Indicadores
León Bendesky
S
e atribuye a Otto von Bismarck haber dicho que
las leyes son como las salchichas. Es mejor no ver cómo se hacen. La misma asociación con esa clase de embutidos suele hacerse con respecto a cómo se mide el producto interno bruto (PIB).
La limitada utilidad del PIB como indicador de las condiciones económicas es admitida y, se reconoce igualmente, no indica de manera eficaz el bienestar o la calidad de vida en una sociedad. No da cuenta de un amplio conjunto de aspectos que no se expresan en las decisiones de consumir e invertir, pero que conforman una extensa parte de la existencia de las personas.
El PIB que se mide de manera periódica no corresponde, pues, a una expresión acertada del crecimiento de la economía, puede estar sub o sobredimensionado, no da cuenta de la complejidad de la estructura productiva y la relación entre la producción, el financiamiento y la distribución del ingreso y la riqueza.
El PIB es un concepto creado en la década de 1940 como elemento clave del desarrollo de la teoría y la gestión macroeconómicas. De manera ilustrativa, Diane Cole, en un libro sobre el tema, señala que
es una abstracción que suma de todo: uñas postizas, cepillos de dientes, tractores, zapatos, cortes de pelo, servicios financieros, clases de yoga, láminas, libros y el resto de los millones de servicios y productos, y luego los ajusta de modo complicado, considera las fluctuaciones estacionales, toma en cuenta la inflación y lo estandariza todo de modo que las estadísticas sean consistentes y comparables entre países por medio de un valor hipotético de los tipos de cambio.
Esta odisea termina en la determinación de una tasa de crecimiento que se ofrece de manera trimestral usualmente y a partir de ella y su composición se desata una narrativa muy particular que, en realidad, es una pobre expresión de lo que pasa en una economía. En México, un asunto relevante entre muchos otros es, por ejemplo, el amplísimo grado de informalidad que prevalece y se añade de alguna manera igualmente arcana a la medición del PIB. Lo mismo ocurre con el trabajo en el hogar. No obstante, la tasa de crecimiento del PIB es un componente central del modo en que se establecen las consideraciones internas y externas con respecto a las inversiones, la deuda o el estado de confianza de los agentes económicos.
Si esto ocurre con una cuestión material, como es la producción, o bien el gasto agregado en consumo e inversión (más el valor neto de lo que se exporta e importa), es mucho más difusa cualquier elucubración del significado del PIB en términos del bienestar de la gente. Esto ha llevado a designar ese asunto como algo
más allá del PIB, abarcando la contribución que no proviene de transacciones en el mercado. Para esto, que se ha denominado Indicador Genuino de Progreso, no existe consenso funcional para determinarlo y tampoco para que se exprese en las políticas públicas o en las medidas para promover una mayor equidad en el ingreso o la riqueza.
Por la naturaleza material de la producción, del uso de recursos de todo tipo y la necesidad de recrearlos, del carácter de las relaciones de intercambio y la repercusión en la distribución del producto, se trata de un universo de cantidades medibles. Lo que puede medirse cuenta, y eso va más allá de las limitaciones y hasta de los artificios del indicador del PIB. Por eso en este país se han creado instancias autónomas para medir las cuestiones económicas y demográficas, evaluar las políticas públicas y tener derecho a la información.
Otra cosa es el bienestar de la sociedad. Con todas las limitaciones que se atribuyan a las mediciones en la economía, no es equiparable medir el ingreso o la riqueza de una familia que el bienestar. Éste se provee en el ámbito de lo privado y lo público. Es mayor cuando prevalece la seguridad y se abate la violencia, se tiene un empleo bien remunerado o un ingreso garantizado, se atiende dignamente la salud, se cuenta con una pensión suficiente, se recibe una buena educación, se satisfacen las necesidades básicas y las que no lo son, se tiene acceso al esparcimiento y la creatividad, cuando se amplía el horizonte de las oportunidades. Vale la pena sacar este asunto del plano de lo general y ubicarlo hoy en la profunda crisis económica asociada con la pandemia.
Lo que se produce y el bienestar que se crea en una sociedad se vinculan con una transformación ya inescapable en el entorno global y que consiste en transitar de modo eficaz y sostenible de la generación de riqueza, altamente concentrada, a su distribución.
La felicidad planteada en abstracto, como proyecto político, es ciertamente un asunto muy controvertido. La felicidad es de naturaleza individual y subjetiva, y hay una frontera infranqueable asociada con la libertad de cada uno frente al Estado o un gobierno. El Estado no puede interferir en la felicidad (Orwell al revés), no es un instrumento para conseguirla. Se puede tener un alto nivel de bienestar y ser poco feliz, y viceversa. Somos seres individuales y colectivos a la vez, y es sólo nuestra la enorme tarea de ser menos infelices. Esto exige establecer de forma clara los términos de lo que significa la moral en el ejercicio del poder, puesto que no es traslativa.
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