Pablo O’Higgins: uno de los grandes del muralismo
Elena Poniatowska
A
hora que una gran exposición, El trazo firme de un espíritu en movimiento, de Pablo O’Higgins puede admirarse en el Museo Mural Diego Rivera, en la calle Colón, cerca de la Alameda, es bueno recordar que Pablo fue uno de los grandes pintores de México.
Tuve el privilegio de entrevistarlo varias ocasiones y quererlo, aunque no tanto como lo quería Mariana Yampolsky, a quien le hizo un estupendo retrato y menos que a María O’Higgins, su extraordinaria mujer y compañera de vida.
En su estudio de Coyoacán, encalado y blanco, vacío casi, salvo por los cuadros que iba colgando sobre los muros después de terminarlos, Pablo O’Higgins pintaba a grandes pinceladas, grandes lengüetas ocres, rojas, anaranjadas, y de pronto ese blanco deslumbrante que es el mismo que puso en el vestido que envuelve a María de Jesús, su mujer, como un alcatraz; un blanco a veces pastoso, a veces transparente, rico en tonalidades, en matices, todas las posibilidades del blanco, toda su gama, en ese maravilloso retrato de mujer cuadro que va del blanco gris a la textura blanca y porosa de la cal.
¡De todos los cuadros de Pablo O’Higgins es este retrato de mujer, de su mujer, de María de Jesús,
el que más me alucina! (para usar una frase de Pellicer), pero sobre el caballete aguarda una carreta jalada por dos bueyes que transporta a toda una familia en un paisaje también de rojos, ocres, grises, amarillos, con las inconfundibles pinceladas de Pablo O’Higgins.
La exposición consta de la obra entera de O’Higgins en la que puede apreciarse el enorme cariño e interés que Pablo O’Higgins tuvo por los trabajadores mexicanos.
Pablo estuvo muy cerca de los obreros y quiso ser un trabajador más, declaró María de Jesús en la conferencia de prensa para presentar esta exposición.
La paleta en que Pablo pone sus colores está totalmente cubierta. Usa los colores a pasto; pone una gran cantidad a tal grado que dan ganas de chupar estos montones de rojos y de verdes, que además huelen muy bonito. En contra de una pared sobre un estante hay muchos botes rodeados de una etiqueta: Poudre pour la fresque: Lefranc (polvo para fresco: Lefranc)
Pablo O’Higgins llegó a México en 1924, procedente de Utah, Estados Unidos, y lo primero que lo puso a hacer Diego Rivera fue justamente eso, mezclar colores, colores que desde entonces jamás le han fallado.
Fui gringo
–Yo estudiaba en la Academia de Arte de San Diego, en California. Nací en Salt Lake City, Utah, pero mi familia compró un ranchito cerca de San Diego, y allá nos fuimos a vivir. Mis padres siempre fueron comprensivos, inteligentes, nunca obstaculizaron mis gustos o mi carrera. Yo estudiaba piano, y también pintaba, pero cuando vi que en San Diego no había maestra de composición, me dediqué por entero a la pintura. Pero tampoco lo que hacíamos en dibujo y pintura satisfacía. En una revista que creo se llamaba The Arts me encontré de pronto con unas muy buenas reproducciones de los murales que Diego Rivera estaba haciendo en la preparatoria y esto me sacudió tanto que le escribí a Diego una carta –como cualquier muchacho que se entusiasma– y para mi gran sorpresa, ¡te imaginas cuál no sería mi sorpresa! Diego me contestó y me dijo que fuera yo a México a ver de cerca lo que él estaba haciendo ¡Es una carta muy bonita! ¡Por allí la tengo! Un amigo mío era Miguel Foncerrada, cuyo padre era el fogonero del tren entre Nogales y Empalme. ¡Cómo recuerdo el cruce que va para Guaymas, Mazatlán, el sur, Guadalajara! En fin, me dijo que fuéramos a conocer su tierra: Guaymas, y me encantó la idea. Iríamos a Guaymas, a México en tren. ¡Hicimos muchos días, muchas noches, no recuerdo tantas, pero apenas crucé la frontera, sentí el ambiente de la vida de México, tan distinto al de Estados Unidos, que me causó un impacto muy fuerte. Incluso las cosas que veía en la estación desde la ventanilla del tren me impresionaban. La primera imagen fue la de unos soldados sentados a lo largo de la vía y unas mujeres que calentaban frijoles o caldo en ollas; sus ademanes lentos, pausados, el rebozo, las faldas amponas, el pelo negro, su forma de caminar; me parecieron muy hermosas. ¡Como que todo el olor de México entraba por la ventanilla, y todavía recuerdo el impacto plástico de estas imágenes!
–Sí, al llegar es muy impresionante la plasticidad de los movimientos, de las actitudes, de los vestidos largos de las mujeres, el lento transcurrir de las horas.
–Miguel y yo llegamos a la una de la madrugada a México, pero en Querétaro subió al tren Roberto Montenegro, ¿te imaginas? (se ríe), y se puso a platicar con nosotros y nos recomendó el hotel Guardiola. ¡En 1924!, ¿te imaginas? Nosotros que no sa-bíamos absolutamente nada de México, lo escuchamos con gran atención.
“Llegamos a la estación de Colonia, donde han levantado un monumento, y fuimos a ese hotel Guardiola, que resultó carísimo para nuestras módicas posibilidades, y sólo pudimos quedarnos dos noches. ¡Yo estaba tan alborotado, que no podía ni dormir! A la mañana siguiente fuimos a caminar a la Alameda y desayunamos en la Casa de los Azulejos. Entonces era muy sencillo, no había nada de turismo, y en el interior del patio estaban pintados en las esquinas y en los muros unos pavos reales muy agradables, muy sedantes; total, todo me pareció precioso.
“Yo quería ir a ver a Diego inmediatamente, pero Miguel me retuvo porque era domingo, y me dijo: ‘Está bien que lo visitemos en su casa a las tres de la tarde’. Llegamos a las tres en punto a la calle de Mixcalco, y estaban Lupe Marín y Concha Michel, las dos sentadas en un patio mexicano con macetas –esos patios llenos de helechos y de sombras y de olor a geranios– y me llamó enormemente la atención Lupe, porque era hermosísima; morena, con esos grandes, grandísimos ojos verdes, o gris verde, un poco azules. ¡Otra vez me impactó México a través de esas dos mujeres que además estaban sentadas en unos escalones y cantando acompañándose con una guitarra!
Madre tierra, 1979, litografía a color de Pablo O’Higgins (Salt Lake City, Utah, 1904-ciudad de México, 1983), que se exhibe en el Museo Mural Diego RiveraFoto cortesía del museo
Bajando la vela (Mar Caribe), 1981, litografía coloreada de O’Higgins, incluida en la exposiciónEl trazo fino de un espíritu en movimiento,montada en el recinto de Balderas y Colón s/n, Centro HistóricoFoto cortesía del museo
Como yo nunca había visto cosa igual en Estados Unidos, iba de emoción en emoción. Diego nos recibió en el pasillo del patio en una forma muy sencilla, que me hizo sentirme muy bien.
–¡Qué bueno que vinieron! ¡Este viaje les va a servir mucho!
–Pero como él, Lupe y Concha Michel tenían que salir, porque se habían comprometido con unos amigos, Diego extendió en la mesa del comedor, una mesa muy grande, muchísimos dibujos suyos; apuntes de Italia, sus primeros bocetos para los murales de la Preparatoria, trabajos bizantinos, en fin, toda una pléyade de apuntes suyos. Los dejó ahí extendidos y nos dijo:
–Aquí les dejo para que los examinen todos a su gusto y nos vemos en la Secretaría de Educación Pública mañana. Subiremos a los andamios y les enseñaré los murales...
–Yo me quedé encantado viendo todo este material que era de una gran riqueza, de una enorme diversidad. ¡Era realmente un regalo que nos hacía Diego al permitirnos ver con todo el detenimiento y la libertad que quisiéramos, este trabajo único! Era también un testimonio de su confianza. Diego siempre fue generoso, pero a mí me agradó enormemente este rasgo suyo. De hecho, todo lo que me sucedía en México; cosa tras cosa me estaba embrujando; estaba yo deslumbrado. Nunca en mi vida me había sucedido cosa igual. Era totalmente distinto a lo que me había sucedido hasta entonces.
–Mira, aquí tengo un cuaderno donde apunté todo lo que me decía Diego, porque se puso a hablar muchísimo con nosotros. A la mañana siguiente que fuimos a la Secretaría de Educación Pública, y todas las mañanas y las tardes que vinieron después, Diego nos dio verdaderas lecciones de pintura. Nos hablaba claro, del punto de oro, del cono óptico, que es casi lo primero que estudias para ver la relación de la pintura con el exterior, así como de las leyes ópticas naturales o matemáticas, la relación de colores y todas las noches antes de acostarme apuntaba exhaustivamente lo que Diego me había dicho. Sobre estas semanas de conversación con Diego habría mucho que decir, pero lo primero que yo afirmaría es que Diego era un hombre absolutamente generoso; daba sus conocimientos sin medir, sin reservas de ninguna índole; era un continuo fluir de ideas, de experiencias.
–Dicen que contaba muchas mentiras.
–Quizá en sociedad, en fiestas, pero nunca al hablar de pintura, jamás. Después Diego me pidió que trabajara en la Secretaría de Educación Pública moliendo los colores para el fresco. Son polvos que se diluyen en agua. Ahorita te explico cómo.
–En esa época sólo trabajaban con Diego, Máximo Pacheco, que era algo así como un Giotto de la pintura mexicana, y Ramón Alva Guadarrama trabajó como ayudante de albañil porque en el fresco se necesitaba al albañil y a un ayudante pintor.
“El albañil preparaba el muro, porque el fresco se pone sobre un aplanado, que consiste en cal bien apagada –y en esa época usábamos arena de mina, y ahora se usa arena de mármol, o sea mármol molido– y Diego le indicaba al albañil la proporción de la mezcla y cómo esta se seca en ocho horas, había que pintar cuando el aplanado todavía está fresco para que agarre el color, el puro pigmento; el color en su estado puro, porque no se mezcla con nada. ¿Me entiendes? El fresco es el puro color: óxidos de tierra o de metal molidos con agua, sin mezcla. La encáustica –porque todos los murales de la Preparatoria están pintados en encáustica– se hacía con cera, copal y esencia de espliego, y el primero en pintar al fresco fue Jean Charlot, cuando Diego todavía estaba pintando con encáustica en los murales de la Preparatoria.”
–El fresco es siempre muy vital; el pigmento se ve muy luminoso...
–Sí, pintar al fresco es una magnífica disciplina. Con Diego trabajé hasta 1937 hasta que terminó Chapingo. Mi última tarea en Chapingo fue pintar las letras en un listón de quiénes habían participado en los murales, mientras Diego se subía al tren para ir al Congreso Comunista de Moscú. También colaboraron Fermín Revueltas, quien era un magnífico pintor que fue muy amigo mío –yo lo quería mucho, platicábamos largas horas–, y cuando Diego se fue, se fue también Jean Charlot, y entonces empezó una nueva etapa de mi vida, la cual te relataré en otra ocasión.
(Y Pablo O’Higgins, quien fue miembro fundador del Taller de Gráfica Popular, con Leopoldo Méndez, y formó parte de las Misiones Culturales que la Secretaría de Educación Pública organizaba por allá en 1928 y 1929 y fue a dar hasta con los indios tepehuanes en Nayarit reserva para más tarde el lento devanar de las horas tan plenas de su vida.)
Pablo O’Higgins, con su sonrisa en los ojos y su bondad en los cabellos blancos, abría la puerta de su espaciosa casa de Xochicatitla, cuando María de Jesús salía a comprar unas cosas al mercado que resultaron llamarse ajos...
No tardará... Pásale, pásale...
Llevaba un pincel en la mano que conservó durante toda nuestra plática y de vez en vez lo chupaba, lo redondeaba entre sus labios.
Mariana Yampolsky lo consideraba el integrante más bueno y más generoso del Taller de Gráfica Popular, que se reunía cada semana y al que acudían Fanny Rabel, Andrea Gómez, Alberto Beltrán, Adolfo Mexiac y muchos artistas más que además eran amigos y acostumbraban salir al campo con Leopoldo Méndez para hacer apuntes y convivir con los mexicanos más pobres. Hoy, escuelas de vida como el Taller de Gráfica Popular se han perdido y cada quien se rasca con sus propias uñas. Hombres de la generosidad y de la inteligencia de un Pablo O’Higgins o de un Leopoldo Méndez ya no se encuentran a la vuelta de la esquina. Ojalá y México ya no fuera tan inferior a su pasado. La jornada
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