Cuando el pueblo se levantó en urnas
Pedro Miguel
L
o ocurrido el primero de julio de 2018 no fue una elección sino una insurrección. En las urnas se confrontaron quienes pretendían mantener el régimen imperante con los que aspiraban a destruirlo. Los primeros llegaron divididos pero ni aunque se hubiesen unido tras una sola candidatura habrían podido lograr su objetivo. Como en las elecciones previas de 2006 y 2012, el partido del poder oligárquico echó a andar la maquinaria del fraude pero ésta se atascó y no pudo revertir el tsunami del sufragio insurrecto. Si se hubiera podido descontar de las cifras oficiales del INE los votos comprados y coaccionados, el porcentaje obtenido por la coalición Juntos Haremos Historia habría sido más elevado de lo que se reconoció.
Lo cierto es que hace casi un año muy pocas personas fueron a las casillas a elegir entre las cuatro posibilidades de la boleta presidencial y entre las variopintas fórmulas legislativas y municipales. En su gran mayoría, el electorado se dividió entre quienes querían que el país siguiera por el mismo rumbo establecido hace 31 años mediante otro fraude y los que estaban resueltos a poner fin al régimen neoliberal y sus partidos. Las comparaciones entre las propuestas de Meade, Anaya y El Bronco eran innecesarias porque en esencia los tres representaban lo mismo. Muchos tampoco se dieron el tiempo de conocer el Proyecto de Nación 2018-2024 que sirvió a López Obrador como plataforma electoral. La disyuntiva era mantener el estado de cosas corrupto y sangriento o sacar del poder público a quienes lo impusieron y dar paso a un cambio radical. Fue, pues, una insurrección pacífica, legal y democrática, pero insurrección.
Los regímenes vetustos y corroídos pueden caer como consecuencia de un asalto o de un derrumbe por efecto de un asedio (Kapuściński dixit). El primero, sorpresivo e inesperado, puede parecer muy radical pero tiende a ser más incierto a la hora de construir sus resultados El segundo suele producir cambios menos vistosos pero más profundos. Desde el momento de su instauración, el prianismo neoliberal mexicano fue puesto bajo asedio por la izquierda partidista.
El proceso requirió tres décadas exactas de organización y concientización y en el camino logró avances enormes, como lo fue el arrebatarle el gobierno de la capital a la oligarquía, pero también experimentó severas derrotas, como la pérdida del partido que se había empeñado en construir desde 1989 y que terminó por sucumbir ante sus propias contradicciones y las lógicas corruptoras del régimen; aprendió, a un costo enorme, a operar con las reglas del juego impuestas por el grupo en el poder sin dejarse contaminar por ellas; aprendió a conjugar formas de lucha; aprendió a hacer propaganda en las calles y desde abajo, a contrapelo de un aparato propagandístico aplastante; aprendió a moverse entre los meandros de una legislación electoral hecha para la simulación y la trampa; aprendió a sumar a su causa a los desgajamientos del régimen; aprendió a calcular hasta dónde podía hacer concesiones en aras de objetivos superiores sin desvirtuar su lucha; aprendió, aprendió, aprendió.
La llegada de Trump a la Casa Blanca dejó sin sustento el modelo neoliberal mexicano, que había apostado todas sus cartas a la integración supeditada del país a la potencia del Norte. Huérfana de brújula y con el pastel empequeñecido por el continuado saqueo, la oligarquía dominante fue incapaz de conciliar las diferencias entre sus facciones y llegó a 2018 fragmentada e insustancial. Una sociedad mayoritaria, diversa y pluriclasista, se aglutinó en torno a Morena para protagonizar el último capítulo del asedio.
Será necesario profundizar en el análisis de la política de alianzas y la fase previa de acumulación de fuerzas que modelaron el proyecto hoy gobernante para comprender lo que ha ocurrido el último año: la transición incierta, apacible y larguísima entre el 2 de julio y el primero de diciembre de 2018, el desconcierto generalizado de muchos sectores ante el arranque de la Cuarta Transformación, un desconcierto que cunde en el bando de los derrotados y que se extiende incluso a los simpatizantes del cambio. Sin ese análisis no puede entenderse la significación a largo plazo de los primeros grandes golpes contra las estructuras corruptas de la administración pública, el carácter emancipador de los programas sociales del nuevo gobierno, los ritmos contradictorios a los que avanza la demolición del viejo régimen, la construcción de uno nuevo, los desencuentros reales o aparentes entre la Cuarta Transformación y sus aliados tradicionales y la furiosa campaña de intoxicación de la opinión pública que llevan a cabo los derrotados.
Por lo pronto, el lunes próximo el pueblo se celebrará a sí mismo y acudirá a las plazas públicas para conmemorar el primer aniversario del día en que se levantó en urnas y derrotó a sus opresores.
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