EL DELFÍN

Este es un espacio para la difusión de conocimientos sobre Ciencia Política que derivan de la Carrera de Ciencias Políticas y Administración Pública de la Universidad Nacional Autónoma de México.

martes, 31 de diciembre de 2019

Realidad intolerable



Realidad intolerable
A
sí tituló La Jornada su editorial del pasado domingo, que reflexiona sobre el feminicidio y reporta la reunión de alrededor de 3 mil 500 mujeres de 49 países con el EZLN. Ojalá ese encuentro arroje luz e inteligibilidad sobre los géneros y halle las realidades subya-centes a esas dos construcciones sociales ancestrales –mujeres y hombres– de una asimetría escandalosa e inadmisible.
El pasado 21 de noviembre el Inegi publicó un informe sobre la situación de las mujeres en México: de los 46.5 millones de mujeres de 15 años y más que habitan en el país, 30.7 millones, equivalentes a 66.1 por ciento, enfrentaron alguna de las formas de violencia tipificadas, al menos una vez en su vida; ayer tuvimos una nueva cifra del horror: 507 mil mujeres agraviadas por violencias de todo tipo en 2019. Urge una propuesta mayor de cambios institucionales y legales para proteger a las mujeres de esa agresión; aunque la mejor propuesta será insuficiente.
En 2018, según datos del Inegi, hubo 3 mil 752 asesinatos intencionales de mujeres: es el número de crímenes más alto entre 1990 y 2018: ¡más de 10 mujeres diarias! Se trata de un número brutal que difiere gravementede las cifras publicadas por la Cepal, que reportó 3 mil 529 feminicidios para América Latina en el mismo año. Quizá las cifras no son comparables porque la cifra de Inegi no habla de feminicidios. Una realidad urgente de reparar: son necesarios datos duros que apoyen la investigación social y la creación institucional indispensable para atajar la barbarie.
Inegi recoge en su informe un pasaje de la declaración de la ONU del 17 de diciembre de 1999, según la cual “la violencia contra las mujeres no es un problema de índole privado, sino social que ‘constituye una manifestación de relaciones de poder históricamente desiguales entre el hombre y la mujer, que ha conducido a la dominación de la mujer y a la discriminación en su contra por parte del hombre’”
Vagamente advierto en esas palabras la posible presencia de la voz y el saber profundos de la antropóloga argentina Rita Segato, una investigadora de larguísima trayectoria (alrededor de 50 años), trabajando sobre la violencia de género; sus primeras investigaciones partieron de estudios antropológicos en comunidades negras en el estado de Bahía, en Brasil, donde halló un juego de roles de mujeres y hombres muy distinto del patrón histórico del patriarcado de Occidente.
Rita Segato también pasó lustros en cárceles brasileñas estudiando a los presos por feminicidio. De todo ello surgieron las bases de las hipótesis que habría de formular después de estudiar los diversos feminismos. Y fue más allá, integró la historia, la economía y la política para entender la matriz de relaciones entre mujeres y hombres que daría lugar al patriarcado Occidental.
Inicio apenas la lectura de esta autora decisiva en la inteligibilidad de la violencia de género. Me percato de que estamos frente una de las voces más autorizadas del mundo en la deconstrucción de las figuras sociales de la mujer y el hombre. No puedo recoger la amplitud y complejidad de sus hipótesis sobre la violación y el feminicidio; apenas unas palabras.
Rita insiste en que, para hablar de esa violencia, es indispensable la serenidad y no el odio o la venganza. La violación es un crimen muy particular, no es un crimen instrumental, no es un delito para algo, como el robo –que puede cometerse por necesidad de esto o aquello–; no es como el asesinato, que puede ser por odio, por asalto o porque se trata de un asesino a sueldo. La violación y el feminicidio son crímenes para una relación de poder; para expresar la capacidad de dominación por parte de quien los comete.
El orden patriarcal es un orden político, no una cultura. Es un orden basal nacido del mandato de la masculinidad histórica del presente. La primera pedagogía que reciben mujeres y hombres es el orden patriarcal. Como todo poder, éste se traviste, se enmascara, no está visible. Es anterior a las tres culturas religiosas principales de Occidente: el islam, el cristianismo y el judaísmo, y subyace en ellas.
El mito adánico es el de la infracción de la mujer; ese es el mito fundacional, el pecado original construido por el cristianismo para el patriarcado. El pecado y el castigo están en el origen de los pueblos; es el orden del patriarcado, el de la creación y recreación histórica del poder de los hombres sobre las mujeres; incluye el poder de unos hombres sobre otros.
El violador es un criminal frente a las leyes, pero desde el punto de vista moral –la moral inaudible del patriarcado–, es un moralizador, uno que suministra el castigo frente al irrespeto femenino: la figura y modos de ser de una mujer, especialmente los de la mujer de hoy, representa un desacato al orden patriarcal.
La superación de ese orden exige de los hombres desmontar el mandato de masculinidad patriarcal; la obligación de los hombres de demostrar su potencia y su poder debe cesar.

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