Anthony Phelps, Horacio Benavides y Xavier Oquendo. Fuente: Facebook
Marco Antonio Campos
1
Mujer América. Vale la pena leer –vivir– la poesía del haitiano-quebequense Anthony Phelps hasta hacerla nuestra. Su lírica me recuerda la de otro gran antillano de Guadalupe, Saint-John Perse, por la intensidad terrenal y el vuelo lírico del verso, y asimismo la de otro excepcional quebequense, Gatien Lapointe, en el sentido de que ambos son poetas que cantan la Otra América, la América Latina, en la que los quebequenses son, como ellos mismos se designan, los latinos del norte.
Phelps da alas rápidas a las imágenes y hay en buena parte de su poesía una ardiente erotización del lenguaje, una sensualidad que toca vivamente todas las cosas. Es todo lo contrario de esa poesía del lenguaje o tediosamente intelectual que desde hace mucho tiempo abunda en Francia, en alguna poesía rioplatense y en poetas mexicanos con una retórica menor o vacía. Phelps sabe huir del lugar común y la frase hecha.
Hablando de los temas de su poesía, Octavio Paz decía: “El tiempo es el mundo y la mujer es el mundo”; tengo la impresión de que Phelps a su vez diría: “La tierra es el mundo y la mujer es América.” Femme Amérique. La mujer se integra a América y América es una mujer.
Quizá podríamos sintetizar diciendo de Phelps, del poeta y el hombre, que es un gran haitiano, un gran quebequense, pero sobre todo un americano total.
Anthony Phelps ganó la edición 2014 del premio quebequense y mexicano Jaime Sabines-Gatien Lapointe por su libro Mujer América, que en México publicó Mantis Editores.
2
La serena hierba. Pequeños cuadros o miniaturas espléndidas trazadas con un finísimo pincel, los poemas del poeta colombiano Horacio Benavides me recuerdan maravillas japonesas. En este bello y vasto libro, La serena hierba, Benavides no es el niño que mira con asombro la vida diaria, sino una suerte de sabio que con esmero estudia a las gentes del pueblo y del valle, sus labores y jornadas, las fieras en movimiento, los animales del campo, los animales domésticos, las aves que puntean el aire, las flores que no olvidan el color, la insectiada, en fin, un mundo elemental que ama con ternura, y al cual, a base de imágenes y metáforas de una sencillez honda, de giros repentinos, de pequeñas sorpresas, lo dibuja con una delicadeza que nos conmueve.
En sus bellos poemas de amor, la mujer se halla en la plenitud de su luz o en el llamado del vacío. Hay asimismo aquí destellos anacreónticos por las muchachas leves, el recuerdo triste por el padre y la madre idos y el gusto esencial por los alimentos terrestres.
Al nombrar con gran belleza el breve mundo que lo rodea, Horacio Benavides lo encarnó para que lo viéramos y lo viviéramos. Desde la primera vez que leí su poesía, me pareció tocada por el ángel.
Con este libro Benavides ganó el Premio Nacional de Poesía de Colombia 2013.
3
Piel de náufrago: Escrito con palabras del corazón, hay en esta breve antología del ecuatoriano Xavier Oquendo, algo del orbe mágico de la infancia lleno de destellos y juegos, la nostalgia triste por una adolescencia que se hubiera querido menos difícil, donde las muchachas en flor eran el resplandor fugitivo, y la vida del adulto a quien le cuesta trabajo “el lugar donde ubicarse”. Piel de náufrago es un libro donde hallamos con frecuencia asombros y encantamientos, tristezas y ternuras, timidez y aprensiones, dolores y olvidos.
El ritmo de los versos parece como olas que llegan con suavidad a la arena de la playa o como el roce de las alas de los pájaros en los follajes. Si un elemento aparece más en la poesía de Oquendo es el agua, “irreductiblemente el agua”, que toma proteicamente numerosas formas: mar, delta, río oculto, ojo de manantial, los ojos de la mujer, música de tango que se ahoga…
En una parte de su obra, Oquendo es un viajero en el presente y el pasado, o puntualizando más, el autor sabe combinar muy bien pasajes bíblicos y momentos del siglo XVI con el hoy frágil, de manera que dos o más historias corren entre odebajo del poema, sobre todo en las piezas breves que a veces son punzantes epigramas. No deja de sorprenderme cómo el autor inicia y cierra de manera impecable un buen número de poemas, y los vuelve, para decirlo con una definición de Juan José Arreola, objetos orbiculares. Especialmente atractivos, hondamente conmovedores, son los poemas en que se superponen personajes y relatos bíblicos con amigos y momentos de su adolescencia y primera juventud, amigos que, para mayor énfasis, llama los bíblicos. Instantes que se vuelven instantáneas y parecen como fotografías a las que el tiempo descorrió el color. Los personajes, los bíblicos y evangélicos Abraham, Moisés, Jonás y Pedro, habrían podido vivir, hasta un ayer no lejano, en Ambato o en Quito, y que para llenar el vacío de una vida a la que no le encontraban orientación ni fin, solían reunirse en los cafés, ponerse borracheras de órdago los fines de semana, ir tras de las muchachas como a la Tierra Prometida y subir al monte para dejar grabada “la parábola de viento”. Pero la fiesta –toda fiesta– inevitablemente termina, y ya pasado el tiempo, sólo quedan los recuerdos de esos días de fulgores opacos que conocen mejor que nadie los hombres solos.
He aquí un libro de un poeta que no ha olvidado al niño encantado. He aquí un libro melancólicamente hermoso.
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