A la mitad del foro
El Cañón del Sumidero
León García Soler
A
cinco kilómetros de Tuxtla Gutiérrez está el Cañón del Sumidero. Maravilla natural, desastre ecológico por la incuria y miseria de los habitantes del portento trazado por siglos de la corriente del río Grijalva. A un paso de la capital de Chiapas. A años luz de la leyenda, de la dignidad, de los cientos de indios que prefirieron lanzarse al profundo barranco que rendirse al conquistador y convertirse en esclavos de encomenderos, frailes y oidores enviados desde la otredad española.
Ahí, al filo del desastre, estamos los mexicanos del tercer milenio y el lenguaje político envilecido.
Todo México es Chiapas, rezaba la consigna acuñada por el doctor Manuel Velasco Suárez, gobernador del estado y médico excepcional. Su nieto gobierna hoy la entidad, despacha en Tuxtla Gutiérrez y encabeza un gobierno ambulante, de engalanados encuentros con los chiapanecos que en 1994 desnudaron la desigualdad brutal y la injusticia esclavizante en que sobrevivían y sobreviven los pobres de México, la mayoría del pueblo, los de abajo, los que pasan hambre, los que padecen la marginación, el alejamiento de las normas sociales constituidas a lo largo de nuestro proceso histórico. A cinco kilómetros del vacío. Con un gobernador surgido de la pluralidad de partidos, de la democracia electoral que, a pesar de nosotros mismos, funciona.
Ante el Sumidero, todo México es Ayotzinapa. Inútil buscar culpables en el pasado, sea el distante del cesarismo sexenal cuya fantasma volvió al poder para asustar a los timoratos y exhibir la levedad pasmosa de las vueltas a la noria para deslumbrar con la transición en presente continuo; el cambio en las alturas para que nada se vea en la profundidad del sumidero, y democratizar la corrupción para que la impunidad cobije a todos los que hacen como que hacen política. Se engrandeció el bandolerismo hasta hacerse digno de ser llamado crimen organizado; los gomeros de Sinaloa, Durango y Chihuahua se sumaron al fetichismo del libre mercado: a baja demanda de la cocaína al otro lado del río Bravo, responder con la colonización de la montaña de Guerrero para cultivar extensiones enormes de amapola y multiplicar la oferta de heroína y competir con ventaja al consumo de anfetaminas y otros sucedáneos.
Y el Estado se achicó, como tributo al dogma Thatcher-Reagan, rencuentro de los extremos en la persistencia del antiguo régimen. Parafraseando al gran Luis Cabrera, diríamos ahora:
La contrarrevolución es la contrarrevolución. Con los de la torre de marfil de las finanzas públicas, becados por el Estado mexicano y los oligarcas en consolidación, la tecnocracia desplazó del poder a los burócratas y políticos que presidieron el desplome de los ochenta. Coincidencia con la caída del Muro del Berlín hace un cuarto de siglo. Pero allá en Europa la izquierda, socialdemócrata, socialista, persistió en buscar respuesta a qué hacer después de la caída. En México se impuso el reformismo, el mal llamado neoliberalismo: y la economía rigió a la política.
Se impuso el fetichismo capitalista; la política y los políticos al servicio de los dueños del dinero. A pesar de la rebelión democratizadora encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas, o como consecuencia del desencuentro de tecnócratas y los desdeñados
nostálgicos del nacionalismo revolucionario. La caída del sistema hegemónico priísta fue calculada a sana distancia para asegurar el desmantelamiento de las instituciones del moderno Estado mexicano, instaurar la democracia sin adjetivos, alcanzar el sufragio efectivo y consolidar el imperio del dinero, la oligarquía imperante de espaldas a la terca realidad: si el dinero se hace del poder, tanto da que sea empresarial, patronal, de activos y acciones propias del capitalismo financiero, o que sea producto de la acumulación portentosa del narcotráfico y las derivaciones del crimen organizado. Hoy, todo México es Ayotzinapa. Y el mundo entero condena al gobierno de Enrique Peña Nieto, cuya eficacia política despertó el entusiasmo que llevó a hablar del
Momento mexicano.
Ningún espacio para la impunidad, ha dicho el Presidente de la República. Habría que empezar por restablecer el imperio de la ley en todo el territorio nacional, en cada estamento y capa de la sociedad desigual e injusta en que vivimos. La mayoría al borde de la hambruna. Resolver cómo combatir y abatir la desigualdad. Nada tiene esto que ver con las labores encomendadas a Rosario Robles, teñidas todavía por el asistencialismo, sea del color que fuere. Hace 25 años se repetía en todo el mundo el viejo proverbio ruso que Gorbachov pronunciara en la hora de la perestroika:
El pez se empieza a corromper por la cabeza. Peña Nieto se comprometió a restablecer la rectoría del Estado. La reforma fiscal está de cabeza. El secretario de Hacienda guarda silencio, mientras el Banco de México grita que los acontecimientos sociales podrían afectar el crecimiento de la economía este año.
Este y todos los años, señores de la banca central. Las marchas y protestas por los crímenes de Iguala alcanzan proporciones superiores a las del 68; exigencia de justicia mayor que la de la noche de año nuevo de 1994. No hay amnistía posible ahora; no hay manera de retirar las fuerzas armadas sin haber encontrado a los desaparecidos, detener y llevar ante un juez a los indiciados. Criminales autores de hechos de barbarie inconcebible. Es lenta la procuración de justicia. Pero es indispensable manifestarla, darle sustento legal a las palabras y declaraciones de diversos funcionarios y gente del pueblo. Ángel Aguirre
solicitó licenciay se fue. Pero hay declaraciones a los medios de Miguel Ángel Osorio Chong, secretario de Gobernación: El entonces gobernador no atendió al llamado hecho para retener al presidente municipal en tanto se informaba debidamente de la matanza y la entrega de los 43 normalistas a sicarios del narcotráfico.
Justicia exigieron los padres de los estudiantes de Ayotzinapa durante su encuentro con Enrique Peña Nieto en Los Pinos. Acto democrático, dirán algunos. Simulación, dirán los extremistas de la oposición facciosa. Es difícil encontrar una crónica a la altura del reto. Aunque las hay magníficas, mal podrían transmitir la tensa, inasible, distancia entre la formalidad del poder constituido y la formidable firmeza de quienes se reconocen mandantes en el valor de la palabra, instrumento para exigir la verdad, que se justifique el ejercicio del poder que en ellos reside; la formidable exposición de la memoria histórica en la madre que le preguntó directamente al presidente Peña Nieto qué hubiera hecho si se tratara de un hijo suyo: seguramente ya lo hubiera encontrado, concluyó esa mujer en la que encarna el derecho a la justicia, el vigor de la pena que se sobrepone a la agraviante desigualdad.
En Los Pinos se firmó un documento redactado por la exigencia de los padres de los normalistas desaparecidos y sus compañeros muertos y heridos por sicarios del poder comprado con dinero del crimen. ¿Quién sabe cómo o cuándo se hará justicia? O si es posible todavía encontrar con vida a los 43 normalistas desaparecidos. Pero la clara firmeza del lenguaje de los herederos de Juan Álvarez logró ya que
el Estadose comprometa a dignificar la educación y las estructuras de las normales rurales.
A ver si como cantan duermen. Porque estamos al borde del sumidero, mientras los dueños del dinero que pagó la demolición culpan a la
descomposición institucional.