Corrupción y Estado corrupto
Pablo Gómez
Es del todo natural que se equivoquen Peña Nieto y algunos otros descalificados para abordar el tema de la corrupción en un país que sufre de un Estado corrupto. En todo sistema de poder existe corrupción pero no siempre prevalecen estructuras corruptas.
México es uno de esos países en donde la corrupción es forma de ser del Estado y, por tanto, la sociedad ha sido enredada en los hilos de un entramado generalizado. Todo lo que se pueda decir sobre la cultura de la corrupción, la condición humana y otros disparates sólo son maneras de tratar de justificar ese fenómeno, esa estructura que tiene responsables políticos concretos y, también, corruptos de carne y hueso.
El Estado mexicano ha sido tratado como una inagotable fuente de patrimonio personal y empresarial. A través del desvío de fondos públicos y de concesiones se han creado pequeñas y grandes fortunas. Pero, además, no existe corporación empresarial mexicana que no haya sido beneficiada de la corrupción.
Los instrumentos para combatir la corrupción son todas las instituciones, todas las oficinas públicas y no sólo las auditorías y procuradurías como algunos dicen suponer. Todo servidor público está obligado a cumplir con su deber y, en esa dirección, a impedir el uso indebido de recursos públicos. Sin embargo, las discusiones sólo son sobre la eficacia de ciertas instituciones que, por diseño y estructura funcional, no podrán jamás combatir la corrupción.
La reforma sobre sueldos, por ejemplo, fue presentada por mí en el Senado como aquella que escogía el PRD para ser especialmente negociada con los demás. Era una por cada partido (año 2006). El PRI (Beltrones) presentó un proyecto sobre la comisión para la reforma del Estado. El PAN (Creel) inició la suya: incompatibilidades de los servidores públicos, lo que se llamó la ley anti Diego, aquella que iba a acabar con el tráfico de influencias o el uso de cargos políticos para hacer negocios o impactar casos judiciales o, sencillamente, para litigar contra el Estado. Las dos primeras fueron aprobadas, la tercera se atoró en la Cámara de Diputados porque muchos priistas y panistas se negaron a discutirla. El nuevo artículo 127 constitucional –sueldos de servidores públicos— fue aclamado por la crítica pero mediatizado por el gobierno panista con la ayuda del PRI ya que hasta ahora carece de leyes reglamentarias (federal y locales) de tal manera que –se dice sin razón—no se puede aplicar. Hay un proyecto congelado en la Cámara.
En cuanto al organismo anticorrupción, es claro que para perseguir corruptos no se necesita una comisión sino una agencia con capacidad de ejercer acción penal con la mayor independencia del gobierno y de todos los demás poderes formales e informales.
En México, las zonas alejadas de la corrupción son muy pocas. Pero la corrupción no es una enfermedad sino parte del sistema político, es una forma de operar, de financiar a personas y empresas en tareas que algo tienen que ver con la política o que necesitan de ésta para llevar a cabo proyectos de cualquier especie. La estructura corrupta se construyó durante muchas décadas, por lo cual se puede decir que el mayor fracaso de los partidos de oposición que critican la corrupción es haberla mantenido como parte del sistema cuando asumieron responsabilidades de gobierno. Esto sí que duele pero, más allá de esto, nos muestra el carácter que tiene la corrupción en México.
El gobierno de Peña sabe que no se puede combatir la corrupción desde el PRI, es decir, desde él mismo. Que, por el contrario, se requiere organizarla lo más que se pueda para evitar desbordes. Esa es una vieja idea que nunca ha dado resultado en sus propios y nefastos términos. Los sistemas corruptos tienden siempre a desbordarse porque no pueden ser regidos por normas fijas, claras y duras sencillamente porque la corrupción sistémica es la violación de toda norma.
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