El remolino
Carlos Bonfil
L
a situación precaria por la que atraviesan los circuitos de exhibición cinematográfica (cierre indefinido de salas, aplazamiento de festivales vueltos eventos híbridos, cautela sanitaria por parte de espectadores potenciales), ha dejado el terreno libre a una proliferación de ofertas fílmicas en plataformas muy exitosas, en su gran mayoría estadunidenses. La tradicional presencia hegemónica de las majors hollywoodenses en la cartelera comercial se sustituye hoy con el predominio de las firmas Netflix, Fox o HBO en el menú de opciones para ver cine en casa en los tiempos de confinamiento. Es evidente que esta circunstancia pasajera ha permitido prestar una atención mayor a expresiones como los cortometrajes y los documentales, que por largo tiempo permanecieron relativamente ausentes, cuando no menospreciadas, en la cartelera. Las sorpresas han sido estimulantes. Ambulante ofreció una variedad muy amplia de cintas documentales durante más de un mes acompañadas de conversatorios; la iniciativa We are One permitió reunir las propuestas de diversos festivales internacionales de cine, en tanto la plataforma FilminLatino promovió una selección de cortometrajes sobre diversidad sexual presentados por Cuórum Morelia y MixMéxico.
Entre esas iniciativas figura también, de modo sostenido, la que propone desde hace varias semanas la curaduría especial Nuestro Cine MX en la plataforma FilminLatino, misma que actualmente difunde, de manera gratuita, el documental El remolino, de la realizadora española Laura Herrero Garvín, filmada en México en 2016. Con un lenguaje visual muy sobrio, no exento de algunos toques líricos, la cinta refiere la vida cotidiana en El remolino, un pequeño poblado de 180 habitantes (
90 adultos y el chiquillar), en las inmediaciones de Catazajá, Chiapas, a orillas del río Usumacinta. El registro es doble. Por un lado, los habitantes viejos señalan las cíclicas devastaciones naturales que han provocado siempre las
crecidas, inundaciones que puntualmente anegan la comarca provocando desforestación y desprendimiento gradual de la tierra que acaba perdiéndose en el caudal del río. Por el otro, recuerdan con un asomo de añoranza la relativa prosperidad de aquel tiempo de las familias adineradas y de los latifundistas, del que ya sólo quedan las milpas abandonadas, las cosechas malogradas y las ruinas de algunas escuelas con sus muros leprosos y un lamentable estado de abandono. A esta mirada etnográfica podría añadirse, como un posible antecedente, el formidable registro documental que hizo la también cineasta española Mercedes Álvarez en El cielo gira (2014) al evocar su natal pueblo soriano de Aldealseñor, con apenas 14 habitantes, todos ancianos, conscientes de que al morir ellos, también habrá de desaparecer el lugar que habitan, esa penúltima morada suya.
La atención de la cineasta Laura Herrero se centra, por su parte, en la vida cotidiana de una sola familia en el poblado de El remolino. Tres generaciones conviven bajo un mismo techo: Edelio, el anciano todavía vigoroso y lúcido, muy aferrado a su manera tradicionalista de ver el mundo; Esther, su hija, sostén anímico del hogar, empeñada en brindar una mejor educación a su hija Dana, y Pedro, el personaje más complejo del clan doméstico, quien por su condición de hombre transgénero es, a sus 46 años, el transgresor mayor, el paria sexual irredimible. A pesar de las invectivas paternas (
puto, maricón, hijo del diablo), Pedro, conocido por sus vecinos como La Morena, asume con desenfa-do la contrariedad de vivir su femineidad en un cuerpo de hombre. Un hombre por lo demás recio, campesino muy trabajador, que se enternece con las gallinas, a las que trata como hijas propias. Esther y Pedro son los dos hermanos que reivindican, cada cual a su modo muy peculiar, las fortalezas de su género feme-nino, el uno biológico, el otro aspiracional (
Me inyecto aceite de comida, no sé cuánto costará un implante de senos o de pompas), en franco desafío al conservadurismo patriarcal. Este retrato del hombre transgénero en un medio rural es poco común en el cine mexicano, aunque existen ejemplos interesantes como la cinta Cosas que no ha cemos (2020), de Bruno Santamaría ( Margarita, 2016), filmada en una población nayarita. El título del documental de Laura Herrero alude lo mismo al nombre del pueblo que a la vorágine de vivencias extraordinarias y sentimientos encontrados en el seno de una familia de campesinos en la que aparentemente no sucede nunca nada, cuando en realidad se trata del agitado microcosmos doméstico de un país muy dividido entre la tradición y el cambio. El remolino obtuvo el premio al mejor documental en el Festival Internacional Documenta Madrid 2017.
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