EL DELFÍN

Este es un espacio para la difusión de conocimientos sobre Ciencia Política que derivan de la Carrera de Ciencias Políticas y Administración Pública de la Universidad Nacional Autónoma de México.

martes, 24 de septiembre de 2013

La teoria de la revolucion en el joven Marx


La teoría de la revolución en el joven Marx
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Autor(es): Löwy, Michael
Löwy, MichaelLöwy, Michael. Nació en Brasil en 1938, hijo de inmigrantes judíos vieneses. Se graduó en Ciencias Sociales en la Universidad de San Pablo en 1960, y se doctoró en la Sorbona, bajo la dirección de Lucien Goldmann, en 1964. Vive en París desde 1969. Es director de investigación emérito en el Centre National de la Recherche Scientifique (Centro Nacional de Investigación Científica); fue profesor en la École des Hautes Études en Sciences Sociales (Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales). Sus obras han sido publicadas en 24 idiomas. Entre sus libros más recientes se encuentran Redención y utopía. El judaísmo libertario en Europa central (1988); Rebelión y melancolía. El romanticismo como contracorriente de la modernidad (1992); Walter Benjamin: aviso de incendio (2001); Kafka, soñador insumiso (2004); Sociologías y religión. Aproximaciones insólitas (2009); Ediciones Herramienta y El Colectivo publicaron, en 2010, su libro La teoría de la revolución en el joven Marx. Es miembro del consejo editor de la Revista Herramienta, donde ha realizado numerosas contribuciones.

Nueva traducción realizada para esta edición por Silvia Nora Labado desde el original en francés La théorie de la révolution chez le jeune Marx

Prefacio del autor

¿Marx está muerto?

Este libro fue publicado por primera vez en 1970, en ediciones Maspero, en la colección “Bibliothèque socialiste”, dirigida por el añorado Georges Haupt. Fue traducido al italiano, español (siete ediciones), japonés e inglés. Curiosamente, suscitó más interés en el mundo anglosajón que en Francia: algunas obras, como el muy conocido libro del marxista norteamericano Hal Draper, Marx’s Theory of Revolution [La teoría de la revolución de Marx] (N. Cork, MR Press, 1977), se inspiraron ampliamente en él (y no solo en lo que concierne al título).

La edición de 1970 tenía un último capítulo, consagrado a la cuestión del partido y de la revolución después de Marx: en algunas decenas de páginas, intentaba evaluar el centralismo de Lenin, el “espontaneísmo” de Rosa Luxemburg, las relaciones complejas de Trotsky con el bolchevismo, la evolución de Gramsci a partir de los consejos obreros de Turín hasta su teoría del partido como “Príncipe Moderno”; finalmente, la síntesis teórica de Lukács en Historia y conciencia de clase (1923). Evidentemente, se trataba del tema de otro libro: era imposible tratar a estos autores de manera adecuada en un número tan limitado de páginas. Esta es la razón por la cual preferí suprimir esta sección en la actual reedición. Simplemente agregaría que no ocultaba cierta simpatía (crítica) por las ideas de Rosa Luxemburg y de León Trotsky: en realidad, mi lectura del joven Marx era, en gran medida, de inspiración “luxemburguista”.

El libro es, esencialmente, un intento de interpretación marxista de Marx, es decir, un estudio de su evolución política y filosófica en el contexto histórico de las luchas sociales en Europa durante los años decisivos de 1840-1848 y, en particular, de su relación con las experiencias de lucha de la clase obrera en formación y con el primer movimiento socialista/comunista. El objetivo es dar cuenta del surgimiento, en el joven Marx, de una nueva concepción del mundo, la filosofía de la praxis, fundamento metodológico de su teoría de la revolución como autoemancipación proletaria.

Se trata de una investigación interdisciplinaria, que concierne, al mismo tiempo, a la sociología, la historia social, la filosofía y la teoría política, bajo la inspiración del “estructuralismo genético” –término utilizado por mi maestro y amigo Lucien Goldmann para designar su marxismo humanista e historicista–.

Desde la primera edición de este libro pasó más de un cuarto de siglo y mucha agua corrió debajo de los puentes del Sena, del Rin y del Nevá. Se desmoronaron imperios, las sociedades se transformaron y las modas cambiaron: el modernismo fue reemplazado por el posmodernismo; el estructuralismo, por el posestructuralismo; el keynesianismo, por el neoliberalismo; el muro de Berlín, por el muro del dinero. ¿Y Marx?

Después del fin del “socialismo realmente existente” –es decir, de los Estados burocráticos formados con el molde estalinista– se pudo asistir a una impresionante (casi) unanimidad entre periodistas, banqueros, gerentes, teólogos, diputados, senadores, ministros, universitarios, filósofos, politólogos, economistas y expertos en todas las disciplinas, para proclamar, urbi et orbi, en nombre de la Historia, del Mercado o de Dios –si no era en nombre de los tres– que “Marx está muerto” (tema ya machacado en el curso de los años 70 por los susodichos “nuevos filósofos”). Ex izquierdistas, ex comunistas, ex socialistas, ex revolucionarios, ex todo no perdieron la oportunidad de hacerse eco.

“Marx está definitivamente muerto para la humanidad”. ¿Esta oración está fechada en 1989, año de la caída del muro, o en 1991, momento del desmembramiento de la URSS? En realidad, se trata de una cita del gran filósofo liberal Benedetto Croce que data de… 1907. No fue una profecía particularmente lograda, como los partidarios rusos del liberalismo iban a descubrirlo diez años más tarde.

En realidad, ahora que el marxismo dejó de ser empleado como ideología de Estado por regímenes burocráticos parasitarios, existe una oportunidad histórica para volver a descubrir el mensaje marxiano originario e intentar desarrollarlo de manera creadora. En lo que a mí respecta, sigo creyendo, como en 1970, que la teoría marxiana de la revolución como autoemancipación de los explotados continúa siendo una brújula preciosa para el pensamiento y para la acción. No solo no se volvió obsoleta por la caída del infame muro de Berlín, sino que, por el contrario, nos provee de una clave decisiva para comprender por qué el intento de “construir el socialismo” sin el pueblo (o contra él), de “emancipar” el trabajo desde arriba, de imponer una nueva sociedad por medio de los decretos de un poder burocrático y autoritario estaba inevitablemente condenado al fracaso. Para Marx, la democracia revolucionaria –el equivalente político de la autoemancipación– no era una dimensión opcional, sino un aspecto intrínseco del proceso de transición hacia el comunismo, es decir, hacia una sociedad en la cual los individuos libremente asociados toman en sus manos la producción de su vida. La experiencia trágica de la URSS estalinista y posestalinista (así como la de los otros países con régimen análogo), lejos de “falsear” la teoría marxiana de la revolución, constituye una confirmación sorprendente de esta.

Dicho esto, esta “vuelta a Marx” solo puede ser útil a condición de que uno se libere de la ilusión de encontrar en él la respuesta a todos nuestros problemas –o, peor aún, la creencia de que no hay nada para cuestionar o criticar en el corpus complejo y a veces contradictorio de sus escritos–. Muchas cuestiones decisivas, como la destrucción del medio ambiente por el “crecimiento de las fuerzas productivas”, las formas de opresión no clasistas (por ejemplo, de género o étnicas), la importancia de reglas éticas universales y de los derechos del hombre para la acción política, la lucha de las naciones y culturas no europeas contra la dominación occidental están ausentes o son tratadas de manera inadecuada en sus escritos.

Esta es la razón de por qué la herencia marxiana debe ser completada por las contribuciones de los marxistas del siglo XX, de Rosa Luxemburg y Trotsky a Walter Benjamin y Herbert Marcuse, de Lenin y Gramsci a José Carlos Mariátegui y Ernst Bloch (la lista se podría extender).

Gramsci insistía con la idea de que “la filosofía de la praxis se concibe a sí misma históricamente, como una fase transitoria del pensamiento filosófico”, destinada a ser reemplazada en una sociedad nueva, ya no fundada sobre la contradicción de las clases y la necesidad, sino sobre la libertad[1]. Pero, mientras vivamos en sociedades capitalistas, divididas en clases sociales antagónicas, sería vano querer reemplazar la filosofía de la praxis por otro paradigma emancipador. Desde este punto de vista, pienso que Jean-Paul Sartre no se equivocaba al ver en el marxismo “el horizonte intelectual de nuestra época”: los intentos de “superarlo” no conducen más que a la regresión hacia niveles inferiores del pensamiento, no más allá sino más acá de Marx. Los nuevos paradigmas propuestos actualmente –ya sea la ecología “pura” o la racionalidad discursiva cara a Habermas, para no hablar del posmodernismo, la deconstrucción o el “individualismo metodológico”– a menudo aportan apreciaciones interesantes, pero de ninguna manera constituyen alternativas superiores al marxismo en términos de comprensión de la realidad, de universalidad crítica y de radicalidad emancipadora.

¿Cómo corregir, entonces, las numerosas lagunas, limitaciones e insuficiencias de Marx y de la tradición marxista? Por medio de un comportamiento abierto, una disposición a aprender y a enriquecerse con las críticas y los aportes provenientes de otros lados –y, en primer lugar, de los movimientos sociales, “clásicos”, como los movimientos obreros y campesinos, o nuevos, como la ecología, el feminismo, los movimientos para la defensa de los derechos del hombre o para la liberación de los pueblos oprimidos, el indigenismo, la teología de la liberación–.

Pero también es necesario que los marxistas aprendan a “revisitar” las otras corrientes socialistas y emancipadoras –incluyendo las que Marx y Engels ya habían “refutado”– cuyas intuiciones, ausentes o poco desarrolladas en el “socialismo científico”, a menudo se revelaron fecundas: los socialismos y feminismos “utópicos” del siglo XIX (owenistas, saint-simonianos o fourieristas), los socialismos libertarios (anarquistas o anarcosindicalistas) y, en particular, lo que yo llamaría los socialistas románticos, los más críticos en relación con las ilusiones del progreso: William Morris, Charles Péguy, Georges Sorel, Bernard Lazare, Gustav Landauer.

Si mi lectura del joven Marx cambió, en el curso de los veinticinco años que me separan de la primera edición de este libro, se debe ante todo al descubrimiento, en tanto sociólogo de la cultura, de la importancia de la crítica romántica de la civilización burguesa, a la vez como dimensión –a menudo dejada de lado– del pensamiento del propio Marx y como fuente poderosa de una renovación de la imaginación socialista.

Por romanticismo no entiendo simplemente una corriente literaria del siglo XIX, sino un vasto movimiento cultural de protesta contra la sociedad industrial/capitalista moderna, en nombre de valores precapitalistas. Se trata de un movimientos que comienza a mediados del siglo XVIII –Jean-Jacques Rousseau es una de las figuras emblemáticas de este origen– y que continúa activo hasta hoy, en rebelión contra el desencanto del mundo, la cuantificación de todos los valores, la mecanización de la vida y la destrucción de la comunidad[2].

Este aspecto romántico no está ausente de la teoría de la revolución y, en general, del pensamiento del joven Marx. Pero ese sería el tema de otro libro…

Finalmente, la renovación crítica del marxismo exige también su enriquecimiento por medio de las formas más avanzadas y más productivas del pensamiento no marxista, de Max Weber a Karl Mannheim, de Georg Simmel a Marcel Mauss, de Sigmund Freud a Jean Piaget, de Hannah Arendt a Jürgen Habermas (para no dar más que algunos ejemplos), así como la consideración de los resultados limitados pero a menudo útiles de las diversas ramas de la ciencia social universitaria. Es necesario inspirarse aquí del ejemplo del propio Marx, que supo emplear ampliamente los trabajos de la filosofía y la ciencia de su época –no solo Hegel y Feuerbach, Ricardo y S. Simon, sino también economistas heterodoxos como Quesnay, Ferguson, Sismondi, J Stuart, Hodgskin, antropólogos fascinados por el pasado comunitario como Maurer y Morgan, críticos románticos del capitalismo como Carlyle y Cobbert y socialistas heréticos como Flora Tristán o Pierre Leroux–, sin que esto disminuyera en lo más mínimo la unidad y coherencia teórica de su obra.

La pretensión de reservar al marxismo el monopolio de la ciencia, arrojando a las otras corrientes de pensamiento al purgatorio de la pura ideología, no tiene nada que ver con la concepción que tenía Marx de la articulación conflictiva de su teoría con la producción científica contemporánea.



Muchos libros sobre el joven Marx o sobre el conjunto de su obra fueron publicados en Francia en el último cuarto de siglo. Evidentemente, no podría tratarse, en este prefacio, de pasar revista a esta vasta literatura. Solo querría orientar la atención hacia tres contribuciones “iconoclastas” que me parecen particularmente interesantes, desde el punto de vista de la problemática que intenté desarrollar en mi libro: la filosofía de la praxis y su relación con la teoría de la revolución.

En su pequeño volumen La philosophie de Marx [La filosofía de Marx], Etienne Balibar demuestra de manera convincente que el nuevo materialismo introducido por las Tesis sobre Feuerbach no tiene mucho que ver con la “materia”, sino más bien con la necesidad de cambiar el mundo: a través del concepto de práctica revolucionaria, Marx transfirió la categoría del sujeto del idealismo al materialismo. Partiendo de ese “materialismo práctico” propone definir, en la célebre tesis nº VI, la “esencia humana” como el “conjunto de las relaciones sociales”. Al rechazar las trampas del individualismo y del holismo, del “realismo” (en el sentido escolástico del término) y del nominalismo, pone en el centro de su reflexión las relaciones múltiples entre los individuos (trabajo, lenguaje, amor), la realidad transindividual de la humanidad. En un pasaje penetrante, Balibar demuestra la reciprocidad dialéctica entre esta ontología transindividual y el concepto de práctica revolucionaria: “Atrevámonos a esa palabra, entonces: las relaciones sociales aquí designadas no son otra cosa que una incesante transformación, una ‘revolución permanente…’”.

Después de la ontología de la praxis, Marx formula, en La ideología alemana (1846), la ontología de la producción. Pero estas dos ontologías no se oponen: la unidad de la práctica las une. Marx suprime aquí, señala E. Balibar, uno de los más antiguos tabúes de la filosofía, desde la antigüedad griega: la distinción radical de la praxis, la acción libre de autotransformación humana, y la poiesis, la fabricación de las cosas en el enfrentamiento con la naturaleza.

¿La concepción de la sociedad y de la historia como praxis no es en sí misma contradictoria con la idea de un progreso inevitable, de un socialismo que sea el resultado necesario de las contradicciones capitalistas? El desafío de la obra de Henri Maler, Convoiter l’impossible [Codiciar lo imposible], es arrancar el horizonte utópico de la emancipación, que está en el corazón de la filosofía política de Marx, de la tentación de presentarse como una previsión científica del futuro. En otras palabras: por medio de la apertura de una dialéctica utópica, presente como esbozo en Marx, se puede descubrir, debajo del tiempo de las necesidades lineales, el tiempo de las virtualidades disruptivas. La utopía estratégica es una utopía disruptiva: depende de la acción que se apropia de la eventualidad de una brecha y de las virtualidades de un combate.

Liberada de las prescripciones doctrinales, la utopía marxiana sería, según Maler, el gran arte de los atajos (lo que se denomina la “alternativa”), que pone el deseo de lo imposible al servicio de los movimientos de emancipación. El futuro de nuestra codicia no es el futuro trazado o prometido de nuestras utopías tutelares, sino el futuro inventado para vencer el eterno retorno de la barbarie.

Esta problemática también está en el centro de la notable obra de Daniel Bensaïd, Marx l’intempestif [Marx intempestivo. Grandezas y miserias de una aventura crítica], cuyo recorrido está inspirado por una actitud resueltamente heterodoxa y crítica respecto del propio Marx.

La concepción de la historia en Marx tiene, de acuerdo con Bensaïd, una contradicción no resuelta entre el modelo científico naturalista –que predice el fin del capitalismo “con lo ineluctable de un proceso natural”– y la lógica dialéctica abierta (la “ciencia alemana”). Mientras que algunos textos de Marx –sobre la misión civilizadora del capitalismo o sobre el colonialismo inglés en India– no están lejos de caer en las trampas de la ideología “progresista”, otros (como la introducción a los Grundrisse) esbozan una ruptura profunda con la visión lineal y homogénea de la historia y con la noción de progreso “en su forma abstracta habitual”. Gracias a nociones como el destiempo (zeitwidrig) y la discordancia de tiempo, Marx inauguró una representación no lineal del desarrollo histórico.

Mientras que sus epígonos –desde los “ortodoxos” de la II Internacional hasta los “marxistas analíticos” como Jon Elster o John Roemer– no hacen más que “desarmar y volver a armar tristemente el cansador Meccano de las fuerzas y las relaciones, de las infraestructuras y las superestructuras”, la visión marxiana de una historia abierta inspiró en Trotsky la teoría del desarrollo desigual y combinado (y la estrategia de la revolución permanente) y en Ernst Bloch su análisis de la no contemporaneidad de las clases y de las culturas en la Alemania de Weimar.

Lo que no comprenden las lecturas positivistas de Marx es que, a diferencia de la predicción física, la anticipación histórica se expresa en un proyecto estratégico. Para un pensamiento estratégico, la revolución es en esencia intempestiva y “prematura”. Marx no juzga las revueltas de los oprimidos en términos de “correspondencia” entre fuerzas y relaciones de producción: está “sin vacilación ni reservas del lado de los pobres en la guerra de los campesinos, de los niveladores en la revolución inglesa, de los iguales en la Revolución Francesa, de los partidarios de la Comuna condenados a la destrucción versallesca”.

Daniel Bensaïd propone aquí una de sus más bellas iluminaciones profanas: la distinción entre el oráculo y el profeta. El marxismo no es la predicción oracular de un destino implacable, sino una profecía condicional, un “mesianismo activo” que trabaja los dolores del presente. La profecía no es espera resignada, sino denuncia de lo que ocurrirá de malo si, como en La catástrofe inminente y los medios para conjurarla de Lenin. Comprendida en estos términos, “la profecía es la figura emblemática de cualquier discurso político y estratégico”.



Esta reedición desempeña un papel en la proximidad del centésimo quincuagésimo aniversario de la publicación del Manifiesto comunista y de la revolución de 1848 en Francia, Alemania y Europa, en la que Marx y Engels participaron activamente por medio de su diario, la Nueva Gaceta Renana, y, más tarde, ya exiliados en Londres, a través de las circulares a la Liga de los comunistas.

Se puede considerar el Manifiesto del Partido Comunista de 1848 como el resultado, la concretización, la conclusión práctico-estratégica de la reflexión filosófica y política del joven Marx sobre las condiciones de posibilidad de la revolución como autoemancipación proletaria.

Hay posibilidades de que el debate en torno a Marx y al Manifiesto no sea solamente una cuestión de especialistas, “marxólogos” o historiadores de las ideas. Algunos de los temas centrales de ese documento fundador del socialismo moderno, durante mucho tiempo desaparecidos del vocabulario corriente, decretados “arcaicos” –como la lucha de clases, la búsqueda de una alternativa radical al capitalismo, la convergencia entre intelectuales críticos y trabajadores organizados, la unidad y coordinación entre las luchas a escala de Europa y del planeta, para hacer frente a la mundialización de la economía– vuelven a comenzar, poco a poco, a encontrar su lugar en el discurso social y político.

Esto se deriva de un cambio del clima cultural, que no deja de tener relación con la emergencia en Europa, y un poco por todos lados en el mundo, de luchas y movilizaciones sociales, de revueltas campesinas y populares, de huelgas y manifestaciones obreras, cuya expresión más espectacular fueron las grandes huelgas francesas de noviembre y diciembre de 1995. Sin optimismo excesivo, se tiene la impresión de que se prepara un momento crucial, a cuyos primeros esbozos se asiste, por el momento sobre todo negativos –el rechazo del neoliberalismo y de la globalización capitalista–, pero que contienen, indirectamente, la imagen, la esperanza, la utopía de un futuro diferente.

El hecho de que un gran número de intelectuales francesas haya apoyado e, incluso, participado activamente del movimiento de diciembre de 1995 es un signo alentador, que sugiere que la dialéctica entre teoría crítica, reflexión política y acción social –una relación de aprendizaje mutuo que no deja de recordar la de los años 1840-1848– se estableció nuevamente.

El desafío para los espíritus críticos que, en los albores del siglo XXI, no solo quieren interpretar el mundo, sino contribuir a cambiarlo, es aprender, como el joven Marx, con las experiencias de lucha más avanzadas, las tentativas más importantes de autoorganización de los explotados y de los oprimidos. El teórico crítico no puede sustituir a los trabajadores y trabajadoras, pero puede ayudar, como en 1848, en 1917, en 1936, en 1968, a la formación de lo que Marx designaba en el Manifiesto como “el movimiento autónomo de la inmensa mayoría”.

Es solo gracias a un movimiento como este que el comunismo con el que soñaba Marx en 1848 dejará de ser “el pasado de una ilusión” para convertirse en el futuro de una esperanza.

[1] Gramsci, Il materialismo storico, Turín, Editori Riuniti, 1979, pp. 115-116.

[2] Intenté dar cuenta de este movimiento con mi amigo Robert Sayre, en nuestro libro Révolte et Mélanolie. Le romantisme à contre-courant de la modernité, París, Payot, 1994.

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