Sepultando el mito megaminero con sus propias cifras
Fuentes: GK - Imagen: Cordillera del Cóndor, Ecuador.
Los defensores de la megaminería promueven un boom minero en el que, según ellos, está “el futuro del desarrollo económico para el país”: pero lejos de ser una salvación, será una condena social, ambiental y económica.
Se acaba el petróleo, y la minería tampoco nos salvará. Aunque el futuro es incierto —más aún en tiempos de una pandemia y una crisis económica sin igual— la era petrolera ecuatoriana podría estar cerca de su ocaso, mas aún en un contexto de precios muy bajos (ilustrado por el reciente colapso del precio del crudo en abril de 2020). En respuesta, tanto a ese desplome, los defensores de la megaminería promueven un boom minero en el que, según ellos, está “el futuro del desarrollo económico para el país”: pero lejos de ser una salvación, será una condena social, ambiental y económica.
Apenas como ejemplo de ese discurso que ata el futuro del Ecuador a la minería, el expresidente Rafael Correa quien, en medio de la crisis de 2020, dijo “Empieza una nueva etapa en la HISTORIA ecuatoriana, gracias a la decisión política y las inversiones durante la Revolución Ciudadana. Prácticamente Ecuador no había desarrollado su GIGANTESCO potencial minero. Puede ser nuestra ÚLTIMA oportunidad para el desarrollo”. Correa celebraba el primer lingote de oro obtenido del proyecto megaminero Fruta del Norte, presentado por la minera sueco-canadiense Lundin Gold en junio de 2020. El discurso es claro: si el país quiere desarrollarse, la minería sería su última oportunidad.
Sin embargo, este tipo de argumentos solo expresan múltiples intereses nacionales y transnacionales que anhelan lucrar de la gran minería y ganar legitimidad ante los ecuatorianos. En realidad, la megaminería es un mito.
A nivel económico, los ingresos que prevé generar para el Estado serían mucho menores a los ingresos del segundo boom petrolero (que, no olvidemos, fue desperdiciado por el gobierno correísta). Además, al país solo le quedarán desperdicios y migajas del proyectado festín minero del siglo XXI. Basta ver los datos estatales o de las propias mineras.
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Dada la oposición que enfrentan —basta recordar las luchas históricas de Intag, Nankints, Tundayme, Río Blanco o Loma Larga— los intereses mineros necesitan reforzar su legitimidad.
El poderoso bloque minero-gubernamental utiliza argumentos falaces. Un ejemplo es la afirmación de que “muy seguramente el 13% o 14% de la reserva mundial de cobre está en el Ecuador” del presidente Lenín Moreno. La dijo el 22 de enero de 2019 en el Foro Económico Mundial. Pero la realidad es distinta. Incluso aceptando las estimaciones más optimistas de que el Ecuador tendría 20 millones de toneladas de reservas potenciales de cobre eso es menos del 2,4% del total global, estimado a febrero de 2019 en 830 millones de toneladas.
A esta reserva potencial se suma una débil capacidad de generar empleo. A inicios de 2019, el entonces ministro de energía Carlos Pérez dijo que la megaminería generaría 32 mil plazas de trabajo directo en el Ecuador. Dicha suma es menos del 0,4% del empleo en el país. De hecho, la megaminería no se destaca en generar empleo. Según la CEPAL a 2017 el sector solo representó el 1,8% de empleos en Chile y el 1,1% en Perú —dos grandes países megamineros de nuestra región.
El trabajo en una mina de mediana o de gran escala, sea a cielo abierto o en el subsuelo, genera empleo en las fases iniciales y hasta la construcción de la mina. Sin embargo, desciende drásticamente con el comienzo de la fase de explotación. En esta, se requiere mayoritariamente mano de obra altamente calificada o tecnificada que opere maquinarias.
La inmensa mayoría de los puestos de trabajo son destinados a hombres jóvenes. Esto implica un reforzamiento de las dinámicas patriarcales en los territorios mineros. Suele implicar, por ende, diversas formas de violencias de género, a más de otras, provocadas por el recrudecimiento del alcoholismo, la drogadicción, la delincuencia, entre otros problemas sociales que se intensifican con la instalación de megaemprendimientos mineros industriales en territorios rurales.
Además, los empleos en la megaminería nunca dejan de ser altamente peligrosos: deja cientos de muertos anualmente. Finalmente, los préstamos chinos que contrató el Ecuador tienen entre sus condiciones que el Estado garantice el desarrollo de proyectos estratégicos con empresas y trabajadores de origen chino. Esto significa menos empleo para las comunidades directamente afectadas y mayores conflictos en las zonas donde operan las mineras del gigante asiático.
Para legitimar a la megaminería forzando números y realidades, en las últimas décadas el Estado ecuatoriano ha avanzado vertiginosamente en dos acciones deliberadas.
Por una parte, la consolidación de reformas normativas, desregularizaciones, flexibilizaciones y el otorgamiento de una serie de beneficios a las empresas mineras transnacionales.
Por otra, la aquiescencia y hasta la ejecución directa de innumerables ataques a las comunidades que defienden sus territorios —desde discursos que estigmatizan a la organización social, pasando por procesos de hostigamiento, violencias de género, despojos, represión, militarización, persecución y criminalización y hasta desplazamiento forzado y el asesinato de dirigentes. Estas acciones se sostienen por una alianza perversa entre capitales transnacionales, élites locales y funcionarios del Estado para garantizar el lucro desmedido, basado en el saqueo y la destrucción de numerosos ecosistemas únicos y sus habitantes.
Desentrañando las falacias megamineras
Pese a que el acceso a información fiable es complejo, al menos en términos económicos se puede analizar críticamente los datos que el Estado y las empresas mineras han hecho públicos. Cuando se los examina, queda claro que la minería, en vez de sacarnos de la crisis, nos hundirá aún más en ella. Nos dejará grandes pérdidas no sólo económicas sino sociales y ecológicas.
Entre los treinta proyectos megamineros que el Estado tiene en cartera están los los llamados “proyectos estratégicos” (Mirador, Fruta del Norte, Loma Larga, Río Blanco y Panantza-San Carlos) y los de “segunda generación” (Llurimagua, Cascabel, Cangrejos y El Domo/Curipamba).
Mirador y Fruta del Norte son los más avanzados. Están ya en etapa de explotación. Todos han recibido apoyo estatal. Todos ya han generado y generarán violencia física y simbólica, así como altos impactos ambientales. Además, están plagados de varias fallas legales. Sus proyecciones económicas son desalentadoras. Están en manos de empresas transnacionales de Chile, Canadá, China y Australia. La mayoría llegó al Ecuador con un saldo muy preocupante, incluyendo acusaciones de corrupción, criminalidad económica, violación de derechos humanos y contaminación ambiental.
El gran fraude minero
El total de ingresos que se generaría por la megaminería en las próximas décadas podría ser de 132.432 millones de dólares. De ellos sólo unos 27.486 millones llegarían al Estado ecuatoriano en períodos que van desde once hasta más de cincuenta años, según la información económica disponible de siete megaproyectos.
A esto hay que añadirle, entre otros pasivos ambientales, miles de millones de toneladas de desechos líquidos contaminados (como los lodos llamados “relaves”) y de desechos sólidos acumulados en escombreras generadoras de drenaje ácido de mina, un fenómeno que consiste en la acidificación de las redes hidrográficas de superficie y subterráneas con consecuencias dramáticas sobre los ecosistemas de los ríos.
Al revisar la magnitud y el período en el cual esos recursos llegarían al Estado, se evidencia que la megaminería no producirá ingresos significativos para el Ecuador. Solo para entender lo poco que representan los 27.486 millones que se recopilaría al terminar los principales megaproyectos actualmente en cartera: entre 2007 y 2018, el sector público no financiero ecuatoriano (gobierno central, gobiernos seccionales, empresas públicas y demás entes estatales) recibió casi 99 mil millones por ingresos petroleros. Solo el gobierno central registró por ese rubro, en esos once años, 41.822 millones de dólares: 150% veces más en un período tres veces más corto que lo que ofrece la megaminería.
El supuesto boom minero abarcaría más de 30 años pero no igualaría a 12 años de ingresos petroleros. A lo sumo, representaría el 27,8% de los ingresos petroleros obtenidos entre 2007-2018 por el sector público no financiero y 65,7% de los ingresos petroleros del gobierno central. Además, entre 2007 y 2018 el Estado captó el 83,5% de las exportaciones petroleras (el gobierno central recibió el 35,3%). De la explotación minera, solo obtendría 20,8%. Es decir, incluso aceptando las promesas de millonarios ingresos, la megaminería no generará ni siquiera las mismas oportunidades que el petróleo. El grueso de los ingresos totales de la megaminería terminaría en las utilidades de un puñado de grandes mineras.
San Carlos Panantza es otro de los proyectos de megaminería en el país. Fotografía de José María León.
En el mejor año de ingresos mineros, el Estado ecuatoriano obtendría 876 millones de dólares de la megaminería, monto que ni siquiera cubre un mes promedio de gasto en salarios públicos (890 millones de dólares al mes en 2018). Aún más: si se compara lo que ganaría el país cada año con el Producto Interno Bruto de 2018, que fue de 107.562 millones de dólares, resulta que el ingreso megaminero apenas equivaldría al 0,8% del PIB.
La ilusión de la minería muere con los costos de gestión de los desechos
Lo que al Ecuador le podría costar la gestión de los desechos que producirán las futuras minas, la situación se vuelve aún más sombría. La lista de costos y las pérdidas para el Estado es muy larga y rebasa el marco de los simples análisis de costo-beneficio tecnocráticos convencionales de valoración los proyectos mineros.
A nivel global, en la inmensa mayoría de los casos, las tareas asociadas a remediar los sitios mineros recaen sobre los Estados durante décadas e incluso siglos. Las empresas suelen declararse en quiebra y dejan el país –o al menos la zona– cuando sus yacimientos están agotados. Por ejemplo, en Canadá existen 10.000 minas abandonadas por mineras que ya han costado —y le seguirán costando— miles de millones de dólares al Estado canadiense.
El costo de monitoreo —no necesariamente de remediación y menos aún de restauración— de los sitios de las minas de los proyectos Mirador, Fruta del Norte, Loma Larga, Río Blanco, Panantza-San Carlos, Llurimagua, Cascabel, Cangrejos, y El Domo/Curipamba podría llegar al menos a 14.500 millones de dólares: casi el 53% de los 27.486 millones de dólares que, se supone, recibiría el Estado. Este costo no considera, por supuesto, los costos de eventuales accidentes (muy probables dados los contextos altamente riesgosos en los cuales se están desarrollando los proyectos) como la rotura de un dique de colas y la consecuente limpieza de la contaminación asociada.
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De esos 14.500 millones, los proyectos Mirador, Panatza San Carlos, Llurimagua, Cascabel y Cangrejos abarcarían el 99% de ese total. Fruta del Norte, Loma Larga, Río Blanco y Curipamba el 1% restante. Este resultado se debe a que estos últimos proyectos recurrirían a minas subterráneas. El costo calculado aquí no toma en cuenta los problemas específicos que pueden estar asociados a este tipo de minas, como la contaminación de fuentes de agua subterráneas y el nivel de toxicidad de la contaminación generada.
Antes de concluir esta rápida revisión de las cifras oficiales cabría recordar que es práctica común de las empresas mineras, cuando ya están en pleno proceso de explotación, de incrementar sus costos con el fin de ocultar sus ganancias, provocando la reducción de la participación del Estado al minimizar el pago de tributos. También es frecuente que quiebren antes de tener que cumplir con sus obligaciones en términos de cierre de las minas. En ciertos casos, recurren a subsidiarias afincadas en paraísos fiscales y bancarios, por lo que no hay manera de conseguir que asuman su responsabilidad.
Sepultamos al mito megaminero o sepultamos al país
De seguir atado al extractivismo, el futuro augura al país un papel cada vez más dependiente y periférico, no de mayor prosperidad. Pero esa misma supuesta bonanza tambalea si se toman en cuenta varios costos ocultos de la megaminería, asociados a la contaminación, la salud física y psicosocial, la destrucción de ecosistemas, las inversiones públicas necesarias en grandes infraestructuras, la salud pública, la pérdida de actividades productivas existentes, entre otros.
En cuanto a los costos ambientales, cabría considerar que estos extractivismos coadyuvan para agravar algunos desbalances ambientales globales a raíz de sus impactos. Entre ellos, la pérdida de biodiversidad, la destrucción del hábitat de especies endémicas y en peligro de extinción, y potencialmente el cambio climático con las deforestaciones asociadas a la extracción de minerales.
Otros impactos más bien son indirectos. Es el caso de la construcción, junto con la generación de grandes cantidades de energía para abastecer a las minas, como sucede con represas hidroeléctricas. Estas a su vez, ocasionan además considerables impactos socioambientales.
Por otro lado, si bien alrededor de los sitios de extracción las actividades mineras dinamizan la economía, tal efecto es fugaz. Dura solo durante la explotación mineral y tiene varias consecuencias negativas. Muchas de estas actividades, además, se ven atadas a negocios de mafias locales o nacionales. Para la población local se generan expectativas de trabajo que motivan la masiva migración —más que nada hombres jóvenes, con todos los problemas que ello conlleva— de otras provincias e incluso de otros países, aun cuando dichas expectativas no siempre se satisfacen.
Tal incremento de la población requiere mayor oferta de servicios públicos como agua potable, alcantarillado, salud, energía eléctrica, seguridad, entre otras ¿Tienen los gobiernos seccionales y locales la capacidad de proveer estos servicios a los nuevos pobladores? ¿Serán suficientes las regalías mineras para asumir esa creciente demanda de servicios sociales?
Un punto dramático son los servicios de salud física y psicosocial, cuya demanda podría incrementarse por los mismos impactos de la minería. A todo esto, cabe agregar las dinámicas de compraventas forzadas y fraudulentas de tierras junto con los desplazamientos de poblaciones.
En suma, a la par de los problemas estructurales asociados a los extractivismos, si se contabilizaran los costos económicos de los impactos sociales, ambientales y productivos generados por los extractivismos (sea petroleros, mineros u otros), así como los subsidios ocultos en estas actividades, desaparecerían muchos de sus beneficios económicos aparentes. Al incluir estos factores, la ilusión de prosperidad asociada a la megaminería se desvanece rápidamente.
Pese a la magnitud que tales costos podrían tener, muchas veces las esferas gubernamentales simplemente los omiten o no los toman en cuenta con seriedad, siguiendo la misma práctica de aquellos analistas que ven a las actividades extractivistas como un negocio más cualquiera.
Sólo mirando de manera crítica los superficiales cálculos que el Estado ecuatoriano hace, el boom minero se vuelve una ilusión. Se devela el festín que empresas transnacionales, élites económicas locales y unos pocos funcionarios públicos, alfiles de esta alianza, pretenden devorar.
En medio de todo esto, cientos de comunidades, pueblos y organizaciones sociales siguen actuando. Unos demandando la reparación integral a sus derechos humanos y los de la naturaleza ya vulnerados, otros defendiendo sus territorios —la selva, los bosques y los páramos—, todos produciendo alimentos que llegan a los mercados de las ciudades, sosteniendo la vida de millones.
Ante los escasos recursos que la megaminería dejaría al Estado ecuatoriano, reforzamos la tesis de que la afirmación de que esta actividad extractivista es vital para el desarrollo del país es un mito.
Pero no es cualquier mito. Sino uno que puede sepultar al país en un lodazal de costos sociales y ambientales, incluyendo violencias, corrupción y creciente autoritarismo, a cambio de enriquecer a muy pocos.
La magnitud de recursos esperados, junto con el prolongado período en que se los espera, muestra que la megaminera tampoco responderá a las urgencias económicas ecuatorianas en medio de la crisis global de la pandemia del covid-19. La cuestión es clara: o sepultamos al mito megaminero o dejamos que el festín megaminero del siglo XXI sepulte al país. Estamos todavía a tiempo.
Alberto Acosta es economista, Juez del Tribunal Internacional de Derechos de la Naturaleza, exministro de Energía y Minas, y expresidente de la Asamblea Constituyente. John Cajas-Guijarro es economista, profesor de la Facultad de Economía de la Universidad Central del Ecuador. Francisco Hurtado Caicedo es abogado con especialidad en Derechos Humanos y maestría en Sociología. Miembro del Observatorio Social del Ecuador. William Sacher es profesor-investigador del área de Ambiente y Sustentabilidad, Universidad Andina Simón Bolívar.
Fuente: https://gk.city/2020/07/19/consecuencias-megamineria-ecuador/
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