Criminalización no, medicalización sí
Claudio Lomnitz
E
s tiempo de que México use la autoridad moral que le confieren sus casi 100 mil muertos y sus 22 mil desaparecidos para despenalizar las drogas –me refiero a todas las drogas– e invertir mejor en su medicalización.
Lee uno la prensa y no hacen más que aparecer las fosas. Fosas, y más fosas. Realmente, ¿hasta cuando va a seguir esto así?
Hace unas semanas el comisionado nacional contra las adicciones, doctor Manuel Mondragón y Kalb, dio entrevista a El Universal y dijo que se opone a la legalización de la mariguana, pues no quiere que México se convierta en
un país mariguanero.
Esta clase de declaración oficial tendría que venir precedida de un estudio médico y económico serio –que no ha habido– donde se comparen los males que ha traído la guerra contra el narco con los males que traería la despenalización, aunada con una política de medicalización en algunos casos, no ya sólo de la mariguana, sino de todas las drogas. México tiene ya derecho ganado a una discusión pública, informada y seria sobre este tema.
Si la heroína, que es una de las drogas más dañinas, hubiese sido despenalizada en 2006, junto con la cocaína, las metanfetaminas y la mariguana, ¿habría producido 100 mil muertos, 22 mil desaparecidos, una crisis de gobernabilidad mayúscula? ¿Habría generado un gasto militar y policial de tamaño todavía desconocido, y un daño al tejido social y económico del tamaño de lo que ha generado su criminalización? La pregunta amerita un debate de verdad, con lujo de números y cálculos de costo.
Entiendo que el doctor Mondragón no se entusiasme con la idea de tener
un país mariguanero.A mí tampoco me encantaría tenerlo, la verdad. Como tampoco me encanta que exista un país con números elevados dechemos y de alcohólicos (¡y vaya que los hay!). Sin embargo, pese a los estragos terribles causados por esas dos sustancias, la venta de alcohol y de cemento no está criminalizada, y sus efectos en la sociedad no parecen compararse a lo que la sociedad resiente hoy, por haberse plegado a una política insostenible de criminalización de otras sustancias.
Hay en las declaraciones del doctor Mondragón los miedos usuales de cualquier ciudadano –o de cualquier médico– a la proliferación de sustancias que alteran la conciencia y que afectan el desempeño normal de actividades. Entiendo –aunque no comparto– la fobia a
tener un país mariguanero. Y entiendo más todavía el miedo a tener un país cocainómano, u heroinómano.
Pero ya es hora de preguntarse si no hay formas de combatir la adicción a esas sustancias que sean menos dañinas para la sociedad como un todo, que afecten menos a terceros, que sean más humanas, menos caras y menos brutales que la criminalización. ¿Cuántos hospitales se podrían pagar con el presupuesto que se gasta para blindar policías y ejércitos? ¿Cuántos programas de punta podrían haber para el tratamiento de adicciones? ¿Cuántas políticas de educación en salud?
Y si esas políticas públicas fallaran un poco al principio, si tardaran algunos años en conseguir un buen nivel de éxito, ¿serían los efectos de esas fallas comparables a la pérdida de vida, la proliferación del crimen y la extensión del poder de las mafias a todas las áreas de la economía, que vemos en las principales zonas de narcotráfico? Si fuesen legales las drogas en México, se habrían espantado tanto los inversionistas nacionales y extranjeros como se han espantado ya por la inseguridad en México?
Esta pregunta merece análisis detallados y serios que hasta ahora no se han hecho –o no se han hecho públicos–, porque se parte siempre de que la democracia mexicana tiene temas tabú; temas que no se pueden discutir porque se enojarían demasiado los estadunidenses, o porque se enojaría demasiado la comunidad internacional. Se entiende este problema –es muy, muy real–, pero hoy México tiene decenas de miles de muertos que puede presentarle a la comunidad internacional como una factura –porque ha sido el precio que ha tenido que pagar la sociedad mexicana por la criminalización de las drogas. Y es un precio desproporcionado. Y se paga por adhesión a una serie de políticas que nunca han sido discutidas democráticamente, ni sometidas a deliberación y debate, más allá de los miedos y prejuicios que siempre circulan.
El consumo de azúcar en México ha causado estragos a escala de salud pública que seguramente sean peores que las que pueda causar la despenalización –sumada a una política de medicalización– de las drogas. La epidemia de diabetes y obesidad en México causa más muertes que toda la heroína, mariguana, metanfetamina y la cocaína juntas, pero a nadie se le ocurre penalizar el comercio del azúcar. A nadie se le ocurre penalizar el comercio del alcohol, por más conocida que sea la terrible y larga historia del alcoholismo en México.
Si la preocupación por la salud pública fuese genuina, México tendría hoy un debate abierto –con números y estudios– de los costos comparados de la despenalización versus la criminalización de las drogas en la salud de los mexicanos.
El tema de las drogas es un ejemplo, hoy, de falta de democracia. México ha pagado demasiado cara la política de penalización. Es hora de discutir alternativas.