La política del envilecimiento y el envilecimiento de la política
Carlos Martínez García
E
l infierno que vive México es resultado de colusiones para que algunos se favorezcan del poder, en tanto la mayoría es flagelada por condiciones ominosas. En el México posrevolucionario terminaron por imponerse las facciones que se sirvieron de las instituciones gubernamentales y del Estado para enriquecerse demencialmente y atajar por cualquier medio a sus críticos.
Hubo algunas excepciones, el sexenio de Lázaro Cárdenas, por ejemplo, pero en general y con distintas intensidades los sucesivos gobiernos del PNR/PRM/PRI elaboraron la simbiosis detentación del poder y beneficios económicos. Para el cabal funcionamiento de la simbiosis se hizo necesaria otra dupla: la corrupción y la impunidad. El principal agente corruptor fue la instancia que debería evitarla, el Estado y sus aparatos. La administración de la impunidad desde las altas esferas del poder fue el mejor aliciente para continuar perpetrando el círculo vicioso poder político-abuso en todos los órdenes.
Usar los mecanismos gubernamentales para envilecer fue la divisa de los gobiernos priístas. No se trataba, desde la óptica envilecedora, de servir a la ciudadanía, sino de cooptarla con toda clase de ofrecimientos, y si éstos no funcionaban entonces se desataban acciones represivas. La clase política priísta tomó muy a pecho la cínica, pero reveladora, frase de Carlos Hank González (pilar del grupo Atlacomulco, uno de cuyos retoños es Enrique Peña Nieto):
Un político pobre es un pobre político.
En 1989 el Partido Acción Nacional (PAN) ganó con su candidato Ernesto Ruffo Appel las elecciones para la gubernatura de Baja California. Por primera vez había en México un gobernador que no era del PRI. A partir de entonces no nada más el PAN tuvo el gobierno de algunas entidades, sino que también accedieron a puestos de gobernador personajes postulados por el PRD y por distintas alianzas de partidos políticos. La alternancia llegó al poder federal, con la victoria electoral de Vicente Fox.
Con Fox hubo alternancia, pero no cambio de régimen. Las redes corruptoras quedaron intactas, y no sólo esto sino que, como lo documentaron sólidas investigaciones periodísticas, Fox y sus cercanos, particularmente su esposa Marta Sahagún, salieron de Los Pinos muy enriquecidos gracias a los negocios que gestaron desde el poder presidencial. Felipe Calderón decidió hacerse el distraído y los excesos del foxiato quedaron en la sombra de la impunidad. El calderonismo dejó también una estela de corruptelas e impunidad; en su sexenio se desató una ola violenta que todavía hoy continúa dando mortales dentelladas.
El regreso al poder de quien gestó el huevo de la serpiente, el PRI, puso énfasis en lograr reformas estructurales para tener mayor crecimiento económico, pero nada en el terreno de sanear el anquilosado y degradante sistema de impartición de justicia. La proclama peñista se ha ceñido a intensificar la modernización económica, pero ésta no puede ni debe estar desvinculada de reformas y acciones para limpiar el Poder Judicial, un poder que lacera cotidianamente a la ciudadanía y es reacio a respetar los derechos humanos.
Hoy la corrupción y la impunidad están democráticamente presentes en los gobiernos de todos los partidos políticos. En esto sí han logrado un democrático reparto; la descomposición los ha alcanzado a todos. No hay autoridad moral en prácticamente ninguno de ellos, que es la única autoridad que importa, sobre todo en momentos de crisis, como el que tiene en vilo a la nación.
La clase política de las distintas opciones partidistas existentes en México se niega a ver que la problemática del país es sistémica. Hemos llegado adonde estamos porque el sistema, apuntalado por intereses contrarios a los de la mayoría de la población, ha sido exitoso en su política del envilecimiento, porque hizo del envilecimiento una política.
La crisis de México es ancha y profunda. Ella demanda mucho, pero mucho más, que las mezquinas intentonas de ponerse a salvo que han puesto en práctica conspicuos políticos de todas las tonalidades partidarias. En tanto los señalamientos que se hacen unos a otros no incluyan una profunda autocrítica de cómo sus respectivos partidos colaboraron en la construcción del horror, y tomen medidas efectivas y transparentes para extirpar la metástasis que los consume, todo quedará en politiquería y reacomodos convenencieros.
En el PRI quieren continuar con su operación maquillaje, aplicación de bótox para presentar como rostro fresco lo que es en realidad la cara vieja del autoritarismo. Los del PAN se dicen dispuestos a impulsar una reforma anticorrupción, mientras convenientemente olvidan el reciente caso de la irregular, por decir lo menos, construcción de una costosa presa que mandó hacer el gobernador de Sonora, Guillermo Padrés, en un rancho de su propiedad. La debacle del PRD, agudizada por el caso de José Luis Abarca, presidente municipal de Iguala coludido con el crimen organizado, alcanza niveles grotescos cuando la desmemoria convenenciera busca invisibilizar atrocidades previas, entre ellas la protección que dieron a Julio César Godoy para que pudiera tomar protesta como diputado federal a sabiendas de su cercanía con La Tuta. Los demás, los minipartidos, no están mejor.
La indignación ciudadana que inunda la nación y se moviliza es un golpe demoledor a la política envilecedora. Que los clamores levantados se conviertan en normas y ejercicios del poder respetuosos de la vida, que cese la promoción de la muerte.