a vindicación del pensamiento
de Jean-Luc Nancy podría proceder en tres partes: como el filósofo que
situó la mundanidad del cuerpo en el centro de toda filosofía práctica;
como un arqueólogo de los paradigmas del sentido dedicado a la crítica
del fatigoso lamento de la crisis o la pérdida de sentido
en
nuestras sociedades contemporáneas y, en rigor, como un etnógrafo de las
condiciones actuales de la vida convencido de que es posible encontrar
los fundamentos de otra forma de vida en los jirones desobrados
por esas condiciones. Un empeño cifrado en más de 30 obras que consumieron a una prolífica vida. En palabras de Nancy: no
se necesita mirar hacia el futuro para pensar en una vida mejor, a
diario la construimos y deconstruimos acríticamente sin darnos cuenta de
ello
.
El cuerpo, que sólo parece reclamarnos su atención cuando se halla en condiciones extremas –la enfermedad, los padecimientos (la bulimia y la anorexia, por ejemplo), la discapacitación (en particular a la hora del trabajo), la proximidad del nacimiento o de la muerte– o bien en su externalidad absoluta (el delirio de la delgadez, el embellecimiento (hasta llegar a la era de operaciones quirúrgicas), su regimentación (el disciplinamiento en los gyms en plena sociedad hedonista). El incurable síndrome de Dorian Gray, se encuentra en realidad en el centro donde se entrecruzan todos los poderes que hacen posible la reproducción de la sociedad actual.
Es un centro abismal e instituyente, porque en él la vida se asoma a
sus potencias a la mano y a sus abismos inmanentes, a un ser equipado
con sistemas de intrusos tecnológicos y habilitado por la promesa de
vivir ya no hacia la muerte, sino hacia la extensión exhumante de la
vida misma (en Alemania se calcula que un recién nacido en 2021 habrá de
vivir en promedio 110 años). Aquí, Nancy se inspira en la idea de
Deleuze y Guattari de un cuerpo sin órganos
. Un cuerpo que podrá vivir deshabitado de mucho de lo que lo vio nacer y, sin embargo, permanecer como una suma
.
Cuerpo y pensamiento han dejado de estar desunidos; en él se efectúan
los sentidos y los sinsentidos de un orden que lo potencia para
controlarlo, que lo refuerza para explotarlo, que lo hace más productivo
para disecarlo. Después de toda la historia de las premisas religiosas,
míticas y mágicas que querían exonerarlo de sí mismo, sólo queda él
ante sus antípodas. Dice Nancy: no es que tengamos un cuerpo; somos un cuerpo
. Y el alma no es más que la forma organizada de un cuerpo
.
Acaso su gran aporte a la crítica contemporánea fue el esfuerzo de dilucidar que en una época, donde el sentimiento de una pérdida general de sentido no parece ceder
,
Nancy recuerda que el sentido sólo puede buscarse no en los grandes
relatos históricos, ni en quienes prometen mejoría a toda costa
(discursos que envuelven casi siempre prácticas opresivas), sino en
nosotros mismos, en todo aquello que nos abre hacia la posibilidad de
devenir una comunidad.
Para definir a esa comunidad que se encuentra desobrada
en la
actualidad –por la razón instrumental económica-tecnológica y el
mercantilismo–, Nancy recurre a una operación insólita, prácticamente
inesperada: la deconstrucción del cristianismo. No para oponerse o
vindicarlo, sino para indagar en su historia lo que resta de él en el
camino hacia la búsqueda de la-comunidad-que-viene.
Seamos o no cristianos, Occidente es el resultado de dos fuerzas que le dieron vida y aliento: Atenas y Jerusalén. La voluntad de saber y conocer y la voluntad de convivir a través de una communitas. En rigor, a lo largo de su historia Occidente ha conocido tres formas básicas de organización: la polis griega, la civitas romana y la communitas cristiana. Pero sólo la última se instituyó como una asociación voluntaria, cuyo sentido central es la producción de obras que permitan la vida, no obstante las formas de poder que la encapsulan. (No es casual que Marx se haya detenido sobre todo en el examen de ésta última).
Es así como Nancy llega a postular uno de los paradigmas centrales de la historia de Occidente: la impractibilidad palpable del amor por el prójimo y la fuerza siempre instituyente de su relato. Para él, la única comunidad capaz de reobrar el-sentido-entre-nosotros es aquella que reconoce que sólo se puede dar lo que una voluntad común ha llegado a acordar como aquello que la ata efectivamente, es decir, el encuentro de su singularidad.
Como toda gran filosofía, el pensamiento de Nancy ancla en la condición fáctica de la vida
. Esa condición se llama mundialización
.
¿Seremos realmente capaces de hacer del mundo una casa vivible,
habitable para sus seres? Hay una condición que parece ineludible. La
extrajo de un momento fatal de su vida: a los 50 años recibió un corazón
de un extraño. Y siempre diría: mi yo propio me estaba matando, fue el
extranjero, el intruso el que me devolvió la vida. Mundialización
significa la medida de la recepción de todo lo que no es, es ajeno.
Nancy murió hace pocos días. Su legado es un arsenal de percepciones y preguntas que serán decisivas para percibir las novedades del siglo XXI.
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