Gustavo Ogarrio
A los familiares de los normalistas asesinados y a los familiares de los 43 desaparecidos
México vive un momento enfáticamente grave, una época de violencia altamente deshumanizada. Un país del horror se está formando en este presente en el que acontecen masacres que elevan aleatoriamente su nivel de crueldad, cierta divulgación mediática y política del terror, exterminios de seres humanos imposibles de identificar: quemados, desollados, borrados, pulverizados. Asesinatos de indocumentados centroamericanos, fusilamientos por parte del Ejército de presuntos sicarios, homicidios y desaparición de normalistas, fosas clandestinas que pueblan el subsuelo de la misma nación que acelera la implementación del segundo ciclo neoliberal, el más destructivo y en el que corren paralelas las dos privatizaciones de la vida pública: la de las reformas estructurales impulsadas por el gobierno de Enrique Peña Nieto y por los tres principales partidos políticos (PRI, PAN, PRD), y el proceso en el que las fuerzas informales y criminales del mercado neoliberal, ya sin controles nacionales, se apoderan del Estado mismo, lo que llaman simplificadamente como narcoestado.
Un país del horror que está a punto de consumar un olvido casi perfecto del horror anterior: las matanzas de Acteal y de Aguas Blancas, las mujeres muertas en Ciudad Juárez; los miles de seres humanos cuya muerte ha sido estigmatizada y borrada por el expresidente Felipe Calderón como “daño colateral” en su presuntaguerra contra el crimen organizado. Ningún acto básico de justicia que reordene la memoria inmediata de la violencia, que simbolice una mínima reparación del daño o que impida la normalización del exterminio selectivo o aleatorio. Se puede afirmar que la incapacidad del Estado mexicano para garantizar la seguridad y la justicia ante estas masacres está modificando la idea y la experiencia contemporánea de la muerte, las fronteras siempre porosas entre lo que una sociedad acepta como destino ineludible y su relación con el riesgo latente de morir asesinado en una espeluznante ruleta rusa regionalizada.
La violencia extrema y la suma de horrores también ponen al límite la noción misma de país. La anhelada condición postnacionalista, que supuestamente traería una apertura democrática sin precedentes, derivó hacia una época de horrores acumulados. En México, la “sociedad del riesgo” que propone Ulrich Beck para interpretar la lógica del actual capitalismo global, se está deslizando hacia una sociedad del exterminio selectivo y al mismo tiempo aleatorio, una sociedad herida y muchas veces despedazada, al borde de una parálisis que muchas veces le obliga a enmudecer sus testimonios y a callar su dolor.
Sin embargo, esta sociedad castigada y agredida sistemáticamente también busca sus propias palabras para dolerse y demandar justicia, para decirle al poder político, a la alianza monstruosa entre el Estado y el crimen organizado, palabras inesperadas: “Discúlpeme, Señor Presidente, pero no le doy la mano, usted no es mi amigo. Yo no le puedo dar la bienvenida. Usted no es bienvenido. Nadie lo es” (Palabras de Luz María Dávila, madre de Marcos y José Luis Piña Dávila, jóvenes asesinados en Villas de Salvárcar, Ciudad Juárez, el 20 de febrero de 2011, a Felipe Calderón, en ese entonces presidente de México). Una sintaxis para nombrar la barbarie y la autodestrucción del Estado mexicano también se abre paso en esta época de horror acumulado que quiere imponer a como dé lugar su normalización. Una primera etapa de testimonios directos de esta barbarie se han multiplicado en los últimos años, un derecho a la memoria inmediata frente a la incapacidad jurídica del Estado mexicano para transformar esos testimonios en justicia. Quizá un segundo ciclo de memoria explicativa ante la acumulación de horrores de los últimos años se encuentra en puerta: sus huellas están inscritas en las razones todavía enigmáticas por las que una parte muy significativa de la sociedad mexicana, con resonancia internacional, se indignó ante la matanza de seis normalistas y 43 desaparecidos de la Escuela Normal de Ayotzinapa, una masacre ocurrida en Iguala, Guerrero, la noche del 26 y la madrugada del 27 de septiembre de este año. Estos hechos prácticamente desnudaron la simbiosis última del Estado mexicano con el crimen organizado: los normalistas fueron baleados y secuestrados por policías municipales y un comando armado, ante la omisión de integrantes del Ejército y de la Policía Federal.
La violencia extrema ha dejado de ser la historia secreta del país, o al menos eso parece en nuestra época. La voz también exterminadora del Estado y su resonancia en los grandes monopolios de la comunicación, como Televisa y TVAzteca, parece en nuestros días sumamente preocupada: la palabra de las víctimas y de una sociedad quebrada, a veces enfurecida y temerosa, también resuena a nivel internacional y amenaza con romper la armonía de ese celebrado México postnacional, de una brutal economía de mercado a la que únicamente le interesa salvar la imagen mercantil del país. A su manera, los tecnócratas neoliberales que han gobernado en las últimas tres décadas también se sienten a gusto en el vértigo de avanzar hacia ningún país, hacia una condición global, y ven como una amenaza cualquier evocación que apele a cierto humanismo que restituya la justicia y la dignidad de las víctimas o de los “daños colaterales”. Quisieran que de eso no se hable. Sin embargo, el país estalla también en palabras que alcanzan a nombrar su propia desintegración: “Fue el Estado”, afirma una voz colectiva de indignación social ante la desaparición forzada de 43 normalistas en Guerrero.
¿Qué puede decir la poesía sobre la violencia de los últimos tiempos? ¿Cuáles han sido las poéticas del desarraigo nacional durante el último siglo que han registrado artísticamente la erosión de México como país? Partimos de la idea de que estos poemas que enuncian cierto desarraigo o un particular alejamiento del nacionalismo mexicano no son meras expresiones episódicas de la relación entre poesía, nación y dolor; consideramos que significan otra manera de escribir poesía: una estética de la palabra que en momentos de suma violencia por parte del Estado mexicano, en su reiteración exterminadora contra la sociedad, emprende su propio camino hacia ningún país. Vamos a aludir a poemas como “¡Mi país, oh mi país!”, de Efraín Huerta; “Alta traición”, de José Emilio Pacheco, “Los muertos”, de María Rivera, y algunos textos del libro de Jorge Humberto Chávez, Te diría que fuéramos al río Bravo a llorar pero debes saber que ya no hay río ni llanto: visiones artísticas y críticas desde la poesía ante brutales crisis del sentido moderno de lo que significa un país, y en las que, de cierta manera, también se opone la palabra a esa condición nacional destructiva y de exterminio.
Un país amortajado y envilecido:
Efraín Huerta bajo la negra niebla de la represión
Efraín Huerta bajo la negra niebla de la represión
Fechado el 4 de abril de 1959, días después de que ocurriera la incursión del gobierno mexicano para romper violentamente la huelga de los ferrocarrileros, Efraín Huerta escribe el poema “¡Mi país, oh mi país!”, uno de sus más concentrados poemas políticos, una caja de resonancia de lo que será la trágica década de los años sesenta del siglo XX en México. Así comienza la enunciación poética en contrapunto de Huerta:
Ardiente, amado, hambriento, desolado,
bello como la dura, la sagrada blasfemia;
país de oro y limosna, país y paraíso,
país-infierno, país de policías.
Largo río de llanto, ancha mar dolorosa,
república de ángeles, patria perdida.
Efraín Huerta certifica la pérdida de la patria en la irracionalidad de la represión, abre los caminos de la modernización política de la poesía y establece una continuidad con el contrapunteo de las imágenes que guían otro de sus poemas más inquietantes, “Declaración de odio”, en el que la Ciudad de México es la protagonista de la enunciación aciaga que se debate entre el odio perfeccionado y ese “candor de virgen desvestida”: “Ciudad negra o colérica o mansa o cruel”.
En “¡Mi país, oh mi país”!, Huerta consigna la vehemencia lírica de una poesía enfáticamente política que es también una exclamación privada y colectiva del desarraigo nacional: “¡Oh país mexicano, país mío y de nadie! / Pobre país de pobres. Pobre país de ricos.” A medio camino del inefable “milagro mexicano”, Huerta es testigo directo, a través de su poesía y de su militancia política, de la incompatibilidad de un país escindido no sólo por la represión en contra de los ferrocarrileros, sino también por la pobreza acumulada e invicta en medio de la supuesta bonanza económica que dejaría la época célebre de la “sustitución de importaciones”. El país trágicamente poetizado de Huerta pierde sus límites cuando al “granadero lo visten/ de azul de funeraria y lo arrojan/ lleno de asco y alcohol/ contra el maestro, el petrolero, el ferroviario,/ y así mutilan la esperanza”. Esa ruta simbólica del ferrocarril –“Buenavista, Nonoalco, Pantaco, Veracruz…”– es también la ruta de un país amortajado, envilecido, en el que el poeta adquiere un tono de solidaridad y dolor que lo obligan a evocar la realidad desde un “hermanos míos” y desde una irónica referencia al intervencionismo estadunidense: “¡Gracias, Becerro de Oro!¡Gracias, FBI/ ¡Gracias, mil gracias, Dear Mister President!”. En el centro de este poema se anudan las condiciones de vulnerabilidad política de la época, la represión y el miedo, pero también la dignidad de los que comienzan el descenso al “fondo de la nada”. Un poema de mínima expresión utópica, de estallamiento de la nacionalidad transformada en el monopolio exterminador de la violencia por parte del Estado: muertos sin ataúd que sueñan “el sueño inmenso/ de una patria sin crímenes”.
El ’68 y la poesía de José Emilio Pacheco:
el año poético de una traición consumada
el año poético de una traición consumada
En el “año axial” de 1968, como lo ha llamado Octavio Paz, José Emilio Pacheco publica uno de los poemas más citados cuando de distanciarse del nacionalismo exterminador se trata: “Alta traición”, que pertenece al libro No me preguntes cómo pasa el tiempo. El poema resiste la evocación constante y casi estereotipada gracias a una extrema concentración del desarraigo no panfletario:
No amo mi patria. Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal) daría la vida
por diez lugares suyos, ciertas gentes,
puertos, bosques, desiertos, fortalezas,
una ciudad deshecha, gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
–y tres o cuatro ríos.
Esta “alta traición” a la patria es la elección íntima de otro país. Una geografía menos agresiva de lo colectivo, una evocación suave y concreta de episodios no épicos del nacionalismo. El inicio del poema es uno de los más contundentes de la poesía mexicana contemporánea: ese “no amo a mi patria” resuena más como un lamento que como una herejía secular, más como el estallamiento subjetivo del propio país que como una estridencia antinacionalista. Es imposible no relacionar el poema de Pacheco con la matanza de estudiantes en Tlatelolco en 1968: la mostración indirecta a través del desapego en el que se cuestiona ese “fulgor abstracto”, el desamor ante la avalancha oficial del nacionalismo, es apenas una murmuración alegórica, un gesto de inigualable poder evocativo ante la barbarie del Estado mexicano y de los ecos de una nacionalidad metafísica que justifica la matanza de estudiantes.
En otro registro de esta traición poética de Pacheco, en el libro Los trabajos del mar, que recoge poemas que van de 1979 a 1983, encontraremos otra elaboración crítica del desarraigo y en la que el país, focalizado en el “telón irrespirable” de Ciudad de México, también se despeña ante cierta intimidad escéptica. “Malpaís” es la unidad que forman siete poemas que José Emilio Pacheco escribe para consumar, de alguna manera, su canto de tinieblas y de su propio e íntimo desarraigo nacionalista: “Cada país suele mostrar temeroso/ una pinacoteca de sanguinarios ladrones.”
Poéticas en la era de los cuerpos dolientes: poesía, crimen organizado y la autodestrucción del Estado mexicano
En su libro Decadencia y caída de la ciudad letrada, la crítica literaria Jean Franco advierte sobre una profunda regresión humanitaria en las sociedades latinoamericanas a finales del siglo XX y comienzos del XXI: “Actualmente, cuando los Estados han abandonado prácticamente el intento de mejorar la suerte de sus ciudadanos, confiando en el mercado para crear oportunidades y garantías, el delincuente es el pararrayos de todas las enfermedades sociales… La violencia es epidémica.” Esta época de los “cuerpos dolientes”, de los cuerpos literalmente desintegrados por una automatización política y social del “impulso de muerte”, nombrar desde la poesía a estas situaciones límite a las que se enfrentan sociedades como la mexicana resulta altamente riesgoso. Sin embargo, la espeluznante dialéctica que genera la figura de los miles de desaparecidos y exterminados por la insostenible “guerra” emprendida por el Estado mexicano contra el crimen organizado, obliga también a que tanto la palabra pública, política y social, como la palabra poética, no enmudezcan o que eviten también colapsarse ante el horror de los crímenes y las desapariciones. Esta palabra, en el caso de los crímenes de Ayotzinapa, ya ha conquistado su derecho a nombrar el límite de toda una época: “Fue el Estado”; “Fuera Peña Nieto”.
Un poema de María Rivera ilustra el difícil tránsito por esa frontera casi impenetrable entre el lenguaje cuasi-artístico que nombra la desaparición y el horror. Su poema “Los muertos” enuncia directamente el espanto de esas muertes en la era de la globalización del crimen organizado y de su articulación política y criminal al Estado nacional en su fase de autodestrucción: “Allí vienen/ los descabezados,/ los mancos,/ los descuartizados,/ a las que le partieron el coxis,/ a los que les aplastaron la cabeza.” A riesgo de perder la forma misma de la enunciación poética, de llevarla al extremo de la denuncia, el poema de Rivera cumple puntualmente con el imperativo de humanizar, con estos golpes de poesía directa, fúnebre y política a un mismo tiempo, a las víctimas de la violencia en México de los últimos años. Su recuento es básicamente nominativo sin perder de vista el trabajo básico de la metáfora y la alegoría en tiempos de oposición también a los lenguajes destructivos tanto del Estado como del crimen organizado: “¿De dónde vienen, de qué gangrena,/ oh linfa,/ los sanguinarios,/ los desalmados, los carniceros asesinos?”
¿Cómo la regionalización del asesinato masivo en México ha marcado la memoria inmediata de ciudades como Juárez o Tijuana? Jorge Humberto Chávez ha escrito uno de los poemarios de mayor crudeza y ternura en su registro de esta violencia en espiral que arrasa comunidades enteras, su título es ya un breve poema del agotamiento del llanto y de un cierto sentido de frontera en Ciudad Juárez: Te diría que fuéramos al río Bravo a llorar pero debes saber que ya no hay río ni llanto. En el poema “Crónica de mis manes”, Chávez establece esta espiral de violencia desde la muerte del padre hasta la desintegración íntima y familiar del país en manos del “nuevo gobierno”: “mi padre tuvo la sabia idea de refugiarse en un hospital/ y morirse el mismo día/ en que el pueblo votó al nuevo gobierno/ y no alcanzó a ver/ que empezaron a caer como moscas/ primero los del otro lado de la ciudad/ luego los de la colonia contigua más tarde los conocidos/ después los vecinos/ finalmente el atardecer nos regaló la muerte del amigo/ y del hermano”.
Qué país tan grave, tan ninguno, con su aliento carnívoro y su fantasía vegetal de afectos y virtudes, este no país del acoplamiento brutal entre vida y muerte.
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