La derecha no teme decir su nombre
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urante la segunda mitad del siglo pasado, y como consecuencia del rechazo que generó el nazismo, las recetas de la derecha europea siguieron siendo puestas en práctica, pero no proclamadas de manera explícita. Los líderes políticos y sociales más conservadores impulsaban sus agendas con plena conciencia del descrédito que arrastraba la derecha radical, y hasta los derechistas más recalcitrantes evitaban definirse como tales, no porque no fueran conscientes de serlo, sino porque reconocerse como derechistas incomodaba hasta a sus simpatizantes.
A finales de la segunda década del siglo XXI, esa prudencia ha desaparecido. En un creciente número de naciones del viejo continente (la mayoría opulentas y prósperas) cada vez que hay elecciones gana terreno una tendencia con visos decididamente retardatarios y que no tiene ningún reparo en presentarse públicamente como ultraderecha. Los votantes de esa tendencia –expresada en partidos que con pocos matices auspician políticas racistas, xenófobas, excluyentes y autoritarias– van dejando atrás los escrúpulos que generaciones anteriores sentían cada vez que recordaban que derecha significaba privilegios para unos pocos, desarticulación de los Estados benefactores, minimización de los programas sociales, contención de los salarios y mano dura para los cuestionadores del modelo.
Así es como el mapa político de los Estados europeos evidencia la presencia activa de una ultraderecha que no teme decir su nombre en Alemania, Austria, Dinamarca, España, Finlandia, Holanda, Hungría, Noruega, Polonia, Suecia y otros países de menor peso geopolítico, sin olvidar en el norte a la Rusia del partido Liberal-Demócrata de Vladimir Zhirinovski, que pese a su nombre (el del partido) no oculta su orientación fascistoide.
La realización ayer de una nutrida marcha de organizaciones de derecha cuyo objetivo es, nada más ni nada menos, que
conquistar la Unión Europeavía la Eurocámara, visibiliza de manera más clara la magnitud que está alcanzando esa corriente de pensamiento. Los convocantes (el italiano Matteo Salvini, el holandés Geert Wilders y la francesa Marine Le Pen) promueven una alianza ultraderechista entre todas las formaciones de ese credo en Europa, aprovechando el descontento y el temor de quienes ven en la migración una amenaza a su entorno y su seguridad, y critican la política de socialdemócratas, centristas y de la izquierda moderada, a la que califican despectivamente de
buenista.
El instrumento con el que la derecha aspira a ganar el Parlamento Europeo es el Movimiento Europa de las Naciones y las Libertades, alianza de partidos donde destacan, por su volumen de adherentes, el Frente Nacional de Francia, la Liga Norte de Italia y el Partido de la Libertad de Austria, todos ellos unidos por la causa antiinmigrante e islamófoba, que constituye uno de sus mayores aglutinantes.
Uno de los razonamientos que tratan de explicar el rebrote derechista señala la pérdida de peso del sector laboral, que aportaba la mayor cantidad de votos para los partidos progresistas, y que va aparejada de la caída en picada de la participación en el PIB del sector industrial. Pero esta proposición se antoja mecanicista para explicar un fenómeno que tiene, sin duda, zonas más oscuras y que es preciso analizar seriamente si se pretende neutralizar esa tendencia.La jornada
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