Estado de policía con el Ejército
Pablo Gómez
Pablo Gómez
La militarización de una amplia zona de Tierra Caliente le otorga al Ejército, por vía de hechos y sin ley alguna, el control territorial y por ende de carácter político. Las demás autoridades estarán subordinadas al mando militar. El propósito no es una toma del poder público nacional por parte del Ejército sino una negación del Estado de libertades para imponer un Estado de policía bajo el mando de los militares. Este fenómeno se ha presentado en muchos países justo en el momento en que el gobierno no alcanza a controlar un gran desorden. De hecho, este planteamiento fue asumido por Felipe Calderón durante todo su mandato pero no pudo avanzar demasiado en su consecución.
Peña Nieto asume ahora el mismo proyecto porque ha fracasado la idea de la reducción gradual de los delitos de sangre y de extorsión sin tener que hacer nada nuevo. En este marco, se están planteando varias reformas legislativas: someter a todos los ayuntamientos del país al despotismo del centro; dejar a los municipios sin guardia ni vigilancia propia sino a merced de los gobernadores; devolver a la PGR el monopolio del control del narcomenudeo y eliminar la norma de no perseguir a los consumidores; regular para restringir el derecho de manifestación; clave única de identidad. Tal vez el experimento más importante a corto plazo va a ser el de Tierra Caliente de Guerrero en donde, además de las bandas de delincuentes, ahora van a surgir movimientos de resistencia popular contra el control militar y, por tanto, todo se va a complicar aún más.
El cambio de normas para poner orden es una forma de evitar hacer reformas sociales, ampliar los derechos de la gente, confiar en la organización social, repartir mejor el ingreso, promover el empleo y, sobre estas bases, impulsar el crecimiento de la economía. Como todo esto no lo sabe hacer Peña Nieto, quien sólo confía en la inercia neoliberal, es entendible que recurra al proyecto de Calderón. Dentro de poco se van a pedir facultades a la policía y en especial al Ejército y la Armada para meterse en la casa de quien sea, como alguna vez lo planteó al Congreso el último presidente panista.
Ya no son cosas diferentes la lucha contra la delincuencia organizada (excepto la de cuello blanco, claro está) y el control del vandalismo callejero, sino que forman parte del mismo discurso y, por consiguiente, del mismo griterío reproducido de inmediato por los grandes medios. Hasta la Comisión Nacional de los Derechos Humanos se ha permitido condenar actos vandálicos, lo cual no es su tarea porque no es gendarme sino abogado de los derechos del pueblo. Esta macabra maniobra de unir toda la violencia que no proceda del gobierno puede llevar a México al Estado de policía pero, como la policía no existe en tanto corporación permanente y disciplinada, sólo las fuerzas armadas podrían acometer tal despropósito. Así se piensa y así se actúa.
Las mentiras, claro, saltan a la vista. Los miembros de los ayuntamientos que cooperen con la delincuencia externa pueden ir a la cárcel porque no tienen fuero federal, por lo cual no es preciso destituir ayuntamientos sino sólo lograr que el Ministerio Público haga su trabajo. El mando policial único estatal con fuertes nexos con el federal ha existido siempre en el país: las llamadas policías judiciales o ministeriales no dependen de los ayuntamientos sino de los gobernadores y del presidente de la República. Esa es la policía que investiga y consigue las pruebas, así que es la que debe también perseguir al crimen organizado, pero hacer depender a los municipios de los gobernadores para dar la mínima seguridad a las instalaciones propias y ordenar la circulación de vehículos es otra cosa muy distinta que sólo provocará descontento.
El poder puede imponer el Estado de policía pero la sociedad mexicana no lo va a admitir. Habrá entonces más violencia.
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