El oligarquismo contemporáneo en Ecuador
Fuentes: Rebelión
El “oligarquismo” parece un momento histórico ya remoto. Pero si se quiere dimensionarlo, valdría tomar en cuenta las consignas de las elites empresariales del presente. Plantean que hay que reducir el tamaño del Estado; canalizar los recursos públicos al fomento de los “sectores productivos”; quitar o reducir impuestos que limitan, frenan o ahuyentan las inversiones; flexibilizar el trabajo y privatizar las empresas y servicios públicos.
En 1987, cuando varios investigadores desarrollábamos el proyecto “Historia del movimiento obrero: proceso sindical y proceso político”, entre los planteamientos teóricos que examinamos estuvo la propuesta de Leonardo Espinosa (-1935-2010- quien dirigía el IDIS de la Universidad de Cuenca y, además, el proyecto) sobre la vigencia de lo que él denominó como “oligarquismo”. Se caracterizaba por la supremacía de los intereses privados sobre un Estado despótico. Su época dorada se dio entre 1912 y 1925 y ha sido bautizada por distintos historiadores como “época plutocrática”.
En ese período, los bancos de emisión, así como los comerciantes importadores y los agroexportadores, controlaban la riqueza económica y sujetaron el Estado a sus intereses. Existen numerosos estudios sobre el tema, de manera que conocemos bien que la fusión entre poder económico y poder político fue posible por una conjunción de factores: el raquitismo del Estado, la ausencia de legislación social y laboral, la inexistencia de impuestos directos y ninguno sobre las rentas, la economía agraria tradicional, el atraso general, la escasa vinculación del país al mercado mundial, y, sin duda, la sucesión de gobiernos identificados con los hacendados y la burguesía comercial-financiera: Leonidas Plaza (1912-1916), Alfredo Baquerizo Moreno (1916-1920), José Luis Tamayo (1920-1924) y Gonzalo S. Córdova (1924-1925). Aquellos tiempos fueron retratados por Luis N. Dillon, empresario, político y testigo del momento, en su obra La crisis económico financiera del Ecuador (1927), citada por todo investigador del período. Estaba en plena vigencia el régimen oligárquico, también ampliamente estudiado como una época común en la historia latinoamericana.
El “oligarquismo” parece un momento histórico ya remoto. Pero si se quiere dimensionarlo, valdría tomar en cuenta las consignas de las elites empresariales del presente. Plantean que hay que reducir el tamaño del Estado; canalizar los recursos públicos al fomento de los “sectores productivos”; quitar o reducir impuestos que limitan, frenan o ahuyentan las inversiones; flexibilizar el trabajo, porque los viejos derechos y garantías no se justifican para sociedades “modernas”, que requieren dinamizar las relaciones laborales; y, además privatizar las empresas y servicios públicos, no solo porque hacen “competencia desleal” al sector privado, sino porque el Estado se dedica a actividades que “no le corresponden”.
¿Se imaginan los ecuatorianos el mundo que tendríamos si todas esas consignas finalmente se cumplieran en forma total? Contaríamos, en definitiva, con un país de Estado raquítico, sin impuestos sobre los más ricos, con trabajadores sometidos a la absoluta arbitrariedad de los dueños del capital, y con bienes, servicios e infraestructuras controlados exclusivamente por empresas privadas. Desde luego, ese “modelo” de economía y sociedad necesitaría de gobernantes subordinados a esos intereses privados; pero, además, requeriría de un tipo de fuerzas armadas y de policía, capaces de sujetar cualquier protesta o reacción contraria y hasta de reprimirla.
Es decir, el país viviría lo mismo que se vivió durante la época plutocrática: Ecuador era el primer exportador mundial del cacao (su crisis empezó en 1916 y se agudizó desde 1920), los “gran cacao” disfrutaban de una riqueza inigualable de la que aprovechaban para vivir en Europa; el Estado dependía de los préstamos bancarios privados; montubios, campesinos e indígenas dependían del concertaje, los bajos o ausentes salarios (en diversas haciendas se pagaba con fichas y en 1918 se abolió la “prisión por deudas” del concertaje), no hubo límites a las jornadas (en 1916 se introdujo la jornada de 8 horas, en adelante burlada), las clases obreras eran una minoría y vivían en la miseria urbana; las protestas fueron reprimidas a tal punto que la huelga general del 15 de noviembre de 1922 terminó con una escandalosa matanza de trabajadores en Guayaquil.
Fueron los gobiernos de la Revolución Juliana (1925-1931) -a quienes he estudiado en varios artículos y libros (se puede bajar La Revolución Juliana en Ecuador. Políticas económicas, aquí: https://bit.ly/31iv0CK)-, los que sentaron las bases para terminar con el dominio plutocrático e inauguraron el largo camino de superación del régimen oligárquico, que solo puede darse por concluido recién en las décadas de 1960 y 1970 gracias al desarrollismo que en esos mismos años era seriamente combatido por las elites económicas y propietarias del capital, que veían “estatismo” y “comunismo” por todas partes. Los julianos iniciaron el intervencionismo estatal, fundaron el Banco Central, la Contraloría y otras instituciones públicas cuya vigencia se extiende hasta nuestros días; implantaron la obligada atención del Estado a las clases trabajadores, cuyos derechos fundamentales se reconocieron, por primera vez, en la Constitución de 1929; crearon la Caja de Pensiones, antecesora remota del IESS; y, sobre todo, introdujeron, también por primera vez, el impuesto a la renta y otro sobre utilidades, que en adelante permanentemente ha sido evadido, eludido o burlado por los propietarios del capital. Se puede decir, sin ninguna equivocación, que los julianos inauguraron un modelo de economía social que las elites del antiguo poder han intentado desmontar desde entonces.
La ideología neoliberal, que penetró al Ecuador al mismo ritmo latinoamericano, coincidiendo, además, con la fase más larga de gobiernos constitucionales en la historia nacional -se inició en 1979-, fue inmediatamente acogida por las elites del poder económico, que encontraron en ella, así como en la inexorable globalización transnacional de las décadas finales del siglo XX, las justificaciones teóricas para redoblar sus viejas consignas históricas: no al Estado, no a los impuestos, no al trabajo regulado, pero sí libertad de mercado, privatizaciones y libre empresa absoluta.
El problema que enfrentaron esas elites es que Ecuador ya no vivía los tiempos de la plutocracia de inicios del siglo XX, por lo cual se volvió difícil montar todo el andamiaje que lo había resumido el “Consenso de Washington” (1989). Ante todo, las elites han debido enfrentar, desde aquellos tiempos, las reacciones ciudadanas, la movilización de los trabajadores, campesinos, indígenas, sectores populares y clases medias, el cuestionamiento de los académicos a las consignas empresariales y a la ideología neoliberal, el posicionamiento de algunas fuerzas políticas en su contra, e incluso la vigencia de gobiernos del “ciclo progresista” en América Latina al comenzar el nuevo milenio, interesados en construir economías sociales, que provocaron la reacción de las mismas elites “neoliberales” que los consideraron como sus verdaderos enemigos históricos, hasta lograr, con bastante éxito, sacarlos del escenario político contemporáneo y perseguirlos a través de nuevos gobernantes sujetos a sus intereses.
La época de vigencia del neoliberalismo ha sido extensamente estudiada no solo por científicos sociales, sino por los organismos internacionales de relevancia, como el FMI o el BM, instrumentos del neoliberalismo en toda Latinoamérica, así como el PNUD, la OIT y particularmente la CEPAL. Todos coinciden en reconocer las nefastas consecuencias sociales del modelo neoliberal, aunque también el auge “modernizador” que ha provocado para las empresas, acompañado por una profunda concentración de la riqueza. A pesar de esas experiencias, mientras el FMI persiste en su mismo recetario para el presente, la CEPAL cuestiona radicalmente el modelo aperturista y aboga nada menos que por una economía social.
La crisis del coronavirus ha sido mortal para el neoliberalismo. Ha demostrado la necesidad de Estados fuertes, con suficientes recursos, impuestos y capacidades para proveer los servicios fundamentales en educación, salud, medicina, seguridad social e infraestructuras. Ha demostrado que en Ecuador las burguesías internas siguen desfasadas en la historia con consignas empresariales de inicios del siglo XX, que han acelerado el derrumbe económico e institucional del país. De manera que, más allá de derrotar al neoliberalismo, lo que se requiere es lograr la derrota del oligarquismo contemporáneo, a fin de separar el poder económico privado del poder político público, para imponer el adelanto nacional, el progreso económico y el bienestar social.
En ese período, los bancos de emisión, así como los comerciantes importadores y los agroexportadores, controlaban la riqueza económica y sujetaron el Estado a sus intereses. Existen numerosos estudios sobre el tema, de manera que conocemos bien que la fusión entre poder económico y poder político fue posible por una conjunción de factores: el raquitismo del Estado, la ausencia de legislación social y laboral, la inexistencia de impuestos directos y ninguno sobre las rentas, la economía agraria tradicional, el atraso general, la escasa vinculación del país al mercado mundial, y, sin duda, la sucesión de gobiernos identificados con los hacendados y la burguesía comercial-financiera: Leonidas Plaza (1912-1916), Alfredo Baquerizo Moreno (1916-1920), José Luis Tamayo (1920-1924) y Gonzalo S. Córdova (1924-1925). Aquellos tiempos fueron retratados por Luis N. Dillon, empresario, político y testigo del momento, en su obra La crisis económico financiera del Ecuador (1927), citada por todo investigador del período. Estaba en plena vigencia el régimen oligárquico, también ampliamente estudiado como una época común en la historia latinoamericana.
El “oligarquismo” parece un momento histórico ya remoto. Pero si se quiere dimensionarlo, valdría tomar en cuenta las consignas de las elites empresariales del presente. Plantean que hay que reducir el tamaño del Estado; canalizar los recursos públicos al fomento de los “sectores productivos”; quitar o reducir impuestos que limitan, frenan o ahuyentan las inversiones; flexibilizar el trabajo, porque los viejos derechos y garantías no se justifican para sociedades “modernas”, que requieren dinamizar las relaciones laborales; y, además privatizar las empresas y servicios públicos, no solo porque hacen “competencia desleal” al sector privado, sino porque el Estado se dedica a actividades que “no le corresponden”.
¿Se imaginan los ecuatorianos el mundo que tendríamos si todas esas consignas finalmente se cumplieran en forma total? Contaríamos, en definitiva, con un país de Estado raquítico, sin impuestos sobre los más ricos, con trabajadores sometidos a la absoluta arbitrariedad de los dueños del capital, y con bienes, servicios e infraestructuras controlados exclusivamente por empresas privadas. Desde luego, ese “modelo” de economía y sociedad necesitaría de gobernantes subordinados a esos intereses privados; pero, además, requeriría de un tipo de fuerzas armadas y de policía, capaces de sujetar cualquier protesta o reacción contraria y hasta de reprimirla.
Es decir, el país viviría lo mismo que se vivió durante la época plutocrática: Ecuador era el primer exportador mundial del cacao (su crisis empezó en 1916 y se agudizó desde 1920), los “gran cacao” disfrutaban de una riqueza inigualable de la que aprovechaban para vivir en Europa; el Estado dependía de los préstamos bancarios privados; montubios, campesinos e indígenas dependían del concertaje, los bajos o ausentes salarios (en diversas haciendas se pagaba con fichas y en 1918 se abolió la “prisión por deudas” del concertaje), no hubo límites a las jornadas (en 1916 se introdujo la jornada de 8 horas, en adelante burlada), las clases obreras eran una minoría y vivían en la miseria urbana; las protestas fueron reprimidas a tal punto que la huelga general del 15 de noviembre de 1922 terminó con una escandalosa matanza de trabajadores en Guayaquil.
Fueron los gobiernos de la Revolución Juliana (1925-1931) -a quienes he estudiado en varios artículos y libros (se puede bajar La Revolución Juliana en Ecuador. Políticas económicas, aquí: https://bit.ly/31iv0CK)-, los que sentaron las bases para terminar con el dominio plutocrático e inauguraron el largo camino de superación del régimen oligárquico, que solo puede darse por concluido recién en las décadas de 1960 y 1970 gracias al desarrollismo que en esos mismos años era seriamente combatido por las elites económicas y propietarias del capital, que veían “estatismo” y “comunismo” por todas partes. Los julianos iniciaron el intervencionismo estatal, fundaron el Banco Central, la Contraloría y otras instituciones públicas cuya vigencia se extiende hasta nuestros días; implantaron la obligada atención del Estado a las clases trabajadores, cuyos derechos fundamentales se reconocieron, por primera vez, en la Constitución de 1929; crearon la Caja de Pensiones, antecesora remota del IESS; y, sobre todo, introdujeron, también por primera vez, el impuesto a la renta y otro sobre utilidades, que en adelante permanentemente ha sido evadido, eludido o burlado por los propietarios del capital. Se puede decir, sin ninguna equivocación, que los julianos inauguraron un modelo de economía social que las elites del antiguo poder han intentado desmontar desde entonces.
La ideología neoliberal, que penetró al Ecuador al mismo ritmo latinoamericano, coincidiendo, además, con la fase más larga de gobiernos constitucionales en la historia nacional -se inició en 1979-, fue inmediatamente acogida por las elites del poder económico, que encontraron en ella, así como en la inexorable globalización transnacional de las décadas finales del siglo XX, las justificaciones teóricas para redoblar sus viejas consignas históricas: no al Estado, no a los impuestos, no al trabajo regulado, pero sí libertad de mercado, privatizaciones y libre empresa absoluta.
El problema que enfrentaron esas elites es que Ecuador ya no vivía los tiempos de la plutocracia de inicios del siglo XX, por lo cual se volvió difícil montar todo el andamiaje que lo había resumido el “Consenso de Washington” (1989). Ante todo, las elites han debido enfrentar, desde aquellos tiempos, las reacciones ciudadanas, la movilización de los trabajadores, campesinos, indígenas, sectores populares y clases medias, el cuestionamiento de los académicos a las consignas empresariales y a la ideología neoliberal, el posicionamiento de algunas fuerzas políticas en su contra, e incluso la vigencia de gobiernos del “ciclo progresista” en América Latina al comenzar el nuevo milenio, interesados en construir economías sociales, que provocaron la reacción de las mismas elites “neoliberales” que los consideraron como sus verdaderos enemigos históricos, hasta lograr, con bastante éxito, sacarlos del escenario político contemporáneo y perseguirlos a través de nuevos gobernantes sujetos a sus intereses.
La época de vigencia del neoliberalismo ha sido extensamente estudiada no solo por científicos sociales, sino por los organismos internacionales de relevancia, como el FMI o el BM, instrumentos del neoliberalismo en toda Latinoamérica, así como el PNUD, la OIT y particularmente la CEPAL. Todos coinciden en reconocer las nefastas consecuencias sociales del modelo neoliberal, aunque también el auge “modernizador” que ha provocado para las empresas, acompañado por una profunda concentración de la riqueza. A pesar de esas experiencias, mientras el FMI persiste en su mismo recetario para el presente, la CEPAL cuestiona radicalmente el modelo aperturista y aboga nada menos que por una economía social.
La crisis del coronavirus ha sido mortal para el neoliberalismo. Ha demostrado la necesidad de Estados fuertes, con suficientes recursos, impuestos y capacidades para proveer los servicios fundamentales en educación, salud, medicina, seguridad social e infraestructuras. Ha demostrado que en Ecuador las burguesías internas siguen desfasadas en la historia con consignas empresariales de inicios del siglo XX, que han acelerado el derrumbe económico e institucional del país. De manera que, más allá de derrotar al neoliberalismo, lo que se requiere es lograr la derrota del oligarquismo contemporáneo, a fin de separar el poder económico privado del poder político público, para imponer el adelanto nacional, el progreso económico y el bienestar social.
Fuente: www.historiaypresente.com // www.juanpazymino.com
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