Cuando el crimen nos alcanzó
Pablo Gómez
Pablo Gómez
No tenemos certeza del momento en que nos alcanzó el crimen organizado en su vertiente del narco, porque ya el otro, el del poder, el de la corrupción pública, tenía muchas décadas de haberse entronizado en la República y lograba ocultar sus propias fechorías históricas. Por estudios y anécdotas, sabemos que el narcotráfico se ligó al Estado desde el momento en que la producción de la goma mexicana se hizo indispensable para el ejército de Estados Unidos, durante la guerra, con el fin de producir morfina. El gobierno de México no se imaginó que esa industria y esa apertura iban a conducir al gran emporio del narcotráfico que hoy conocemos y, finalmente, a la sujeción del Estado al poder del dinero y de las armas de los narcotraficantes.
Sabemos que el fenómeno Iguala –el sometimiento de la policía municipal al yugo de los narcos— abarca al vecino Cocula pero también a otros muchos ayuntamientos en varios estados del país. Es la quiebra del sistema nacional de seguridad pública, es cierto, pero dentro de la crisis del Estado corrupto que ya no puede funcionar como antes. México pasó de una situación en la que el Estado regulaba el narcotráfico y los gobernantes gozaban de una parte de las regalías de éste, a otra en donde los narcos someten a los gobernantes con la fuerza de las armas porque la policía no es capaz de enfrentar a esa delincuencia, le teme, le huye y, finalmente, se le somete. Ahora sabemos que en San Fernando, Tamaulipas, donde asesinaron a más de 70 personas, la policía colaboraba con los delincuentes, como en todos los demás lugares donde funciona el sistema actual.
El Estado corrupto se enredó consigo mismo al grado de quedar bajo el acoso de uno de sus instrumentos: el narcotráfico con sus derivaciones opcionales recientes de extorsión y secuestro. Lo que no se quiere todavía admitir es que el narcotráfico de ahora es producto genuino del Estado corrupto, que gracias a éste se conformó como lo padecemos y que no podrá ser derrotado sin una acometida definitiva contra ese mismo Estado que lo prohijó. Este es el punto que no quiere reconocer Peña Nieto porque él es parte de la tradición corrupta de la que heredó el poder, ya que el PAN en la Presidencia ni siquiera se propuso alguna vez combatir el Estado corrupto sino que se hizo su cómplice y, finalmente, su instrumento.
Este fenómeno, en el que la delincuencia organizada protegida por el aparato del Estado crea una nueva estructura que pasa de ser utilizada a utilizar al poder político, no es nuevo, por lo cual llama la atención la ceguera de los gobernantes que no alcanzaron a ver que su propia corrupción les iba a llevar al colapso del Estado corrupto, del suyo. Lo peor de todo es que ahora tampoco se dan cuenta de que el hoyo en el que se encuentra el país fue cavado por su propio sistema, en el cual viven y con el que se han empoderado en lo personal.
El asunto es muy complicado porque la percepción que existe en el gobierno de Peña y en los principales medios de comunicación no concuerda con la realidad, mientras las oposiciones no alcanzan a articular una alternativa completa al Estado corrupto, principalmente porque éste ya las ha tocado, como era hasta cierto punto inevitable.
Así es como se presenta un dilema: se produce una revolución política para refundar las instituciones o se llega a un acuerdo entre los partidos, ante la ausencia de una necesaria revolución, para cambiar muchas cosas. Lo que sería demasiado doloroso es el camino de la simulación o de cambios cosméticos en las instituciones como el que se intenta con la nueva Fiscalía, al final subordinada al Ejecutivo, y con las reformas anticorrupción, las cuales, con toda seguridad, no servirán para los fines proclamados sino para seguir en lo mismo.
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