Cada uno de nosotros es historia
Elena Poniatowska
▲ El artista plástico Francisco Toledo y María Isabel Grañén Porrúa en el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca, en febrero de 2012.Foto Jorge A. Pérez Alfonso
M
aría Isabel Grañén Porrúa es una mujer singular, una historiadora de arte, una bibliotecaria a quien la vida le ha abierto muchos caminos, el de mamá-lectora que enseña a otras madres de familia a leer a sus hijos, el de maestra, el de historiadora. Protectora de incunables y raras ediciones, heredera de la librería Grañén Porrúa en el centro de Oaxaca, ama de casa, su vocación de servicio llega tan lejos que comparte su experiencia con muchos para quienes conocerla es adquirir la certeza de que pueden hacer de su vida algo más pleno y humano. Madre de dos hijos –uno universitario y una niña gimnasta de 11 años– que son, como ella misma dice,
una luz en mi camino.
–Es muy importante, Elena, entender que la historia no es sólo la de los libros de texto, sino la que va escribiendo cada uno de nosotros. Tú eres historia, yo soy historia. Nuestras familias también son historia; nuestros hijos, cuando escriben su primera carta, hacen historia y es digna de conservarse. La foto del abuelo, la carta de amor de la tía soltera, la agenda, la de los mensajitos, la de teléfonos, todo forma parte de nuestra memoria, refleja lo que hemos sido a lo largo de la vida. Es muy importante que la gente no tire sus papeles. Lo que es sinónimo de viejo, de antiguo, tiene un significado que debemos valorar. Una de las cosas más tristes es ver en un basurero un álbum de familia, porque las fotos son testimonio de vida. Poder ver a un abuelo que no conocimos, cuya mirada expresa tantas cosas, trasciende el tiempo y se vuelve un objeto que yo llamaría sagrado. Ese vínculo con el pasado adquiere una relevancia muy significativa, porque estos papeles no sólo tienen letras: ahí están las voces de nuestros antepasados.
Sería también importante hacer saber a las familias que no tiren sus papeles, que pueden llevarlos a un archivo. Recuerdo que una vez el Centro de Estudios Históricos del Instituto Nacional de Antropología e Historia hizo un concurso de cartas de amor extraordinarias. Ya hay fotos en la Fototeca, pero hay otras que no deberían perderse. Las fotos de 1900 reflejan cómo se transformaron edificios, coches, nuestras calles, la vida de toda una ciudad. Es muy valioso conservar estos testimonios gráficos, históricos, familiares, que nos hacen ver que la historia no es sólo de grandes héroes.
–¿Consideras que en México hemos sabido respetar, proteger y cuidar nuestro pasado?
–Creo que el patrimonio de México es inmenso y somos muy afortunados, pero también creo que hace mucha falta protegerlo, porque es el que nos hace ser diferentes y llenarnos de cultura.
–Nuestro patrimonio es lo que nos distingue… ¿Cómo preservas archivos históricos?
–El destino me hizo llegar a una biblioteca maravillosa que es el acervo de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca, y hace 25 años, con el maestro Toledo –preocupado por esa biblioteca–, empecé su organización. Sin que yo fuera una experta ni nada, y sólo porque tenía una sensibilidad hacia los libros, llegué a mi destino: proteger esa memoria, los libros que leían los frailes dominicos, agustinos, jesuitas…
–¿En esos años surgieron bibliotecas en nuestro país?
–En la época de la Reforma crecieron las bibliotecas y empezaron las públicas. A partir de la fundación del Instituto de Ciencias y Artes del estado de Oaxaca se hicieron más bibliotecas, se compraron libros para estudiantes y otros al servicio de los lectores.
–¿Y los libros antiguos? ¿La Fundación Harp Helú formó una asociación civil para resguardarlos?
–Todo ese material que estuvo abandonado, trabajamos para levantarlo del suelo, rescatarlo, tenerlo organizado en un edificio precioso que es Santo Domingo…
–¿No había libreros?
–Se hizo la estantería adecuada y hoy el acervo luce precioso. Después de ese proyecto formamos una asociación civil que abarca no sólo a Oaxaca sino a toda la República Mexicana, desde Sonora hasta Quintana Roo, Chihuahua, Durango, Zacatecas, Puebla, Morelos, todos los estados del país. Se llama Apoyo al Desarrollo de Archivos y Bibliotecas en México, Adabi.
–De esos estados, ¿cuál es el que mejor conserva su tesoro?
–Depende… A veces las autoridades están muy receptivas, muy abiertas, y aprovechamos su interés. Donde más hemos trabajado ha sido en Puebla, por supuesto que en Oaxaca, en la Ciudad de México y sus alrededores…
–Cuando estuve en Oaxaca contigo, recuerdo a chavitos y chavitas muy respetuosos, muy silenciosos con una actitud casi monacal. Ni siquiera levantaban los ojos a nuestro paso. ¿Cómo se logra esa atmósfera de retraimiento frente al mundo exterior?
–Adabi es una escuela. Cada quien tiene una misión en la vida y uno de los objetivos de la Fundación Harp es rescatar la memoria de México. Nosotros no compramos libros ni documentos, buscamos que los que tenemos no salgan del país, que se protejan y estén en las mejores condiciones. Hemos ido capacitando al personal con una mística de trabajo, porque quienes laboran con nosotros tienen esta vocación de servir a México.
–¿Es una pasión?
–Sí, porque creo que el trabajo que hace Adabi es de puritito amor. Con paciencia enorme, los cuidadores van cepillando hoja por hoja, una montaña de papeles que en un momento fue puro tiradero, y se dan a la tarea de limpiar, de aspirar, de organizar el material de manera cronológica y temática.
–Personalmente, ¿tú viste el desastre de papeles abandonados?
–Sí, pero el desorden se hizo orden al cabo de los años. Es cierto, este trabajo es muy silencioso, muy calladito, no se ve ni se nota, pero al cabo del tiempo surge una transformación y se siente uno muy orgulloso de ver que hay un catálogo, un inventario y que los investigadores pueden hacer uso de esos documentos, abrir uno de esos libros. Está puesta la mesa para que la gente venga a leer, a escuchar la voz de nuestros antepasados registrada en esos papeles.
–Utilizas la palabra
misión, término religioso, María Isabel…
–Creo que hay una mística, una vocación de servicio al cuidar nuestro patrimonio, porque es algo que no nos nace. Nos sentimos muy tristes cuando vemos que nuestra historia, nuestro patrimonio, nuestra ciudad, se empieza a resquebrajar y no hacemos nada, o cuando vemos que un árbol está muriendo y no lo regamos. Tenemos que aprender a amar a nuestro país en los detalles más pequeñitos, y creo que ese amor tiene que ver con una mística y con un espíritu de servicio con el que se nace.
–¿Cuántos se han presentado a la Escuela Nacional de Conservación, Restauración y Museografía en Churubusco?
–Esta escuela del INAH es la mejor que existe en México. Los mejores restauradores de nuestro país salen de ella, trabajan tiempo completo, mañana, tarde y noche. Los maestros son buenísimos. Les he dicho muchas veces que está muy bien que reciban una formación increíble, pero no para poner un taller en Las Lomas y restaurar un biombo chino, sino para lanzarse a las comunidades de México a trabajar con el patrimonio de nuestra nación, que es inmenso y maravilloso…
–Son más apetecibles Las Lomas que un pueblo perdido…
–A lo mejor ganan menos, pero le devuelven al país mucho de lo que nos ha dado. No hay manos suficientes para la cantidad de patrimonio que tiene México. Por eso Adabi ha sido una gran escuela. Algunos jóvenes que trabajan con nosotros son ahora jefes de proyectos, restauradores de carrera, gente profesional que trabaja con nosotros, pero al mismo tiempo formamos cuadros jóvenes que van a tener que manejar el patrimonio porque no hay suficientes hombres y mujeres en la Escuela Nacional de Conservación. Por eso damos cursos y explicamos cómo tomar una brocha, una goma, cómo borrar, cómo eliminar los hongos y quitar los clips para que no se oxide el papel, y por qué es importante no usar fólders sino papel antiácido, para que los documentos no se deterioren.
–¡Todo un aprendizaje!... En la mayoría de las casas de México es fácil escuchar a una ama de casa decir que va a tirar papeles y otros cachivaches…
–Sí, y por eso es importante la labor de los restauradores. El tiempo, la humedad, los hongos, un incendio, un temblor, un desastre, pueden significar la pérdida de un patrimonio, pero hay algo todavía peor: el robo de documentos y su venta en el extranjero, una catástrofe que equivale a prender un cerillo al tesoro nacional.
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