Pablo Gómez
Responsable y culpable puede ser lo mismo en el derecho penal pero no es así en el terreno de la política. “Actos u omisiones que redunden en perjuicio de los intereses públicos fundamentales o de su buen despacho” es la materia de la llamada responsabilidad política que se castiga con la destitución y la inhabilitación. Comisión de delitos por parte de servidores públicos se penaliza en el mismo plano que si se tratara de otra persona. Y, finalmente, la sanción administrativa se refiere a los actos u omisiones que afecten la legalidad, honradez, lealtad, imparcialidad y eficiencia en el desempeño de las funciones públicas.
Nadie ha señalado a Ángel Aguirre como posible culpable de los asesinatos, lesiones y desapariciones forzadas de Iguala. Se le ha imputado responsabilidad política por no haber impedido la acción policíaca, aun cuando los agentes eran de Iguala y de Cocula, mediante la intervención de la policía del Estado. El tener responsabilidad política implica la separación del cargo. Eso es lo que ha sucedido con Aguirre y lo que debería suceder con Osorio Chong, quien también ignoró lo que estaba por ocurrir, lo que estaba sucediendo y lo que había pasado en Iguala, al grado de no hacer absolutamente nada y, al rato, señalar que Guerrero debía encarar solo el problema. También lo hizo Peña, pero tenemos una Constitución que exime al presidente de la República de responsabilidad política y le asigna al Congreso la remoción de los secretarios de Estado mediante juicio político.
La dirección del PRD se negó a pedir que Aguirre se retirara de la gubernatura, pero el Comité Ejecutivo Nacional, cinco días después, ha tenido que admitir que en Guerrero debe nombrarse un nuevo gobernador. Esta es una función política del partido gobernante: lograr el relevo de uno y nombrar al sustituto. Así es en todo el mundo. Pero en México seguimos con la vieja idea de que la responsabilidad política sólo la puede exigir el presidente de la República, como era antes.
La separación de Ángel Aguirre no resuelve el problema de los heridos y desparecidos, mucho menos de los asesinados, pero implica que el PRD ha tenido que asumir finalmente su propia e innegable responsabilidad. El argumento de que el gobierno federal es también responsable no le autoriza al PRD a tratar de eximirse.
En Los Pinos se sigue buscando que la responsabilidad recaiga exclusivamente en el PRD. Más aún, Murillo Karam nos quiere hacer creer que José Luis Abarca y su esposa eran los jefes del grupo delincuencial, pero las relaciones hampa-políticos no funcionan así. La delincuencia del aparato público es mayor que la de los narcos pero su especialidad es robar bienes públicos y morder cuanto se pueda. En cambio, el control de gobernantes por parte de la delincuencia común se lleva a cabo mediante una relación de fuerza. Ya habrá tiempo de que las cosas queden claras al respecto.
Por lo pronto, el gobierno de Peña seguirá recibiendo presiones procedentes del extranjero, las cuales son las que más le importan como se demostró en el caso de Tlatlaya que ya había sido cerrado. Aquí también Osorio (más el secretario de la Defensa y Eruviel Ávila) tiene responsabilidad política por haber dado por un hecho cierto la falsa versión del puro enfrentamiento entre presuntos delincuentes y soldados.
Todo esto nos impone la formulación de una nueva política de seguridad que deje atrás lo que ha sido inoperante y todo aquello que se quiere imponer como parte de un proyecto fracasado. Cuando los narcos dirigen a la policía (lo cual no es nuevo) se demuestra que el proyecto de Estado policíaco es doblemente inícuo. La base sobre la que descansa la actual crisis de violencia es el Estado corrupto mexicano. Esto es lo que el gobierno priista y el PAN no han querido reconocer.
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