2017/04/10
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Algunos aniversarios significativos se conmemoran con solemnidad: el ataque de Japón a la base naval de Estados Unidos en Pearl Harbor, por ejemplo. Otros se pasan por alto, y por lo general de estos podemos aprender valiosas lecciones sobre lo que nos depara el futuro.
No hubo ninguna conmemoración del quincuagésimo aniversario de la decisión del presidente John F. Kennedy de lanzar el acto de agresión más destructivo y asesino de después del período posterior a la Segunda Guerra Mundial: la invasión de Vietnam del Sur y, después, de toda Indochina, que dejó millones de muertos y cuatro países devastados, un número de víctimas que todavía aumenta por los efectos de larga duración de nundar Vietnam del Sur con algunos de los cancerígenos más letales conocidos, utilizados para destruir la vegetación y las cosechas.
El primer objetivo fue Vietnam del Sur. La agresión se extendió después a Vietnam del Norte, luego a la remota sociedad campesina del norte de Laos y, al final, a la rural Camboya; los bombardeos de este último país equivalieron a todas las operaciones aéreas aliadas en la región del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial, incluidas las dos bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki. En este caso, las órdenes de Henry Kissinger, que era consejero de Seguridad Nacional, se cumplieron: "Todo lo que vuela contra todo lo que se mueva", una llamada abierta al genocidio que rara vez aparece en el registro histórico. Poco de esto se recuerda. La mayor parte apenas se conoce más allá de los estrechos círculos de activistas.
Cuando se lanzó la invasión hace cincuenta años, el interés fue tan escaso que casi no hubo intentos de justificación; poco más que la ferviente declaración del presidente de que "nos enfrentamos en todo el mundo a una conspiración monolítica y despiadada que depende, básicamente, de medios encubiertos para expandir su esfera de influencia", y si esa conspiración lograba sus fines en Laos y Vietnam, "las puertas se abrirán de par en par".
En otra ocasión, volvió a advertir de que "las sociedades complacientes, caprichosas, blandas, están a punto de ser barridas con los escombros de la historia [y] solo los fuertes [...] pueden sobrevivir", en este caso reflexionando sobre el fracaso de la agresión y el terror estadounidenses para aplastar la independencia de Cuba.
En el momento en que las protestas empezaron a aumentar, unos seis años más tarde, el respetado especialista en Vietnam e historiador militar Bernard Fall, que no era pacifista, pronosticó que "Vietnam como entidad cultural e histórica [...] está en peligro de extinción [porque] el campo muere bajo los golpes de la maquinaria militar más grande que jamás se ha desatado en una zona de ese tamaño". Otra vez estaba refiriéndose a Vietnam del Sur.
Cuando terminó la guerra, ocho horrendos años después, la opinión convencional estaba dividida entre aquellos que describían la guerra como una "causa noble" que podría haberse ganado con más dedicación y, en el extremo opuesto, los críticos, para quienes fue "un error" que costó muy caro. En 1977, al presidente Carter le hicieron poco caso cuando dijo que no teníamos "ninguna deuda" con Vietnam porque "la destrucción fue mutua".
De todo eso podemos sacar importantes lecciones para el momento actual, además de corroborar que solo a los débiles y a los derrotados se les piden cuentas de sus crímenes. Una lección es que para comprender lo que está ocurriendo no solo deberíamos ocuparnos de hechos críticos del mundo real, a menudo desestimados por la historia, sino también de lo que los líderes y la opinión de la elite cree, aunque esté teñido de fantasía. Otra lección es que junto con los castillos en el aire erigidos para aterrorizar y movilizar a la opinión pública (y quizá creídos por algunas personas atrapadas en su propia retórica), también hay una planificación geoestratégica basada en principios racionales y que perduran durante mucho tiempo porque están arraigados en instituciones estables y en sus intereses. Regresaré a ese punto y solo haré hincapié aquí en que los factores persistentes en la acción del Estado suelen estar bien ocultados.
La guerra de Irak es un caso muy claro. Se le vendía a una ciudadanía aterrorizada con los motivos habituales de que había que defenderse de una brutal amenaza para la supervivencia: la "única pregunta", declararon George W. Bush y Tony Blair, era si Sadam Husein abandonaría su programa de desarrollo de armas de destrucción masiva. Cuando la única pregunta recibió la respuesta errónea, la retórica gubernamental se desplazó, sin ningún esfuerzo, a nuestro "anhelo de democracia" y la opinión ilustrada siguió el camino marcado.
Después, cuando se hacía difícil no hacer caso de la progresiva derrota de Estados Unidos en Irak, el Gobierno reconoció en voz baja lo que había estado claro todo el tiempo; en 2007 anunció oficialmente que un acuerdo final debía aceptar las bases militares estadounidenses y el derecho de organizar operaciones de combate, y debía privilegiar a los inversores de Estados Unidos en el rico sistema energético del país; tales exigencias se abandonaron a regañadientes ante la resistencia iraquí y con todo bien escondido a la población.
Calibrar el declive estadounidense
Con tales lecciones en mente, es útil examinar lo que se destaca en los principales periódicos de política y opinión. Ciñámonos a la más prestigiosa de las revistas del sistema, Foreign Affairs. El titular en la cubierta del número de noviembre-diciembre de 2011 reza en negrita: "¿Está acabado Estados Unidos?"
El ensayo que motivó ese titular llama a una "racionalización" de las "misiones humanitarias" en el extranjero, que estaban consumiendo la riqueza del país, para detener el declive estadounidense, un asunto fundamental del discurso sobre cuestiones internacionales, normalmente acompañado por el corolario de que el poder está desplazándose hacia el este, a China y (quizá) la India.
Los dos primeros textos son sobre Israel-Palestina. El primero, obra de dos altos mandatarios israelíes, se titula "El problema es el negacionismo palestino". Afirma que el conflicto no puede resolverse porque los palestinos se niegan a reconocer Israel como Estado judío; por lo tanto, conforme a la práctica diplomática estándar: los Estados son reconocidos, pero no sectores privilegiados dentro de ellos. Exigir a Palestina el reconocimiento es poco más que un nuevo mecanismo para detener la amenaza de una solución política que debilitaría los objetivos expansionistas de Israel.
La posición contraria, defendida por un profesor estadounidense, queda resumida por su titular: "El problema es la ocupación". El subtítulo del artículo es "Cómo la ocupación está destruyendo la nación2. ¿Qué nación? Israel, por supuesto. La pareja de artículos apareció en la cubierta bajo el encabezamiento "Israel bajo asedio".
El número de enero-febrero de 2012 presenta otro llamamiento más a bombardear Irán antes de que sea demasiado tarde. Advirtiendo de "los peligros de la disuasión", el autor sugiere que "los escépticos ante una acción militar no logran apreciar el verdadero peligro que un Irán con armas nucleares plantearía a los intereses de Estados Unidos en Oriente Próximo y más allá. Y sus grises pronósticos suponen que el remedio sería peor que la enfermedad; esto es, que las consecuencias de un asalto de Estados Unidos en Irán serían tan malas o peores que si Irán cumpliera con sus ambiciones nucleares. Pero esa es una hipótesis incorrecta. La verdad es que un ataque militar con el objetivo de destruir el programa nuclear iraní, si se controla con cuidado, podría salvar la región y el mundo de una amenaza muy real y mejorar drásticamente la seguridad nacional a largo plazo de Estados Unidos". Otros argumentan que los costes serían demasiado altos y los más opuestos señalan que un ataque así violaría la ley internacional, que es lo que hace la posición de los moderados, que regularmente lanzan amenazas violentas, lo que infringe la Carta de las Naciones Unidas.
Revisemos estas preocupaciones, que eran las principales en su momento.
El declive estadounidense es real, aunque la versión apocalíptica refleja la conocida percepción de la clase gobernante, según la cual cualquier cosa que no sea el control total equivale a un desastre total. A pesar de las quejas lastimeras, Estados Unidos sigue siendo la potencia dominante en el mundo, con mucha diferencia y sin ningún competidor a la vista, y no solo en la dimensión militar, en la cual, por supuesto, su supremacía es enorme.
China y la India han registrado un rápido crecimiento (aunque muy desigual), pero siguen siendo países muy pobres, con enormes problemas internos a los que no se enfrenta Occidente. China es el mayor centro de fabricación del mundo, pero en gran medida como planta de ensamblaje de las potencias industrializadas avanzadas de su periferia y de las multinacionales occidentales. No obstante, es probable que eso cambie con el tiempo. Dedicarse a la fabricación proporciona la base para la innovación, incluso para grandes avances, como sucede ahora a veces en China. Un ejemplo que ha impresionado a los especialistas occidentales es la entrada de ese país en el creciente mercado mundial de los paneles solares, no gracias a la mano de obra barata, sino mediante la planificación bien organizada y la creciente innovación.
Sin embargo, los problemas a los que se enfrenta China son graves. Algunos son demográficos, como los examinados por Science, el principal semanario de ciencia de Estados Unidos. Su estudio muestra que la mortalidad se redujo drásticamente en China durante los años del maoísmo, "sobre todo a consecuencia del desarrollo económico y de las mejoras en los servicios de educación y salud, en especial el movimiento de higiene pública que propició una fuerte disminución de la mortalidad por enfermedades infecciosas". Sin embargo, ese progreso terminó con el inicio de las reformas capitalistas hace treinta años y la tasa de mortalidad ha aumentado desde entonces.
Por otra parte, el reciente crecimiento económico de China se ha basado sustancialmente en la "ventaja demográfica", una enorme población en edad de trabajar. "Pero el tiempo de aprovechar esa ventaja puede acabar pronto", lo que provocará un "profundo impacto en el desarrollo [...]. Ya no habrá exceso de mano de obra barata, que es uno de los principales factores que impulsan el milagro económico de China". La demografía es solo uno de los muchos problemas serios que va a tener China. Para la India, los problemas son aún más graves.
No todas las voces prominentes prevén el declive estadounidense. Entre los medios internacionales, no hay ninguno más serio y responsable que The Financial Times, que no hace mucho le dedicó una página completa a la optimista expectativa de que la nueva tecnología para extraer combustibles fósiles en América del Norte podría proporcionarle a Estados Unidos la autosuficiencia energética y, por lo tanto, le permitiría conservar su hegemonía global durante un siglo.
No se dice nada del mundo que Estados Unidos gobernaría en esa feliz situación, pero no por falta de pruebas. Casi al mismo tiempo, la Agencia Internacional de la Energía (AIE) informó de que, con el rápido aumento de las emisiones de carbono por el uso de combustibles fósiles, el límite de seguridad por lo que respecta al cambio climático se alcanzará en 2017 si el mundo continúa el rumbo actual. "La puerta se está cerrando y muy pronto se cerrará para siempre", manifestó el principal economista de la AIE.
Poco antes, el Departamento de Energía de Estados Unidos dio las cifras de emisión anual de dióxido de carbono, que "registró el mayor aumento de la historia", a una concentración más alta que la peor de las estimadas por el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC). No fue una sorpresa para muchos científicos, entre ellos los del programa sobre el cambio climático del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), que durante años han advertido que las predicciones del IPCC son demasiado cautas.
La crítica a las previsiones del IPCC apenas recibe atención pública, a diferencia de lo que ocurre con los radicales negacionistas del cambio climático, que son apoyados por el sector empresarial y cuentan con enormes campañas de propaganda, las cuales han llevado a muchos estadounidenses a tomar una postura al margen de la comunidad internacional y desdeñar las amenazas del cambio climático. El apoyo empresarial se traduce directamente en poder político. El negacionismo forma parte de las consignas que deben entonar los candidatos republicanos en las ridículas campañas electorales, ahora permanentes. Por su parte, en el Congreso los negacionistas son lo bastante fuertes para frenar los intentos de investigar el efecto del calentamiento global, ni que decir de tomar medidas serias al respecto.
En resumen, tal vez se puede contener el declive de Estados Unidos si abandonamos la esperanza de una supervivencia digna, lo cual es una perspectiva muy plausible teniendo en cuenta el equilibrio de fuerzas en el mundo.
La "pérdida" de China y Vietnam
Dejando de lado esa descorazonadora posibilidad, una mirada atenta al declive de Estados Unidos muestra que China, de hecho, desempeña un papel importante, como ha venido haciéndolo durante los sesenta últimos años. El declive, que ahora suscita tanta preocupación, no es un fenómeno reciente. Se remonta al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos contaba con la mitad de la riqueza del mundo y un incomparable poder en la seguridad global. Los estrategas, por supuesto, eran bien conscientes de la enorme desigualdad de poder y pretendían mantenerla.
El punto de vista fundamental fue subrayado con admirable franqueza en un documento oficial de 1948, cuyo autor era uno de los arquitectos del nuevo orden mundial de entonces: el jefe de planificación política del Departamento de Estado, el respetado estadista e investigador George Kennan, un moderado dentro de las personas que se dedican a la planificación política. Observó que el objetivo político central de Estados Unidos debería ser buscar el mantenimiento de la "posición de desigualdad" que separaba nuestra enorme riqueza de la pobreza de otros. Para lograr ese objetivo su consejo fue el siguiente: "Deberíamos dejar de hablar sobre objetivos vagos e [...] irreales, tales como los derechos humanos, el aumento del nivel de vida y la democratización [y en cambio] ocuparnos de conceptos de poder [sin vernos] obstaculizados por eslóganes idealistas [sobre] altruismo y beneficencia mundial."
Kennan se refería específicamente a la situación en Asia, pero sus observaciones pueden generalizarse, con excepciones, a otros participantes en el sistema global dirigido por Estados Unidos. No obstante, quedó claro que los "eslóganes idealistas" tenían que exhibirse de manera prominente al dirigirse a otros, como las clases intelectuales, de las que se esperaba que los difundieran.
Los planes que Kennan ayudó a formular y poner en marcha daban por sentado que Estados Unidos controlaría el hemisferio oeste y el Lejano Oriente, el antiguo Imperio británico (incluidas las incomparables fuentes de recursos de energía de Oriente Próximo) y la mayor parte posible de Eurasia, fundamentalmente sus centros comerciales e industriales. Los objetivos no eran poco realistas, dada la distribución de poder en aquel momento. Sin embargo, el declive comenzó enseguida.
En 1949, China declaró su independencia, lo cual provocó en Estados Unidos amargas recriminaciones y conflictos sobre quién era responsable de esa "pérdida". Se suponía tácitamente que Estados Unidos "poseía" China por derecho, así como la mayoría del resto del mundo, tal y como dieron por sentado los planificadores de la posguerra. Por tanto, la "pérdida de China" fue el primer paso significativo en el "declive de Estados Unidos" y tuvo consecuencias políticas graves. Una fue la decisión inmediata de apoyar a Francia en el intento de reconquistar su antigua colonia de Indochina, para que no se "perdiera" también. Indochina en sí no constituía una preocupación fundamental, a pesar de las afirmaciones sobre sus ricos recursos del presidente Eisenhower y otros. La preocupación era más bien la "teoría del efecto dominó". A menudo ridiculizada cuando las fichas no caen, la teoría del efecto dominó sigue siendo un principio político básico porque es muy racional. Por adoptar la versión de Henry Kissinger, una región que cae fuera del control de Estados Unidos puede convertirse en un "virus que extenderá el contagio" e inducirá a otras a seguir el mismo camino.
En el caso de Vietnam el temor era que el virus del desarrollo independiente infectara Indonesia, que sí es rica en recursos. Y eso podría conducir a Japón —el superdominó, como lo llamó el destacado historiador de Asia John Dower— a "adaptarse" a un Asia independiente, lo que haría de su centro tecnológico e industrial un sistema que escaparía del alcance del poder de Washington. Eso habría significado, en la práctica, que Estados Unidos perdiera el episodio del Pacífico de la Segunda Guerra Mundial, acometido para impedir el intento de Japón de imponer un nuevo orden de esas características en Asia.
La manera de tratar con un problema así está clara: destruir el virus y "vacunar" a aquellos que podrían infectarse. En el caso de Vietnam, la elección racional consistía en destruir cualquier esperanza de desarrollo independiente e imponer dictaduras brutales en las regiones circundantes. Esas labores se llevaron a cabo con éxito; aunque la historia tiene su propia astucia y algo similar a lo que se temía ha estado desarrollándose de todos modos en el este de Asia para consternación de Washington.
La victoria más importante de las guerras de Indochina se produjo en 1965, cuando un golpe del general Suharto, respaldado por Estados Unidos, en Indonesia inició una época de terribles crímenes que la CIA comparó con los de Hitler, Stalin y Mao. Los medios del sistema informaron con precisión y euforia irrefrenada de la "impresionante carnicería de masas", como lo describió The New York Times.
Era un "destello de luz en Asia", como el célebre periodista liberal James Reston escribió en The Times. El golpe acabó con la amenaza de democracia, destruyó el partido político que agrupaba a las masas pobres e impuso una dictadura responsable de uno de los peores historiales contra los derechos humanos en el mundo; además, dejó las riquezas del país en manos de inversores occidentales. No es de extrañar que, después de muchos horrores, entre ellos la casi genocida invasión de Timor Oriental, Suharto fuera recibido por la Administración Clinton en 1995 como "uno de los nuestros".
Años después de los grandes acontecimientos de 1965, McGeorge Bundy, consejero de Seguridad Nacional de Kennedy y Johnson, concluyó que habría sido sensato terminar con la guerra de Vietnam en aquel momento, con el "virus" casi destruido y el dominó principal bien colocado, reforzado por otras dictaduras respaldadas por Estados Unidos en toda la región. Ha sido habitual aplicar procedimientos similares en otros lugares; Kissinger se refería, concretamente, a la amenaza de la democracia socialista de Chile; una amenaza que terminó con "el primer 11-S" y la consiguiente dictadura brutal del general Pinochet en el país. Los virus habían despertado profundo interés también en otros sitios, entre ellos Oriente Próximo, donde la amenaza de nacionalismo secular ha preocupado a menudo a los estrategas británicos y estadounidenses, y nos ha llevado a apoyar el fundamentalismo islámico para contrarrestar el nacionalismo.
La concentración de riqueza y el declive de Estados Unidos
A pesar de tales victorias, el declive estadounidense continúa. Durante la década de 1970, entró en una nueva fase: el declive autoinfligido de manera deliberada, cuando los planificadores tanto privados como públicos desplazaron la economía de Estados Unidos hacia la financiarización y la deslocalización de la producción, movidos en parte por la reducción de los beneficios en la producción nacional. Esas decisiones iniciaron un círculo vicioso en el cual la riqueza se concentró extraordinariamente (de manera drástica en el 0,1% de la población), lo que provocó una concentración del poder político y, por lo tanto, nueva legislación para llevar más lejos el ciclo: revisión de los impuestos y otras políticas fiscales, desregulación, así como cambios en las reglas que regían la empresas y que permitían enormes beneficios para los ejecutivos, entre otras novedades.
Entretanto, para la mayoría de la población, los sueldos reales se estancaron en gran medida y la gente solo pudo salir adelante mediante un gran aumento de la carga de trabajo (muy superior a la de Europa), endeudamiento insostenible y, desde los años Reagan, burbujas repetidas que crearon riqueza ficticia, la cual desapareció, sin remedio, cuando estallaron; tras ese estallido de la burbuja, a menudo sus responsables fueron rescatados por el contribuyente. En paralelo, el sistema político se ha ido destruyendo progresivamente y ha metido cada vez más a los dos partidos hegemónicos en los bolsillos de las grandes empresas, con una escalada de costes electorales; los republicanos hasta un nivel de farsa, los demócratas, no muy por detrás.
Un extenso estudio reciente del Instituto de Política Económica, que ha sido la principal fuente de datos fiables en estas cuestiones durante años, se titula Failure by Design(Fracaso prediseñado). El término prediseñado es preciso; desde luego, había otras opciones y, como señala el estudio, el "fracaso" es una cuestión de clase. No hay fracaso de los diseñadores, ni mucho menos. Las políticas solo son un fracaso para la población —el 99% en la imaginería de los movimientos Occupy—y para el país, que se ha deteriorado y continuará haciéndolo con estas políticas.
Un factor es la deslocalización de la fabricación. Como ilustra el ejemplo ya mencionado de los paneles solares chinos, la capacidad productiva proporciona la base y el estímulo para la innovación, y conduce a altas fases de sofisticación en producción, diseño e invención. Esos beneficios también se están externalizando; no es un problema para los "mandarines del dinero", que cada vez más diseñan la política, pero sí un problema serio para la población obrera y de clase media y un auténtico desastre para los más oprimidos: afroamericanos, que nunca han escapado al legado de la esclavitud y sus espantosas consecuencias, y cuya exigua riqueza casi desapareció cuando estalló la burbuja inmobiliaria en 2008 y disparó la crisis económica más reciente, la peor hasta el momento.
Estímulos en el extranjero
Mientras el declive consciente y autoinfligido continuaba en casa, siguieron acumulándose "pérdidas" de otros lugares. En la última década, por primera vez en quinientos años, Sudamérica ha dado pasos para liberarse con éxito del dominio occidental. La región se ha desplazado hacia la integración y ha empezado a corregir algunos de los terribles problemas internos de socieda des gobernadas, básicamente, por elites europeizadas, pequeñas islas de riqueza extrema en un mar de miseria. Esas naciones también se han desembarazado de las bases militares de Estados Unidos y de los controles del Fondo Monetario Internacional. Una organización recién formada, la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), reúne a todos los países del continente salvo Estados Unidos y Canadá. Si consigue funcionar será un paso más en el declive de Estados Unidos y se dará, en este caso, en lo que siempre se ha considerado "el patio trasero".
Todavía más grave sería la pérdida de los países MENA (las siglas en inglés de Oriente Próximo y norte de África), que los planificadores han considerado, desde la década de 1940, "una fuente formidable de poder estratégico y una de las mayores recompensas materiales en la historia del mundo". Si fuera realista la estimación de que Estados Unidos puede gozar de un siglo de autosuficiencia energética, basada en los recursos energéticos de América del Norte, disminuiría un poco la importancia de controlar la zona MENA, aunque probablemente no mucho. La principal preocupación siempre ha sido el control más que el acceso. No obstante, las consecuencias probables para el equilibrio del planeta son tan inquietantes que la discusión podría ser, en gran medida, un mero ejercicio académico.
La Primavera Árabe, otro proceso de importancia histórica, podría presagiar una "pérdida" al menos parcial de países MENA. Estados Unidos y sus aliados se han esforzado mucho en impedir ese resultado, hasta el momento con considerable éxito. Su política hacia los levantamientos populares se ha ceñido a las directrices estándar: apoyar a las fuerzas más dóciles respecto a la influencia y el control de Estados Unidos.
Hay que apoyar a los dictadores preferidos siempre que puedan mantener el control (como en la mayoría de los Estados que tienen petróleo). Cuando eso ya no es posible, hay que deshacerse de ellos y tratar de restaurar el antiguo régimen de la manera más fiel posible (como se ha hecho en Túnez y Egipto). El patrón general es bien conocido en otras partes del mundo: Somoza, Marcos, Duvalier, Mobutu, Suharto y muchos otros. En el caso de Libia, las tres potencias imperiales tradicionales, infringiendo la resolución del Consejo de Seguridad de la ONU que acababan de apoyar, se convirtieron en la fuerza aérea de los rebeldes, lo que incrementó bruscamente las bajas civiles y dio lugar a un desastre humanitario y al caos político cuando el país se hundió en una guerra civil, después de la cual las armas llegaron a los yihadistas en África occidental y otros lugares.
Israel y el partido republicano
Similares consideraciones son válidas para la segunda preocupación fundamental abordada en el número de noviembre-diciembre de 2011 de Foreign Affairs, citado con anterioridad: el conflicto Israel-Palestina, en el que el temor de Estados Unidos a la democracia difícilmente puede aparecer con más claridad. En enero de 2006, se celebraron elecciones en Palestina y los observadores internacionales dijeron que habían sido libres y justas. La reacción instantánea de Estados Unidos fue imponer duras sanciones a los palestinos por equivocarse con su voto; por supuesto, fue también la postura de Israel y Europa siguió los mismos pasos.
No es una novedad. Es coherente con el principio general reconocido por los académicos de la corriente principal: Washington apoya la democracia si, y solo si, los resultados concuerdan con sus objetivos estratégicos y económicos; esa fue la triste conclusión del neoreaganita Thomas Carothers, el más prudente y académicamente respetado analista de iniciativas de "fomento de la democracia".
Contemplando el asunto con más perspectiva, durante cuarenta años Estados Unidos ha encabezado el bando negacionista respecto al asunto Israel-Palestina y ha bloqueado el consenso internacional que exigía un acuerdo político con condiciones tan bien conocidas que no hace falta reproducirlas. El mantra occidental es que Israel busca negociaciones sin poner requisitos, mientras que los palestinos rechazan negociar así. Lo contrario es más preciso: Estados Unidos e Israel exigen condiciones estrictas, que, además, están pensadas para garantizar que las negociaciones conducirán o bien a la capitulación de Palestina en cuestiones clave o a ninguna parte.
El primer requisito es que las negociaciones deben ser supervisadas por Washington, lo cual tiene tanto sentido como exigir que Irán supervise la negociación de los conflictos entre suníes y chiíes en Irak. La negociación debería celebrarse bajo los auspicios de una parte neutral, preferiblemente alguien que tenga el respeto internacional, tal vez Brasil. Esas negociaciones buscarían resolver los conflictos entre los dos antagonistas: Estados Unidos e Israel por un lado, la mayor parte del mundo, por otro.
El segundo requisito es que Israel debe tener libertad para expandir sus asentamientos ilegales en Cisjordania. En teoría, Estados Unidos se opone a esas acciones, pero lo hace sin firmeza alguna, mientras continúa proporcionando apoyo económico, diplomático y militar a Israel. Cuando Estados Unidos tiene alguna objeción, bloquea con suma facilidad las acciones de Israel, como en el caso del proyecto E1 de vincular el Gran Jerusalén con la ciudad de Maale Adumim, que, en la práctica partiría en dos Cisjordania, lo que representa una prioridad para los planificadores de Israel, de todo el espectro político; sin embargo, Washington planteó algunas objeciones, de manera que Israel ha tenido que recurrir a medidas taimadas para seguir con el proyecto.
El simulacro de oposición alcanzó el nivel de farsa en febrero de 2011, cuando Obama vetó una resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que pedía poner en marcha la política oficial de Estados Unidos; y añadió también la observación que nadie discute de que no solo la expansión es ilegal, sino que lo son los asentamientos en sí. Desde ese momento se ha hablado muy poco de terminar con la expansión de las colonias, que continúa con estudiada provocación.
Por lo tanto, cuando los representantes de Israel y Palestina se prepararon para reunirse en Jordania en enero de 2011, Israel anunció nuevas construcciones en Pisgat Zeev y Har Homa, zonas de Cisjordania que ha declarado pertenecientes a la muy ampliada zona de Jerusalén, ya anexionado, colonizado y urbanizado como capital de Israel, todo lo cual viola las órdenes directas del Consejo de Seguridad. Además, se han producido otros movimientos que conducen hacia el gran proyecto de separar los enclaves de Cisjordania que sigan en manos de la Administración palestina del centro cultural, comercial y político de la vida palestina en el antiguo Jerusalén.
Es comprensible que los derechos de los palestinos se marginen en la política y el discurso de Estados Unidos. Los palestinos no tienen riqueza ni poder. No ofrecen casi nada que favorezca los intereses políticos de Estados Unidos; de hecho, tienen valor negativo, como una molestia que agita las "calles árabes".
Israel, por el contrario, es una sociedad rica con una industria sofisticada y de alta tecnología, militarizada en gran medida. Durante décadas, ha sido un aliado militar y estratégico altamente valorado, sobre todo desde 1967, cuando llevó a cabo un gran servicio a Estados Unidos y a su aliado Arabia Saudí al destruir el "virus" nasserita y estableció su "relación especial" con Washington en la forma que ha tenido desde entonces. Es también cada vez más un centro para la inversión de alta tecnología de Estados Unidos. De hecho, las industrias de alta tecnología, en particular las militares, de los dos países están estrechamente relacionadas.
Aparte de estas consideraciones elementales de política de gran potencia, hay factores culturales que no deberían pasarse por alto. El sionismo cristiano en el Reino Unido y Estados Unidos precedieron, en mucho, al sionismo judío, y ha sido un fenómeno significativo entre las elites y con claras implicaciones políticas (entre otras, la Declaración Balfour, que surgió de él). Cuando el general Edmund Allenby conquistó Jerusalén durante la Primera Guerra Mundial, fue alabado en la prensa estadounidense como un Ricardo Corazón de León que había ganado la cruzada y había expulsado a los paganos de Tierra Santa.
El siguiente paso fue que el Pueblo Elegido regresara a la tierra que Dios le prometió. Reflejando un punto de vista común entre la elite, Harold Ickes, secretario de Interior del presidente Franklin Roosevelt, describió la colonización judía de Palestinacomo un éxito "sin parangón en la historia de la raza humana". Tales actitudes encuentran fácilmente su lugar dentro de las doctrinas providencialistas, que han sido un elemento clave en la cultura tanto popular como de la elite desde los orígenes del país, la creencia de que Dios tiene un plan para el mundo y Estados Unidos está llevándolo a cabo con la orientación divina, como ha señalado una larga lista de figuras destacadas.
Por otra parte, el cristianismo evangélico es una de las mayores fuerzas en Estados Unidos. Dentro de él, la Iglesia del Final de los Tiempos tiene un enorme alcance popular, estimulado por la creación de Israel en 1948 y revitalizado todavía más por la conquista del resto de Palestina en 1967; todos signos, en esta visión, de que el Final de los Tiempos y la Segunda Venida se acercan. Estas fuerzas han cobrado vitalidad desde los años de Reagan, a medida que los republicanos han dejado de hacer como que son un partido político en el sentido tradicional para consagrarse a servir, casi al pie de la letra, al minúsculo porcentaje de los superricos y a las empresas privadas; pero como esos dos sectores constituyen una porción muy pequeña del electorado y no puede proporcionar votos, el partido reconstruido se ha dirigido hacia otros lugares. La única opción consiste en movilizar tendencias sociales que siempre han existido, aunque rara vez como una fuerza política organizada: en primer lugar los nativistas, que tiemblan de miedo y odio, así como elementos religiosos que se consideran extremistas en todo el mundo, pero no en Estados Unidos; como resultado, se reverencian las profecías bíblicas. Por lo tanto, no solo se apoya a Israel y sus conquistas y su expansión, sino que se le profesa un amor apasionado; es otra parte central del catecismo que deben recitar los candidatos republicanos (con los demócratas a poca distancia, de nuevo).
Dejando de lado esos factores, no hay que olvidar que la "anglosfera" —el Reino Unido y sus descendientes— está formada por sociedades de colonos que se alzan sobre las cenizas de poblaciones indígenas eliminadas o, en realidad, exterminadas. Las prácticas pasadas tienen que haber sido básicamente correctas, en el caso de Estados Unidos incluso ordenadas por la Divina Providencia. Por lo tanto, suele haber una simpatía visceral por los hijos de Israel cuando siguen un camino semejante. Pero lo que pasa por delante de todo son los intereses geoestratégicos y económicos, y la política no está grabada en piedra.
La "amenaza" iraní y la cuestión nuclear
Volvámonos por fin a la tercera de las cuestiones principales abordadas en las revistas del sistema citadas, la "amenaza de Irán". Entre las elites y la clase política se considera la amenaza principal para el orden mundial, aunque no es así entre las poblaciones. En Europa, las encuestas muestran que Israel se ve como la principal amenaza para la paz. En los países MENA se comparte esa posición con Estados Unidos, hasta el punto de que la población siente que la región estaría más segura si Irán poseyera armas nucleares. Las mismas encuestas revelaron que solo el 10% de los egipcios consideran a Irán una amenaza; a diferencia de sus dictadores gobernantes, que tienen sus propios intereses.
En Estados Unidos, antes de las campañas de propaganda masivas de los últimos años, una mayoría de la población estaba de acuerdo con la mayor parte del mundo en que, como signatario del Tratado de No Proliferación Nuclear (TNPN), Irán tiene derecho a enriquecer uranio. Incluso hoy, una mayoría significativa prefiere los medios pacíficos para tratar con Irán. La oposición a una participación militar si Irán e Israel están en guerra es todavía mayor: solo una cuarta parte de los estadounidenses creen que Irán es una preocupación importante para Estados Unidos;30 pero no es inusual que haya una brecha —con frecuencia un abismo— que divide la opinión pública de la política.
¿Por qué, exactamente, se considera que Irán es una amenaza tan colosal? La cuestión casi nunca se discute, pero no es difícil encontrar una respuesta seria, aunque no, como de costumbre, en los enfebrecidos pronunciamientos de la elite política. La respuesta más autorizada la proporcionan el Pentágono y los servicios de inteligencia en los informes que le presentan regularmente al Congreso sobre seguridad global, en los que señalan que "el programa nuclear de Irán y su disposición a mantener abierta la posibilidad de desarrollar armas nucleares es una parte central de su estrategia disuasoria".
Esta encuesta no llega a ser exhaustiva, huelga decirlo. Entre los temas fundamentales que no se abordan está el giro de la política militar de Estados Unidos hacia la región de Asia-Pacífico, donde se añaden nuevas bases militares al enorme entramado en marcha en la isla de Jeju, cercana a Corea del Sur, y en el noroeste de Australia, todos ellos elementos de la política de "contención de China". Un asunto relacionado es el de la base de Estados Unidos en Okinawa, vehementemente combatida por la población durante muchos años y una crisis continua en las relaciones Estados Unidos-Tokio-Okinawa.
Como muestra de lo poco que han cambiado las hipótesis fundamentales, los analistas estratégicos de Estados Unidos describen el resultado de los planes militares de China como un "‘dilema de seguridad clásico‘, en el cual los programas militares y las estrategias nacionales considerados defensivos por sus planificadores son vistos como amenazas por el otro bando", escribe Paul Godwin del Instituto de Investigación de Política Exterior. El dilema de seguridad surge sobre el control de las aguas de la costa china. Controlar esas aguas es para Estados Unidos un hecho "defensivo", mientras que China lo considera amenazador; y al revés: China considera "defensivas" sus acciones en zonas vecinas, mientras que Estados Unidos las considera amenazadoras. Un debate de estas características alrededor de las aguas costeras de Estados Unidos no es ni siquiera imaginable. Este "dilema de seguridad clásico" solo tiene sentido partiendo de la base de que Estados Unidos tiene derecho a controlar a la mayoría del mundo y de que la seguridad de Estados Unidos requiere algo que se acerca al control global absoluto.
Mientras que los principios de dominación imperial han sufrido pocos cambios, nuestra capacidad de ponerlos en práctica se ha reducido a medida que el poder se ha distribuido más ampliamente en un mundo que se diversifica. Las consecuencias son numerosas. No obstante, es importante tener en cuenta que, por desgracia, ninguna de ellas disipa las dos nubes oscuras que se ciernen sobre toda consideración de orden global: guerra nuclear y catástrofe ambiental, que, literalmente, amenazan la supervivencia digna de la especie. Por el contrario: las dos amenazas son inquietantes y crecen.
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