Secretaría de Cultura
Pablo Gómez
No se trata de rechazar cualquier planteamiento sólo por su autor o autores. La creación de la Secretaría de Cultura no ha sido idea de Peña, de Chuayfet o de Nuño sino de muchos artistas que durante años plantearon la necesidad de un ministerio especialmente dedicado a las artes. No podría decirse que se trata de algo vinculado en especial al gobierno actual, el que, por cierto, no tuvo en su plataforma electoral este objetivo.
La experiencia indica que las secretarías de educación, tanto la federal como la de las entidades federativas, nunca han dado importancia a la promoción y difusión de las artes en general porque viven agobiados por una tarea siempre mal hecha que es la educación básica. Si las universidades públicas dependieran de las secretarías de educación serían pésimas porque éstas no pueden ver más lejos que la enseñanza primaria y secundaria, con muchos trabajos y torpezas.
No se trata ahora de ponernos a discutir el concepto cultura porque ese es un tema en el cual no tiene porqué haber acuerdo pleno. Sin embargo, hay muchas actividades y espacios que entran dentro del concepto cultura cualquiera que sea la definición que se quiera usar. Esos terrenos y esas tareas son justamente las que debe realizar una secretaría de cultura. El problema no es, por tanto, la existencia de dicho ministerio sino la política que se va a aplicar.
En realidad, lo que debería discutirse es la orientación que tiene Conaculta, ahora, y debe tener la próxima Secretaría de Cultura. En lugar de centrarse en la crítica de lo que ahora existe y de la gestión que ahora se hace, muchos han preferido especular sobre los motivos supuestamente ocultos del decreto de creación de la Secretaría. Se ha dicho, incluso, que la idea es privatizar espacios públicos, lo cual es absurdo porque para hacer eso no se necesita crear una nueva secretaría de Estado.
Si la Secretaría de Cultura ha de tener un sentido ése será el que logren darle los artistas. Mas no estamos hablando sólo de las grandes figuras sino de todos ellos, en especial de las manifestaciones artísticas llamadas populares y señaladas como tradicionales. La relación entre el Estado y las más variadas expresiones artísticas es por demás accidentada, carente de programas y sujeta a influencias clientelares políticas de diversos tipos. Abrir debates críticos sobre los temas relacionados es la tarea más inmediata cuyos resultados deberían ser la de incorporar a miles y miles de artistas, así como a comunidades y poblaciones que demandan atención a sus necesidades en estos terrenos, para construir en un plano popular y democrático las alternativas culturales.
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