La peste aquí y allá
Rosa Miriam Elizalde
E
l estado de Pensilvania tiene una población similar a la de Cuba, pero cuenta con 35 veces más casos confirmados de contagiados de coronavirus y 63 veces más víctimas letales. Del 13 de mayo hasta este miércoles pasado, la isla ha reportado un fallecido; Pensilvania, mil 251.
Las cifras, sin importar cuáles sean, son trágicas, pero las comparaciones alimentan la perplejidad: ¿cómo son tan dispares las estadísticas entre el país más rico del mundo y la nación víctima de
la tentativa de genocidio más larga de la historia?, como llamó Gabriel García Márquez al bloqueo económico de Estados Unidos. ¿Tendrá que ver con que el presidente Miguel Díaz-Canel no juega golf en plena epidemia mortal, ni ha sugerido que la lejía es un
medicamento revolucionario?
Los muertos se cuentan de uno en uno, no importa el peso, el resultado final es siempre el mismo. Un individuo es la medida exacta del universo y que se haya ido duele a sus familiares y amigos en Cuba, igual que en Pensilvania. Ahora bien, conocer la diferencia entre hechos tan diametralmente opuestos ayuda a orientarnos en un entorno informativo altamente contaminado, donde la isla se reduce a una
nación de pobres y mantenidos, como diría un entusiasta de Trump en Miami. Mientras, los muertos en Estados Unidos van y vienen sin ir a fondo de las historias de hospitales saturados, médicos urgidos a trabajar sin descanso, escasez de pruebas y multitudes que desafían la pandemia en playas y balnearios.
Para los cubanos, lo más esperanzador es saber que, si te enfermas, tienes muchas posibilidades de sobrevivir. En Estados Unidos, donde hay 6 mil 146 hospitales y sólo 965 son operados por gobiernos estatales y municipales, y 209, por el gobierno federal, la salud es un negocio privado. De ahí que, aunque la respuesta demorada, luego ignorante, luego contradictoria y, a esta altura, incoherente del gobierno federal pueda atribuirse en parte al presidente, la realidad es que la mercantilización de los servicios médicos no comenzó con Donald Trump.
El sistema de salud no está configurado para ayudar a los pacientes. Ha estado estructurado sólo para ganar dinero, manifestó recientemente al Washington Post el doctor Nick Sawyer, del Departamento de Medicina de Emergencia de la Universidad de California.
Trump empeoró la situación cuando eliminó los fondos para las organizaciones encargadas de las catástrofes. Luego designó como responsable del gabinete de la crisis del coronavirus al vicepresidente Mike Pence, culpable de muertes en los tiempos de la epidemia del VIH/sida por haber votado contra la financiación de las pruebas y por recomendar como alternativa la plegaria a Dios.
En consecuencia, la sociedad ha comenzado a adaptarse a las cifras de muertes, tal como se ha resignado a que cualquiera se pueda comprar un fusil de asalto y disparar en escuelas, iglesias, cines y hasta embajadas, y que ese sea el precio de la
libertadde portar armas o hacer lo que venga en gana, incluso despreciar la vida de los demás.
El escenario del coronavirus en el que no puedo dejar de pensar es en el que simplemente nos acostumbramos a todas las muertes, escribió hace unos días Charlie Warzel, columnista del New York Times.
Llegado a este punto, la principal diferencia entre Cuba y Estados Unidos no estriba en sus diametralmente opuestos sistemas de salud. Ni siquiera tiene que ver con las diferencias políticas, sino con la escala de valores en ambas sociedades. En la isla los sentimientos de cooperación y solidaridad vienen desde los tiempos de la Colonia, en tensión con las pretensiones estadunidenses de anexarse el país. No comenzaron con la revolución de 1959, aunque ésta los haya consagrado en las condiciones más adversas.
El individualismo de la sociedad estadunidense tampoco comenzó con Donald Trump, ni con la peste que nos asola. Se ha hecho acompañar históricamente con una idea perversa de la libertad, que retrató José Martí en un discurso memorable pronunciado en Tampa, en 1891. El héroe nacional cubano, que vivió la mayor parte de su vida adulta en Estados Unidos y que llegó a conocer el alma de ese país como ninguno de sus contemporáneos, advirtió cuál sería el límite de la libertad que consagraría la República en Cuba, como
ejercicio íntegro de sí:
el respeto, como honor de familia, al ejercicio íntegro de los demás. La libertad individual que reclamaba para los cubanos no sería aquello que caracterizaba al imperio naciente: egoísmo, individualismo amoral, capricho, abuso de unos sobre otros. Sería justicia colectiva, a lo que él llamó
la pasión, en fin, por el decoro del hombre.
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