La condena a muerte del presidente Mursi
El general Sisi y la complicidad de Europa
La condena a muerte del expresidente Mursi en Egipto debería hacernos reflexionar sobre el destino de las revueltas árabes y la complicidad de Europa y EE.UU. en la destrucción de la democracia y en el incremento de la violencia en toda la región.
Las revueltas y revoluciones árabes de 2011, frenadas en Siria, fueron apuntilladas en Egipto tras el golpe de Estado del general Abdelfatah Al Sisi en julio de 2013. De esa manera, mientras se abortaban, pudrían o encarnizaban los procesos en otros lugares (Bahréin, Yemen, Libia, Siria, Iraq) se restablecía en toda la zona una versión “mejorada”, más severa y más salvaje, del cepo geopolítico contra el que se levantaron los pueblos hace ahora cuatro años. Vuelven los zombis: las dictaduras, las intervenciones exteriores y las respuestas fanáticas yihadistas. La reciente cumbre de la Liga Arabe celebrada en Sharm Esheij, donde se aprobó la intervención en Yemen, da toda la medida de este retorno a la unanimidad de los dinosaurios. El silencio ahora de sus gobiernos frente a la sentencia circense contra Mursi revela la solidez de este parque jurásico. "Saludo en usted a un dirigente visionario que contribuye a la estabilidad de Egipto y de la región”, adulaba a Sisi hace unos días Beji Caid Essebsi, el presidente de Túnez, el único país, al menos por comparación, mínimamente democrático de la Liga Árabe.
Nunca Mubarak llegó tan lejos como Sisi en términos de persecución de opositores y represión sangrienta. Sólo en 2014 la dictadura egipcia metió en la cárcel a 41.000 ciudadanos y condenó a muerte a más de 1.000. En sus dos años de poder absoluto las fuerzas policiales del espadón han matado a 4.000 personas y han herido y torturado a decenas de miles. El último informe de Humans Right Watch es bien elocuente respecto de la brutalidad del régimen y sus métodos, que se aplican no sólo sobre los Hermanos Musulmanes, apartados de un manotazo del gobierno por elputch militar, sino sobre todas las formas de disidencia. Mientras Hosni Moubarak ha sido exculpado de todos los cargos, el bloguero de izquierdas Alaa Abdel Fatah, uno de los símbolos de la revolución de enero, se pudre en prisión. Mientras el dictador Mubarak ve su obra y su nombre rehabilitados, el primer presidente democrático del país es hoy condenado a muerte junto a otros dirigentes de la Hermandad Musulmana. El contenido de la sentencia, disparatado y prevaricador, presupone además la legitimidad del antiguo régimen y la criminalidad de la revolución de 2011.
La dictadura de Sisi es más opresiva que la de Mubarak y, como la de su antecesor, se alinea con las mismas fuerzas regionales. Para los que vieron o siguen viendo en el generalote una especie de Nasser redivivo empeñado en afirmar la soberanía de Egipto y en combatir el “islamismo”, hay que recordar que sus máximos aliados en la región son Arabia Saudí, dictadura teocrática que ha alimentado al Estado Islámico en sus pechos, e Israel, fuente de todas las inestabilidades y de todas los retrocesos democráticos de la zona. Duelen los oídos cada vez que Sisi se jacta de haber evitado a Egipto el destino de Siria e Iraq y haber asegurado la estabilidad de esa delicada región del mundo que él mismo ha contribuido y contribuye a enconar y desbaratar. Nunca Egipto ha sido más pobre y más violento, con una guerra de baja intensidad en el Sinaí y las cárceles llenas de periodistas y disidentes, y nunca los países vecinos en los que interviene directa o indirectamente (Libia o Yemen) han estado más cerca del caos.
La dictadura de Sisi se alinea además con los intereses de Europa y EE.UU. “Lucha antiterrorista” y “estabilidad” son los dos abracadabras que abren a las dictaduras árabes las puertas de todas las cancillerías occidentales. Ya sabemos lo que significa “estabilidad” en la zona: muertos, invasiones, dictaduras. Contra esa “estabilidad” se alzaron los pueblos del Próximo Oriente y el Norte de Africa en 2011 y es esa “estabilidad” la que perpetúa los ciclos de despotismo, guerra sectaria y yihadismo. “Estabilidad” quiere decir cárceles, ejecuciones, bombardeos, muertos. “Estabilidad” quiere decir desprecio de la democracia y de la vida en favor de Israel y de nuestros infames aliados en la zona.
Por eso nada tiene de extraño que el general Sisi visitara España el pasado 30 de abril y fuera recibido con honores y entusiasmo por Rajoy y por los reyes. El mismo gobierno que califica a Venezuela de “dictadura”, se siente cómodo al lado del “demócrata” que fusiló a 800 personas, incluidos niños y mujeres, en la plaza Rabaa de El Cairo en agosto de 2013 y que ahora condena a muerte al único presidente democrático de la historia del país. Ningún Felipe González ha defendido a Mursi ante el tribunal de El Cairo y ningún Rajoy llamará a consultas a nuestro embajador o propondrá sanciones contra los golpistas egipcios. Democracia, Derechos Humanos, justicia social y libertad son palabras que conviene nombrar contra los gobiernos que obstaculizan nuestros intereses, pero que podemos dejar a un lado si se trata de condenar a pueblos enteros para defender nuestras empresas multinacionales y nuestras cuentas en Suiza.
Esto es normal. Mucho más triste es que un día antes de su visita a España, el 29 de abril, el primer ministro de la Grecia combativa y soberana, Alexis Tsipras, se reuniera en Nicosia con el generalote asesino y le apretara calurosamente (¡calurosamente!) la mano. Este apretón (en nombre de la “cooperación económica y la lucha antiterrorista”), que naturaliza la dictadura egipcia en la política europea, por encima o por debajo de la coloración de los gobiernos, pone punto y final, al menos de momento, a las esperanzas de cambio espumadas en 2011. Que Rajoy y Tsipras, rivales ideológicos, estén de acuerdo sobre Sisi, cierra Europa de nuevo a los pueblos de la región. Esta política no es sólo contraria a principios éticos y políticos. Tenemos ya suficiente experiencia para saber que es además contraproducente. No se pueden silenciar las aspiraciones democráticas del mediterráneo sur sin alimentar la represión política, las intervenciones y la violencia y, por tanto, la emigración clandestina y el yihadismo radical. Con la pala del pasado la visita de Sisi a Europa ha enterrado definitivamente las revueltas democráticas de los pueblos de la región árabe. Europa -incluido Tsipras- aplaude entusiasmada mientras la arena golpea el ataúd. Grave injuria y grave error que pagaremos todos.
Ahora la condena a muerte de Mursi con la complicidad de los gobiernos europeos y estadounidense -que se conformarán con una declaración retórica sobre este pequeño “revés” para la “transición democrática”- deja definitivamente claro a una buena parte del pueblo egipcio, aislado y sin apoyo, que no hay ninguna vía democrática, y mucho menos “occidental”, hacia la dignidad y la justicia. Aquí, más que en cualquier otro lugar del mundo, todo gesto que no apoya la democracia y la justicia social apoya el terrorismo. Europa, el Estado Islámico y las dictaduras árabes van de la manita por esta carretera en cuyas cunetas se entierra con muchas palas el futuro de la humanidad.
Las revueltas y revoluciones árabes de 2011, frenadas en Siria, fueron apuntilladas en Egipto tras el golpe de Estado del general Abdelfatah Al Sisi en julio de 2013. De esa manera, mientras se abortaban, pudrían o encarnizaban los procesos en otros lugares (Bahréin, Yemen, Libia, Siria, Iraq) se restablecía en toda la zona una versión “mejorada”, más severa y más salvaje, del cepo geopolítico contra el que se levantaron los pueblos hace ahora cuatro años. Vuelven los zombis: las dictaduras, las intervenciones exteriores y las respuestas fanáticas yihadistas. La reciente cumbre de la Liga Arabe celebrada en Sharm Esheij, donde se aprobó la intervención en Yemen, da toda la medida de este retorno a la unanimidad de los dinosaurios. El silencio ahora de sus gobiernos frente a la sentencia circense contra Mursi revela la solidez de este parque jurásico. "Saludo en usted a un dirigente visionario que contribuye a la estabilidad de Egipto y de la región”, adulaba a Sisi hace unos días Beji Caid Essebsi, el presidente de Túnez, el único país, al menos por comparación, mínimamente democrático de la Liga Árabe.
Nunca Mubarak llegó tan lejos como Sisi en términos de persecución de opositores y represión sangrienta. Sólo en 2014 la dictadura egipcia metió en la cárcel a 41.000 ciudadanos y condenó a muerte a más de 1.000. En sus dos años de poder absoluto las fuerzas policiales del espadón han matado a 4.000 personas y han herido y torturado a decenas de miles. El último informe de Humans Right Watch es bien elocuente respecto de la brutalidad del régimen y sus métodos, que se aplican no sólo sobre los Hermanos Musulmanes, apartados de un manotazo del gobierno por elputch militar, sino sobre todas las formas de disidencia. Mientras Hosni Moubarak ha sido exculpado de todos los cargos, el bloguero de izquierdas Alaa Abdel Fatah, uno de los símbolos de la revolución de enero, se pudre en prisión. Mientras el dictador Mubarak ve su obra y su nombre rehabilitados, el primer presidente democrático del país es hoy condenado a muerte junto a otros dirigentes de la Hermandad Musulmana. El contenido de la sentencia, disparatado y prevaricador, presupone además la legitimidad del antiguo régimen y la criminalidad de la revolución de 2011.
La dictadura de Sisi es más opresiva que la de Mubarak y, como la de su antecesor, se alinea con las mismas fuerzas regionales. Para los que vieron o siguen viendo en el generalote una especie de Nasser redivivo empeñado en afirmar la soberanía de Egipto y en combatir el “islamismo”, hay que recordar que sus máximos aliados en la región son Arabia Saudí, dictadura teocrática que ha alimentado al Estado Islámico en sus pechos, e Israel, fuente de todas las inestabilidades y de todas los retrocesos democráticos de la zona. Duelen los oídos cada vez que Sisi se jacta de haber evitado a Egipto el destino de Siria e Iraq y haber asegurado la estabilidad de esa delicada región del mundo que él mismo ha contribuido y contribuye a enconar y desbaratar. Nunca Egipto ha sido más pobre y más violento, con una guerra de baja intensidad en el Sinaí y las cárceles llenas de periodistas y disidentes, y nunca los países vecinos en los que interviene directa o indirectamente (Libia o Yemen) han estado más cerca del caos.
La dictadura de Sisi se alinea además con los intereses de Europa y EE.UU. “Lucha antiterrorista” y “estabilidad” son los dos abracadabras que abren a las dictaduras árabes las puertas de todas las cancillerías occidentales. Ya sabemos lo que significa “estabilidad” en la zona: muertos, invasiones, dictaduras. Contra esa “estabilidad” se alzaron los pueblos del Próximo Oriente y el Norte de Africa en 2011 y es esa “estabilidad” la que perpetúa los ciclos de despotismo, guerra sectaria y yihadismo. “Estabilidad” quiere decir cárceles, ejecuciones, bombardeos, muertos. “Estabilidad” quiere decir desprecio de la democracia y de la vida en favor de Israel y de nuestros infames aliados en la zona.
Por eso nada tiene de extraño que el general Sisi visitara España el pasado 30 de abril y fuera recibido con honores y entusiasmo por Rajoy y por los reyes. El mismo gobierno que califica a Venezuela de “dictadura”, se siente cómodo al lado del “demócrata” que fusiló a 800 personas, incluidos niños y mujeres, en la plaza Rabaa de El Cairo en agosto de 2013 y que ahora condena a muerte al único presidente democrático de la historia del país. Ningún Felipe González ha defendido a Mursi ante el tribunal de El Cairo y ningún Rajoy llamará a consultas a nuestro embajador o propondrá sanciones contra los golpistas egipcios. Democracia, Derechos Humanos, justicia social y libertad son palabras que conviene nombrar contra los gobiernos que obstaculizan nuestros intereses, pero que podemos dejar a un lado si se trata de condenar a pueblos enteros para defender nuestras empresas multinacionales y nuestras cuentas en Suiza.
Esto es normal. Mucho más triste es que un día antes de su visita a España, el 29 de abril, el primer ministro de la Grecia combativa y soberana, Alexis Tsipras, se reuniera en Nicosia con el generalote asesino y le apretara calurosamente (¡calurosamente!) la mano. Este apretón (en nombre de la “cooperación económica y la lucha antiterrorista”), que naturaliza la dictadura egipcia en la política europea, por encima o por debajo de la coloración de los gobiernos, pone punto y final, al menos de momento, a las esperanzas de cambio espumadas en 2011. Que Rajoy y Tsipras, rivales ideológicos, estén de acuerdo sobre Sisi, cierra Europa de nuevo a los pueblos de la región. Esta política no es sólo contraria a principios éticos y políticos. Tenemos ya suficiente experiencia para saber que es además contraproducente. No se pueden silenciar las aspiraciones democráticas del mediterráneo sur sin alimentar la represión política, las intervenciones y la violencia y, por tanto, la emigración clandestina y el yihadismo radical. Con la pala del pasado la visita de Sisi a Europa ha enterrado definitivamente las revueltas democráticas de los pueblos de la región árabe. Europa -incluido Tsipras- aplaude entusiasmada mientras la arena golpea el ataúd. Grave injuria y grave error que pagaremos todos.
Ahora la condena a muerte de Mursi con la complicidad de los gobiernos europeos y estadounidense -que se conformarán con una declaración retórica sobre este pequeño “revés” para la “transición democrática”- deja definitivamente claro a una buena parte del pueblo egipcio, aislado y sin apoyo, que no hay ninguna vía democrática, y mucho menos “occidental”, hacia la dignidad y la justicia. Aquí, más que en cualquier otro lugar del mundo, todo gesto que no apoya la democracia y la justicia social apoya el terrorismo. Europa, el Estado Islámico y las dictaduras árabes van de la manita por esta carretera en cuyas cunetas se entierra con muchas palas el futuro de la humanidad.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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