Dos décadas sin Jaime Sabines
Javier Aranda Luna
H
ace casi 70 años fue publicado, en una edición marginal, uno de los poemas más excepcionales de la lengua española del siglo XX y lo que va del nuestro. Contra toda lógica centralista, ese poema lo editó el Departamento de Prensa y Turismo de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, en 1950. Su autor era un joven desconocido de 24 años que había empezado a publicar en un periódico preparatoriano de nombre El estudiante.
Los amorosos fue el último poema incluido en la pequeña plaquette que llevó por título Horal y que no apadrinó ningún notable, ni impulsó premio literario alguno, ni tuvo el apoyo de alguna beca.
La única eternidad posible a la que pueden aspirar los poetas son sus lectores. Viven en cada lectura, en cada verso en el que alguien escucha en sus arquitecturas verbales el rumor de la sangre. Cuando un poeta se convierte en la voz de la tribu es difícil que muera.
Hace dos decadas Jaime Sabines ya no está con nosotros pero sus versos siguen siendo el santo y seña de innumerables hablantes del español y las reproducciones de sus recitales subidos a YouTube se cuentan entre los sitios favoritos de los jóvenes.
¿Qué hilos tocó Jaime Sabines con ese libro que ha sobrevivido la lectura de al menos cinco generaciones? Para Monsiváis, uno de sus mejores lectores, su obra extraordinaria y vigorosa ‘‘lo denuncia como el gran inconforme, el dueño de una rebelión auténtica, el generoso inadaptado de que está urgida la literatura”. Cardoza y Aragón descubrió una voz intensa y sostenida, agria y sensible.
De Horal, ese pequeño libro escrito en 1949, Jaime Sabines había desechado 46 poemas. Varios días pasó en la imprenta corrigiendo los versos, según consta en una carta que el poeta dirigió a Josefa Rodríguez, Chepita, quien se convertiría en la mujer de toda su vida.
Apunta en su correspondencia del 9 de abril de 1949: ... te he estado haciendo poesías como una máquina. Algún día te enviaré lo que me guste. Así voy a terminar en un industrial del verso. Sabines y Cia. Versificación S.A. Y en estas otras líneas, fechadas el 12 de abril del mismo año, no deja lugar a duda de que la inspiración del poeta es su corresponsal: Eres todas las cosas que me faltan, todas las que no tengo. Como esa música del radio: invisible, presente y fugitiva.
Los grandes poemas crepitan como el fuego. Los escuchamos consumir lo que llevan dentro. Su fuerza combustible nos alumbra, nos quema, nos hace mirarla con ese asombro antiguo con el que miraron las llamas los primeros hombres. Su crepitar no dice nada o muy poco y sus imágenes cambian. Nos dicen tantas cosas tan ciertas que no sabemos nombrarlas.
Tal vez los versos de Jaime Sabines sean en realidad la zarza ardiente, que en mitad del camino habla por nosotros o nos dice lo que sabiéndolo nunca habíamos escuchado. Como aquel rumor de sílabas que en un poema clásico de Sabines nos dice que ‘‘El amor se come como un pan, / se muerde como un labio, se bebe como un manantial”.
Verdad irrefutable, certeza personal que compartimos todos, sin duda, pero que sólo el poeta Jaime Sabines la tatuó de manera indeleble. ¿O no es verdad que a partir de Sabines ‘‘El amor es el silencio más fino, / el más tembloroso, el más insoportable”?
Dice Mario Benedetti en la que es quizá la mejor antología poética del autor de Los amorosos que en un país con una gran tradición de poetas Jaime Sabines aparece casi como una isla. Su poesía coloquial se distingue de la del chileno Nicanor Parra porque a diferencia de éste no busca dejar estupefacto al lector porque Sabines busca a un interlocutor con el que pueda establecer un diálogo. Su poesía es coloquial, conversacional. Tiene las cartas sobre la mesa, es abierta como la de José Emilio Pacheco que se caracteriza, según Benedetti, en bucear con palabras conocidas en lo desconocido.
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