De la guerra sucia a Ayotzinapa
A
yer, mientras funcionarios del gobierno de Guerrero admitían ante diputados federales que esa administración tuvo conocimiento de los hechos que derivaron en el homicidio y desaparición de normalistas de Ayotzinapa en el momento en que ocurrían, miles de alumnos de distintas universidades se movilizaban en la capital del país en reclamo por esos asesinatos y en demanda de la presentación con vida de los estudiantes sustraídos. Las expresiones estudiantiles de descontento se reprodujeron en tres entidades más: Chihuahua, Michoacán y Baja California. En Guerrero, en tanto, prevaleció una tensa calma luego de los disturbios ocurridos a principios de semana, que incluyeron la quema del palacio gubernamental en la capital Chilpancingo.
El estado nacional e internacional de movilización e indignación social ante los hechos del pasado 26 de septiembre ha ido en aumento ante la demostración de ineptitud e inoperancia gubernamental: a 20 días de los ataques cometidos por policías y presuntos delincuentes, ninguna autoridad ha sido capaz de dar una explicación sólida y creíble sobre las razones de esos asesinatos ni se ha emprendido una acción verosímil para encontrar a los 43 normalistas que siguen desaparecidos y procurar justicia para las víctimas y sus familiares.
Con todo, debe señalarse que la circunstancia actual de descontrol que dio pie a los hechos referidos, y que en la presente coyuntura se traduce en un sentir de desesperación social creciente, no se circunscribe a las acciones y omisiones de las autoridades actuales en los tres niveles de gobierno, sino a prácticas gubernamentales de larga data y cuyos antecedentes históricos se remontan por lo menos a los tiempos de la llamada guerra sucia. En efecto, durante el periodo que comprende las presidencias de Luis Echeverría y José López Portillo (1970-1982), el gobierno se valió de las instituciones civiles y militares encargadas de dar seguridad a la población y al país para aniquilar expresiones de oposición política, desde organizaciones armadas irregulares hasta activistas sindicales, agrarios y estudiantiles, todo ello bajo una impunidad que se mantuvo durante las siguientes administraciones y que llega a nuestros días. De esa forma, el Estado mexicano, lejos de restablecer el orden y consolidar el control político en el territorio nacional, se erigió en violador consuetudinario y sistemático de la legalidad, se colocó como responsable de crímenes de lesa humanidad y asestó un revés demoledor al estado de derecho y la justicia en el país, cuyas consecuencias se siguen padeciendo hoy en día.
Los atropellos al amparo del poder público continuaron durante las presidencias subsecuentes, y a ellos se sumó el inicio de una etapa histórica en que las administraciones federales adoptaron, como proyecto político, la reducción del aparato estatal a su mínima expresión, la privatización desenfrenada del patrimonio público, la apertura indiscriminada de mercados y la consecuente abdicación del poder público no sólo frente a instancias legales de la iniciativa privada, sino también frente a las organizaciones delictivas. El repunte actual de los grupos criminales no se explica solamente como resultado de la corrupción, infiltración y cooptación de cuerpos policiales e instituciones gubernamentales: en esos fenómenos subyace una lógica neoliberal que ha llevado al Estado a renunciar a sus potestades más elementales, incluyendo la de garantizar la seguridad pública, la integridad física y la vida de la población, al tiempo que ha generado un caldo de cultivo para el surgimiento de expresiones delictivas, caracterizado por el aumento de la pobreza, el desempleo y la marginalidad.
El descontrol presente, en suma, es consecuencia inevitable de un patrón de conducta institucional en el que convergen las pulsiones represivas y autoritarias, por un lado, y la lógica neoliberal y socialmente depredadora por el otro. No es casual que la represión y la violencia gubernamentales que cíclicamente se presentan en el panorama nacional se ceben, principalmente, contra los estamentos sociales más débiles, vulnerables y excluidos del orden socioeconómico surgido de la aplicación del Consenso de Washington.
La circunstancia descrita obliga a cuestionar el desempeño gubernamental del último medio siglo como una conducta institucional que lleva inexorablemente a la barbarie y representa uno de los principales ejes de continuidad entre los sucesivos gobiernos, y en el que se articulan las fuerzas partidistas opositoras, PAN y PRD. Éstas, a fin de cuentas, han optado por incorporarse a la estructura formal de un régimen negado a la moralización, la transparencia y la democratización.