por un subfalangismo en sus profundidades. ¿Tuvo el Prian un sesgo subfalangista?
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