El horno no está para bollos
León Bendesky
E
n un entorno de gran tensión social como el que prevalece hoy en el país, no pueden existir las condiciones para la franca recuperación de la economía. Tampoco se puede sostener la tan reiterada estabilidad macroeconómica que sigue definiendo la política monetaria, ni mantener la fortaleza de las finanzas públicas. En el marco de tanta fragilidad cada quien mira por sí mismo y trata de proteger lo que tiene. Así no pueden elevarse la inversión y el consumo, ni pueden crecer el empleo y las remuneraciones del trabajo.
Hoy, la discusión acerca de la economía se presenta en dos planos principales. El primero tiene que ver con la constante avalancha de datos que se ofrecen a diario. Pero de toda esta información es imposible derivar una tendencia clara del desenvolvimiento de la actividad económica, son indicadores parciales y presentados de manera revuelta. No pueden generar una visión de conjunto que sea útil para tomar decisiones y menos aún para entender lo que sucede.
El producto apenas crece y cada variación se quiere presentar como si las condiciones se hubiesen arreglado. El empleo formal que se crea es insuficiente y no puede desligarse de las precarias condiciones salariales afincadas en el mercado de trabajo; la informalidad sigue siendo la norma. La situación de apocamiento del consumo es notoria y resistente, y mientras se mantenga no habrá suficiente aliento para los negocios. El gasto en inversión no se recupera de modo sólido debido a la baja rentabilidad y las expectativas desfavorables. El crédito no aumenta de modo suficiente para financiar a las empresas, y ese era el objetivo principal de la reforma financiera. El peso se ha debilitado en su valor frente al dólar y el nivel general de los precios va en aumento; con ello se castiga aún más la capacidad efectiva de consumo. El gasto del gobierno no logra desatorar las condiciones del lento crecimiento y la deuda pública crece, a pesar de la mayor recaudación de los impuestos. Las tasas de interés son artificialmente bajas y no alientan la demanda agregada. Pende sobre ellas la decisión que tome la Reserva Federal estadunidense sobre los rendimientos para que pueda darse una salida fuerte de los capitales foráneos que constituyen 40 por ciento de la deuda pública. Los grandes proyectos de inversión que alienta la política pública no se materializan.
Da la impresión de que el discurso económico oficial, asumido por diversos grupos de representación empresarial, tratan de ajustar la realidad a unos datos que no la sustentan. Ese intento no puede dar resultados positivos. Y este es, precisamente, el segundo plano del modo en el que se analiza y presenta la situación de la economía. El análisis oficial es el mismo que se ha hecho ya por demasiado tiempo, aparece como un modelo preestablecido que se va rellenando con los datos del momento, pero sin que se modifique la concepción misma de lo que está ocurriendo.
La historia comienza usualmente en la década de 1980 y los cambios iniciados para abrir la economía, privatizar empresas públicas y cambiar las formas de regulación en los mercados. El momento clave de este proceso fue la entrada en vigor del TLC en enero de 1994. Según la interpretación convencional, de 1951 a 2013 el crecimiento promedio anual del ingreso por habitante fue 2.4 por ciento; a esta tasa llevaría 92 años duplicar dicho ingreso (no debe omitirse el significado de un indicador por habitante en el marco de una gran desigualdad económica). Este comportamiento se asocia con una muy baja productividad en la economía en su conjunto y que se explicaría por factores como el pobre desempeño institucional, la deficiente infraestructura, la regulación excesiva y la falta de competencia. Este es, por cierto, el diagnóstico más ortodoxo en términos económicos y que está hoy cada vez más cuestionado. En este análisis se acomodan las reformas recientemente aprobadas y que ya están en su fase de operación. Hasta hoy los resultados propuestos son sólo una posibilidad.
Pero el entorno en el que se opera está cambiando de modo significativo en el ámbito social. Entre las conclusiones del esquema señalado está que se ha agrandado la clase media del país. Definir ese concepto es un asunto complejo y hay estimaciones de que en promedio la clase media recibe un ingreso mensual máximo de 14 mil pesos por familia y la dispersión es muy grande. Sigue habiendo una gran parte de la población que no llega siquiera a ese nivel de ingreso y tiene que destinarse una proporción elevada del gasto público para atender a los programas sociales de subsidio.
El colofón del análisis oficial del desempeño económico es que el crecimiento no ha satisfecho las expectativas en el pasado reciente. En eso no puede haber discrepancia alguna. Pero la pregunta es si habrá las condiciones para que se cumplan en adelante.
Y aquí entra de lleno en la escena la disrupción social que se ha desatado en las semanas recientes. No surge por casualidad. El discurso económico y las políticas públicas no pueden seguir tratando las repercusiones sociales del lento crecimiento crónico y la desigualdad como si fuesen un mero residuo. Esta disociación es inoperante y la realidad se está desacomodando de una manera en que la dicotomía entre lo que se hace y los resultados que se generan no puede ya sostenerse. El conflicto va mucho más allá de las cifras económicas y su interpretación no puede pretenderse que sea un procedimiento antiséptico.
No debe pasar inadvertido que hace 20 años se presentaron las reformas del momento como un cambio trascendental en la política económica y hubo una profunda sacudida social. El horno no está para bollos.