EL DELFÍN

Este es un espacio para la difusión de conocimientos sobre Ciencia Política que derivan de la Carrera de Ciencias Políticas y Administración Pública de la Universidad Nacional Autónoma de México.

sábado, 19 de mayo de 2018

¿Cambio de regimen?

¿Cambio de régimen?
Ilán Semo
T
anto los opositores a Morena como sus seguidores coinciden, cada día más, en una interrogante: si llega AMLO a la Presidencia, ¿abriría las compuertas para un cambio de régimen? La respuesta no es sencilla, sobre todo si se trata del cambio de las estructuras políticas y sociales del régimen que se instauró después de la crisis electoral de 1988. Estructuras que se han vuelto parte del hábitat y del sentido común de la sociedad mexicana.
Es la misma tarea que se impusieron las fuerzas que en algún momento encabezaron Lula en Brasil, el Frente Amplio en Uruguay o Michelle Bachelet en su segundo periodo en Chile, o bien, Podemos en España, la coalición Francia Insumisa en el país galo y el Partido Laboral de Jeremy Corbyn en Inglaterra. ¿En qué consiste este cambio?
En cierta manera, el siglo XX ya transitó, en su primera mitad, por un paradigma semejante. Si se observan las razones principales que desembocaron en 1914 en la I Guerra Mundial, y, más tarde, en la crisis de 1929 que precedió al estallido de la II Guerra Mundial, hay una sombra constante que se encuentra en el trasfondo de ambas catástrofes: las poliarquías liberales que condujeron a las sociedades europeas al límite de su gobernabilidad. Finalizada la II Guerra Mundial siguió la pregunta de cómo transitar de la crisis de gobernabilidad que heredaron las aporías del liberalismo del siglo XX a un orden democrático y social que lograra limarle las garras a los vértigos constitutivos de la lógica del capital. Es decir, que lograra regular esta lógica.
La solución fue la fórmula inscrita en el sintagma del Estado de bienestar, cuyos conceptos e ideas básicas se remontaban a la República de Weimar y el socialismo austríaco de la década de los años 20. Y la solución funcionó de manera impresionante. Fueron los años de oro de las sociedades occidentales que se prolongaron hasta la década de los años 70.
Uno de los mantras de las nuevas poliarquías liberales de la década de los años 80 (cuyo origen se remonta al Chile de Pinochet y a la Inglaterra de Margaret Thatcher, ¿no es acaso paradójico que una política conservadora, Tory, fuera la artífice de la actualización del liberalismo?) residió en decretar como anacrónica esa solución. Han transcurrido cuatro infructuosas décadas para demostrarlo. Incluso los grandes paradigmas sociales tienen límites en el tiempo, sobre todo si son drenados por sus aporías internas. Las poliarquías parlamentarias de la década de los años 90 y principios del siglo XXI –sería un grave error llamarles democracias–, en México equivaldrían al salinato, tienen un extraño símil histórico: los Estados absolutistas europeos de los siglos XVII y XVIII. Ambos se propusieron poner un alto a la lógica de las fuerzas de la modernidad. Los Estados absolutistas tratando de destituir los impulsos de la sociedad industrial, la democracia y el tercer Estado, la tecnocracia de fines del siglo XX tratando de desmantelar todas las redes sociales y de protección que hicieron posibles a la fórmula del Estado de bienestar.
En 2018, por donde se le vea, el dilema ya es como dejar atrás ese orden que colocó a la lógica de los mercados en los intersticios de toda la sociedad. Es decir, cómo transitar a un nuevo régimen democrático y social capaz de adaptarse a los desafíos de la globalización. La disyuntiva entre proteccionismo y apertura es un falso dilema. Lo muestran sociedades que han logrado sortear ese desafío: Alemania, China, Japón… Todas ellas con sus propios mecanismos de protección de sus poblaciones. Una cosa es el proteccionismo, otra cosa es la protección de la casa propia. El dilema es cómo reinventar el resguardo de la sociedad adaptándolo a las condiciones de la globalización. Hay que reconocer que la mayor parte de los experimentos que lo han intentado en Grecia, Brasil, Italia y otras partes han fallado. Pero esa es la fatalidad de todo cambio de régimen: sólo espera el acontecimiento que lo consagre.
Durante los seis meses de la campaña electoral, López Obrador ha debido pactar a tal grado su programa inicial, que es difícil imaginar que cuente hoy con la autonomía suficiente para emprender un desafío de esa envergadura. Tal y como se avizora, la perspectiva que él mismo ha allanado, se trata de leves reformas a un régimen que ha logrado sobrevivir tres décadas. Claro, leves reformas que pueden ser reformas mayúsculas para una población marginada durante 30 años de todos los saldos de la apertura.
Y sin embargo, hay un ingrediente propio de la política mexicana que vuelve las consecuencias incluso de actos menores en una contabilidad de expectativas impredecibles. En México, todo lo político es personal y frecuentemente todo lo personal es político. Sobre todo en la esfera de la Presidencia. El cargo más alto de la República encierra potencias simbólicas insospechables. Una suerte de carisma institucional: no importa quién lo ocupe, incluso un inepto, el cargo le transmite su aura, es el Presidente. Ahora bien, si quien lo ocupa sabe qué hacer con él, su fuerza puede devenir incalculable: En una situación de crisis, puede convertirse no en una referencia del Estado, sino en su referente. Ha sucedido varias veces en el siglo XX.
No se trata, por supuesto, de la Presidencia de las décadas de los años 60 o 70. Y sin embargo, su potencial es un misterio. Los más preocupados por la opción AMLO, lo saben muy bien. Nada hay en el Morena de hoy que apunte a un cambio sustancial de régimen; pero tampoco nada hay que apunte en la dirección opuesta. Lo que queda es una interrogante a la que los propios acontecimientos se encargarán de dar cuerpo.

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