EL DELFÍN

Este es un espacio para la difusión de conocimientos sobre Ciencia Política que derivan de la Carrera de Ciencias Políticas y Administración Pública de la Universidad Nacional Autónoma de México.

miércoles, 2 de septiembre de 2015

Centenario de Adolfo Sanchez Vasquez

Centenario de Adolfo Sánchez Vázquez. El filósofo del socialismo humanista y democrático*

Bolívar Echeverría

Gracias a Sánchez Vázquez, sostiene el autor, los jóvenes intelectuales latinoamericanos de los sesenta conocieron “un marxismo vital, creativo, revolucionario, cuya rica historia, reprimida por el marxismo oficial del imperio soviético, ellos averiguarían un poco más tarde”
Es difícil exagerar la importancia que tuvo la obra de Adolfo Sánchez Vázquez para los jóvenes intelectuales latinoamericanos de comienzos de los años sesenta. Sus ensayos sobre estética marxista y después, sus trabajos sobre los manuscritos juveniles de Carlos Marx, daban voz a un marxismo desconocido, vital, creativo, revolucionario, cuya rica historia, reprimida por el marxismo oficial del imperio soviético, ellos averiguarían un poco más tarde.
¿Por qué era tan importante entonces tener una prueba de que ese otro marxismo existía y podía desplegar y enriquecer su capacidad explicativa de la vida social e histórica? Esos jóvenes tenían la ilusión de que el renacimiento de la revolución iniciado por el levantamiento cubano que triunfó en 1959, podía profundizarse en el sentido de un socialismo libertario y alcanzar dimensiones planetarias que, esta vez sí podía realizar lo que el primer intento revolucionario, 30 o 40 años atrás, no había podido llevar a cabo: el ideal de construir una sociedad justa y libre.
Aleccionados en la polémica teórico política más apasionada de esa época, que tenía lugar en la opinión pública francesa, esos jóvenes entraron en una actividad política impaciente y radical que se mantuvo encendida durante algunos años. Para muchos de ellos, agotaría tempranamente su ciclo a partir de 1967 y la muerte del Che Guevara y, sobre todo, después de las brillantes y trágicas experiencias de 1968.
Admiradores de Jean Paul Sartre, cuya argumentación política impugnadora de las falacias de la “democracia occidental” avanzaba hasta un punto en el que se abría para ella un gran vacío. Llegaban ante una pregunta: ¿Los actos de todo tipo de rebeldía que se daban contra el orden establecido, con los cuales esos intelectuales se comprometían apasionadamente, estaban condenados a repetir el esquema del mito de Sísifo reactualizado por Albert Camus: a encenderse y a ser apagados sin dejar huella, unos junto a otros, sin tocarse; unos después de otros, sin transmitirse? ¿No había un medium objetivo que los comunicara entre sí, un nudo objetivo en el que decantaran los efectos de todos ellos, que estuviera dotado de alguna permanencia y les permitiera solidarizarse unos con otros y aprender unos de otros? ¿No había una historia común que permitiera a la más incierta de las huelgas, planteada en el último rincón de los Andes, saber que su audacia no estaba sola sino que formaba parte de una mucho mayor, de alcances planetarios, cuya amplitud y coherencia permitían contar con la victoria, si no aquí y ahora, sí en un futuro de mediano plazo?
¿Había alguien que pudiera afirmar y demostrar la existencia de una realidad objetiva dotada de esta consistencia; de una historia compartida capaz de interconectar los actos y retener los efectos de las muchas rebeldías, de juntarlos a todos sobre un mismo escenario y permitirles así articular coherentemente una rebelión conjunta, una revolución? ¿Qué propuesta teórica podía reconocer y hablar en esos días de este peculiar mundo de objetos al que cien años atrás Marx había reconocido como “el mundo de la producción de la riqueza social” y cuya “forma o modo capitalista” había criticado radicalmente? El “marxismo”, esa doctrina que afirmaba basarse en la teoría de Marx y que, para finales de los años cincuenta, había acompañado de manera dogmática y apologética la larga serie de crímenes monstruosos exigidos por la recomposición del Imperio Ruso y perpetrados en nombre del socialismo.
¿Podía tener ese modelo una propuesta teórica capaz de reactualizar para los nuevos tiempos esa visión crítica de la civilización capitalista en la que se había empeñado Marx? A los ojos de esos jóvenes intelectuales era obvio que no.
Eso que se hacía llamar marxismo no tenía para ellos absolutamente nada que ver con una teoría del fundamento objetivo de la revolución como la que requería la radicalización y ampliación de la Revolución Cubana. Era una construcción especulativa endeble ­unidad de “dialéctica materialista y materialismo histórico”, de “filosofía y ciencia”­ y, en términos teóricos, esos jóvenes intelectuales sentían vergüenza ajena por ella.
Aunque, por otro lado, no dejaban de percibir que, si bien se trataba de un corpus pesado e inútil, que pretendía ocupar un lugar genuino; un lugar bloqueado que reclamaba abrirse y airearse para dar juego a la teoría revolucionaria.
Sólo a la luz de esta necesidad apremiante de una teoría compartible por todos los que impugnaban el orden establecido y capaz así de reunirlos puede entenderse y apreciarse la importancia que tuvo para esos jóvenes intelectuales el aparecimiento de una obra marxista como la de Adolfo Sánchez Vázquez. A partir de ella se volvía indudable que un marxismo diferente del que se había establecido como ideología del “socialismo soviético” era posible.
La obra de Adolfo Sánchez Vázquez insistía entonces, como lo hace ahora, en dos contenidos esenciales de la teoría de Marx, íntimamente conectados entre sí: en el carácter creativo de la praxis humana y en la necesidad de una orientación esencialmente humanista y democrática de la actividad política socialista.
Los primeros aportes de Sánchez Vázquez a un nuevo marxismo se dieron en el campo de la estética y la teoría del arte. En abierta polémica con las posiciones del marxismo soviético, resumidas por el teórico ruso Zhdanov, que aplicaban al terreno del arte la teoría del conocimiento como un mero reflejo de la realidad, Sánchez Vázquez defendió la idea de que el arte, al ser la versión más depurada de la praxis humana, muestra en su pureza el carácter creativo de la misma. Si algo distingue al ser humano de los demás seres es, según Sánchez Vázquez, el hecho de que es capaz de crear un mundo propio, el mundo de lo social, autónomo del mundo natural. La dignidad humana, lo mismo individual que colectiva, reside en la libertad que es propia de todo creador. La reivindicación de esta dignidad en lo concerniente a la esencia y la función del arte fue para Sánchez Vázquez el primer paso en la elaboración de la obra que es seguramente su mayor contribución a la teoría marxista, su Teoría de la praxis.
Las implicaciones políticas de su rebelión contra el marxismo oficial eran evidentes tanto para sus censores del partido o sus admiradores universitarios. Si la creatividad es el rasgo distintivo de lo humano, manifiesto lo mismo en el individuo que en la colectividad, toda propuesta política y toda realización política que incluyan en su estrategia una subordinación del ejercicio libre de esa creatividad a necesidades pragmáticas de la construcción y el mantenimiento de un orden social resultan absolutamente condenables. El socialismo, comenzó a defender ya desde entonces Sánchez Vázquez, o es humanista, es decir, democrático, afirmador de la autarquía de un pueblo compuesto de individuos todos ellos creadores, o no es socialismo.
Las grandes líneas de un pensamiento renovador del marxismo quedaron planteadas ya en los sesenta por Sánchez Vázquez. Ideas en las que ha seguido trabajando incansablemente y en las que, con la generosidad de un filósofo verdadero, ha dado ánimos para que avancen otros proyectos diferentes del suyo.
*Fragmento del texto de Bolívar Echeverría“Adolfo Sánchez Vázquez y el otro marxismo.” Publicado en Theoría: Revista del Colegio de Filosofía 26 (2014): 55-59

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