El Banco de España y la concepción liberal de las pensiones
Milton Friedman, en una conferencia que pronunció en la Universidad de Londres y que, junto con otros trabajos, publicó en castellano hace ya muchos años la editorial Gedisa, relataba cómo al colaborar en un libro sobre la historia monetaria de los Estados Unidos se vio obligado a leer medio siglo de informes del Banco de la Reserva Federal, y que el único elemento que hizo más liviana esa tarea ingrata y tediosa fue la oscilación cíclica que estos informes atribuían a la importancia y efectividad de la política monetaria. En los años buenos se decía: “Gracias a la excelente política monetaria de la Reserva Federal…”; en los años malos, por el contrario, se afirmaba: “Pese a la excelente política de la Reserva Federal…”, y luego se criticaba lo que consideraban políticas y medidas erróneas.
Seguro que algo parecido le sucedería al estudioso español que quisiera bucear en los informes del Banco de España (BE) y consultar en las hemerotecas las declaraciones de sus responsables. La experiencia sería también terriblemente monótona, porque año tras años vienen repitiendo las mismas cantinelas y proponiendo las mismas recetas. Entre sus obsesiones se encuentra siempre presente el tema de las pensiones públicas. Hay que reconocer, sin embargo, que en este aspecto el BE no es nada original, las pensiones constituyen también la obsesión de la OCDE, del FMI, de la Comisión, del BCE, etc., y, como no podía ser menos, de los servicios de estudios de todas las entidades financieras, que no en balde obtienen jugosos beneficios de los fondos privados de pensiones.
En el informe de 2018 publicado hace unos días no podía faltar el tema de las pensiones. El BE reitera la urgencia de la reforma del sistema y reprocha al Gobierno no haberla acometido ya, aun cuando no se hubiese logrado el acuerdo de todas las fuerzas políticas. Lo cierto es que la postura resulta un tanto ingenua, puesto que en plena campaña electoral era imposible no ya la unanimidad, ni siquiera el mínimo acuerdo. Más bien, cada partido ha aprovechado la cuestión para apuntarse el tanto, presentándose como el máximo defensor del sistema público, al tiempo que reprochaba a los otros partidos que cuestionasen su viabilidad y que estuviesen dispuestos a reducir en el futuro la cuantía de las prestaciones.
No es la primera vez que ocurre. Ya sucedió a principio de los noventa, cuando el PSOE y el PP se acusaban mutuamente de poner en riesgo el sistema. El Pacto de Toledo nació en buena medida del deseo de sacar el tema de las pensiones de la confrontación política y electoral y convertirlo en un pacto de Estado. En realidad, este fue el único elemento positivo del pacto, tal vez junto al compromiso de todos los partidos de que las prestaciones se actualizasen todos los años con el IPC que, si bien garantizaba el mantenimiento del poder adquisitivo de los pensionistas, les privaba de cualquier participación en la prosperidad y en el crecimiento de la economía. Compromiso que, por otra parte, ha sido roto recientemente.
Al margen de esto, el Pacto de Toledo introdujo al sistema público en una trampa de difícil salida al ligar su financiación a un solo ingreso, el de las cotizaciones. Se le hace depender así de la pirámide de población, del número de trabajadores, del empleo y de la relación activos/pasivos. Incluso se le somete a soportar la ofensiva de los empresarios y de los políticos liberales, que demandarán la bajada de las cotizaciones como forma de ser más competitivos y crear más empleo. Se separó a la Seguridad Social del Estado, no solo administrativamente sino también financieramente. Para que la operación tuviese algunos visos de verisimilitud, la sanidad y otras prestaciones se sustrajeron a la SS, y se presentó a esta como un sistema cerrado (ahora reducido únicamente a pensiones) que tiene que autofinanciarse.
Este artificial fraccionamiento entre Estado y SS se refuerza con dos prácticas también erróneas y que inducen a confusión. La primera es la que se llama falsamente “hucha de las pensiones” constituida por los superávits en las cuentas de la SS (que lógicamente cada vez serán más raros), teóricamente destinada a enjugar los déficits que se producen en otros años. La segunda son los créditos que el Estado concede a la SS cuando la cuantía de sus ingresos es inferior a la de los gastos.
El error de fondo consiste en considerar a la SS como algo distinto del Estado, que precisa tener una hucha o que le preste el propio Estado. Lo lógico sería que los excedentes de la SS (cuando los hubiere) revirtiesen en el Estado y que sus déficits (en su caso) se enjugasen con aportaciones (no préstamos) del mismo Estado. Hasta el momento no hay ningún partido que defienda este planteamiento. Todos hablan de préstamos y no de aportaciones a fondo perdido. Es más, el discurso de algunos políticos se ha rodeado de sorprendente demagogia acerca de la hucha de las pensiones. El Tribunal de Cuentas participa de esa misma equivocación cuando afirma que la SS está en quiebra. Olvida que es parte del Estado y sus cuentas se integran en las estatales, y su deuda desaparece al consolidar las cuentas de la Administración central. Son todos los ingresos del Estado los que deben garantizar las pensiones públicas y no hay por qué dar a su financiación un tratamiento diferente del que se proporciona a la sanidad (antes estaba en la SS), a la educación, al seguro de desempleo, a los gastos de dependencia, etc. No se necesita una reforma de las pensiones, sino del sistema fiscal.
La solución que propone el informe del Banco de España es, como de costumbre, muy simple. Todo se reduce a minorar por uno u otro procedimiento las prestaciones, con el peligro de que el sistema quede convertido en pura beneficencia. Aconseja alargar la vida laboral y retrasar la edad legal de jubilación. La contestación parece evidente. Vale poco dilatar la edad legal, cuando la edad real es bastante inferior, ya que se utiliza la jubilación anticipada como un escape de la presión de los expedientes de regulación de empleo y un sustituto del seguro de desempleo. Es más, mientras el paro ascienda a tres millones de personas, es absurdo hablar de retrasar la edad de jubilación porque seguro de desempleo y prestaciones de jubilación constituyen vasos comunicantes. Lo que se ahorre en pensiones se gastará en seguro de desempleo.
Tampoco es muy feliz la idea de considerar la totalidad de la vida laboral a efectos de calcular las pensiones. En realidad, es tan solo una forma de reducir la cuantía de las prestaciones, amén de modificar la concepción que de las pensiones públicas tiene la Constitución española. Su razón, según la Carta Magna, no está en reintegrar al pensionista lo cotizado a lo largo de su vida laboral, sino en garantizar que el trabajador tras la jubilación contará con ingresos similares a los que tenía antes de jubilarse. No se trata de una prestación privada basada en el “do ut des”, dotación-rescate. No tiene por qué existir una equivalencia entre cotización y prestación. De ahí que se conforme como sistema de reparto y que su carácter sea público.
La idea de las pensiones que tiene nuestra Constitución se aleja de ese modelo liberal en el que estaba seguramente pensando Carlos Solchaga, ex ministro socialista de Economía, cuando, en contestación a los pensionistas que se manifestaban, afirmó que estaban recibiendo mucho más de lo que habían aportado. En el sistema español las cotizaciones, que en su mayor medida corren a cargo de los empresarios, tienen la condición de tributos y no de aportaciones a un fondo que se rescatará posteriormente, y las pensiones no son la recuperación de ningún ahorro personal sino una prestación social más, que al igual que la educación, el seguro de desempleo, la sanidad, etc., son propiedades (en el sentido aristotélico del término) que siguen necesariamente a la esencia del Estado social.
Carece de sentido plantear el tema como lucha entre generaciones. Primero porque todos o casi todos, antes o después, seremos pensionistas y los posibles recortes, si bien van a afectar a los jubilados actuales, tendrán un impacto aún mayor sobre los futuros pensionistas. Segundo porque durante toda su vida laboral los pensionistas actuales no solo han contribuido con las cotizaciones sociales, sino con impuestos con los que se han costeado la educación, las infraestructuras, etc., beneficiando así a las generaciones más jóvenes, y elevando la productividad de la economía y con ello el nivel de vida promedio de todos los ciudadanos. En los últimos cuarenta años se habrá duplicado la renta per cápita.
La viabilidad de las pensiones al igual que la de todos los gastos sociales no depende, como nos quieren hacer creer, de cuántos son los que producen, sino de cuánto se produce y de la decisión política y social sobre la distribución de lo que se produce. Sin embargo, son estos dos parámetros los que parecen estar en crisis. El pensamiento único neoliberal domina la Unión Europea, y la falta de una armonización fiscal, laboral y social dificulta la posibilidad de una política redistributiva y la suficiencia y progresividad de los sistemas fiscales. A su vez, la necesaria creación de empleo en España dentro de la Unión Monetaria parece conducir, tal como apuntan las últimas estadísticas, al estancamiento de la productividad. He ahí el verdadero peligro que acecha no solo a las pensiones, sino a todo el Estado Social.
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