Adolfo Sánchez Rebolledo
E
n un país donde los asesinatos y desapariciones forzadas se cuentan por decenas de miles, la indignación social es indispensable para mover la telaraña de los horrores tejida mediante ineptitudes, corrupción e impunidad. Sin la protesta enardecida de las víctimas –familiares, vecinos– y la solidaridad civil, la obligación de hacer justicia dormiría en los cajones de la burocracia a la espera del olvido, que es la necrópolis del México constitucional del que tanto se ufanan los depositarios del poder. Lentitud, formulismo, definen la actuación del Ministerio Público incluso en aquellos casos cuyas repercusiones trascienden la indiferencia que acompaña a la normalización de la violencia en el paisaje nacional. Resulta increíble que todavía hoy no tengamos noticias ciertas, comprobables, sobre los jóvenes desaparecidos de Iguala en septiembre. Se ha descartado ya que los 28 cadáveres calcinados y mutilados hallados en las primeras fosas sean de los detenidos por la policía municipal y entregados a las bandas locales del narco. En cambio, ahora sabemos que uniformados de otros municipios también participaron para rematar el trabajo contra los normalistas de Ayotzinapa, en una operación que de ninguna manera parece improvisada. Han pasado varias semanas pero aún carecemos de una versión oficial de los hechos, es decir, de un relato creíble de cómo y quiénes intervinieron en la tragedia, además de los municipales presos y los matones de Guerreros Unidos capturados. El alcalde de Iguala sigue prófugo. El gobierno del estado, alegando criterios jurídicos, permitió que huyera. El móvil sigue sin develarse. Antes, el partido que lo llevó al cargo le requirió que solicitara licencia sin reconocer la extrema gravedad de la situación, ignorando los ya para entonces públicos antecedentes del caso, como el probable asesinato de otros líderes sociales pertenecientes al mismo PRD. Los deslindes necesarios no se dieron a pesar de la obvia responsabilidad política del gobernador y su gobierno, lo cual acrecentó la crisis en el estado (y del Estado), que está viviendo horas criticas. Por su parte, la Presidencia, con notoria insensibilidad jugó para que el asunto se quedara en el plano local, como otro caso de debilidad institucional. Pero el problema estalló al ubicarse en el centro de la atención mundial: Iguala igual a Fallujah.
La ley, el federalismo, una vez más se convirtieron en palabras huecas, destinadas a justificar las omisiones de la autoridad, su ineptitud, cuando no las abiertas complicidades de un Estado que abandona sus deberes ante los poderes ilegítimos que lo invaden y colonizan. Dice la Presidencia que se sabrá toda la verdad y caerán todos los culpables, pero la sociedad ya esta cansada de ese tipo de anuncios y no cree en ellos, pues advierte que se trata de un problema mucho mas profundo que no puede reducirse a la corrupción de un presidente municipal coludido con la delincuencia o a la manifiesta ineptitud de un gobernador impostado como de izquierda por la perversión que suplanta los proyectos y principios, el arraigo popular por el simple cálculo electoral como un ejercicio particular de las camarillas dirigentes.
Iguala y Ayotzinapa marcan simbólicamente los límites de un país insostenible al que las capas dirigentes, la llamada clase política, dejan fuera de sus visiones de modernidad a millones de ciudadanos condenados a sobrevivir al margen del progreso posible, a la espera de que la violencia, la desigualdad y sus secuelas las reduzcan a simples focos rojos y se cumpla en ellas la obra destructiva que el proyecto global les impone a las regiones más pobres del mundo. En vez de admitir el fracaso de una concepción del desarrollo que omite poner en el centro el avance hacia formas más justas de convivencia, se reiteran los mitos que acompañan el impulso a las políticas dominantes, incluyendo por supuesto las últimas reformas estructurales que, lejos de unir a la sociedad en pos de un programa nacional de largo aliento, la fracturan y debilitan. Y junto con los mitos-madre del pensamiento único, se despliegan teorías menores para crear confusión en torno a los orígenes de la indignación: se quiere ver detrás de los sucesos una supuesta confrontación entre la delincuencia y los grupos guerrilleros que se dice actúan en la zona, como si se tratara de una guerra sucia donde los grupos criminales hicieran las veces de paramilitares bajo el mando formal de autoridades legítimas. En estos temas la Presidencia no puede dar pie a especulaciones que ponen en riesgo la convivencia nacional. Debe ser contundente y decir toda la verdad: en Iguala se produjo un crimen político del que se derivan, a querer o no, responsabilidades políticas.
La indignación por los crímenes de Iguala ya alcanzó cotas que pocos esperanban, pero el tema está lejos de ser resuelto. La intensidad de las manifestaciones demuestra la capacidad de respuesta política y moral de grandes sectores insatisfechos con el modo como se articula la vida pública y se ventilan los grandes problemas. Pero también, vale señalarlo, está en pie la repuesta antipolítica, el mero resentimiento, la negatividad cuando más necesaria es la participación organizada de la ciudadanía para cambiar el rumbo general. El intento de capitalizar la tragedia se superpone a las exigencias de transparencia, como es el caso del PAN ante la obvia irresponsabilidad del gobernador Aguirre Rivero aferrándose al puesto. Pero no todo se vale. El ataque sufrido por Cuauhtémoc Cárdenas y Adolfo Gilly tras marchar en solidaridad con los de Ayotzinapa es inadmisible por donde se le vea. La ofuscación o la ignorancia o el sectarismo de los agresores no deben equipararse a la indignación creíble, legítima, de los manifestantes. Hay en esta actitud persecutoria un rastro tumefacto de provocación, la intención de levantar una suerte de Inquisición que juzga pasado y presente. Esos autos de fe deben rechazarse con toda energía si no queremos vernos envueltos en un nuevo, fascistoide, culto a la violencia. La ética y la razón están al lado de las víctimas. No se pretenda empañarlas con actos reprobables de supuesto radicalismo.
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