Lógica westfaliana y prudencia geopolítica en la era nuclear
Richard Falk
21/05/2022Ni los líderes políticos ni los medios más influyentes han analizado adecuadamente la Guerra de Ucrania, sus complejidades y sus efectos secundarios globales. En general, la Guerra de Ucrania se ha descrito de manera estrecha y reduccionista como una simple cuestión de defender a Ucrania contra la agresión rusa. A veces, esta descripción estándar se amplía un poco para demonizar a Putin como un criminal comprometido con el grandioso proyecto de restaurar el espectro completo de las fronteras soviéticas de la Rusia posterior a 1994, por la fuerza si es necesario. Lo que tiende a ser excluido de casi todos los análisis de la guerra en Ucrania es la agenda política del gobierno de los EEUU de infligir una derrota humillante a Rusia, que a la vez está relacionada con la defensa de Ucrania pero bastante diferente en aspectos significativos. Esta agenda replica los enfrentamientos de la Guerra Fría y, en el escenario global, solo Estados Unidos posee la voluntad, la autoridad y las capacidades para actuar como guardián de la seguridad global en relación con el mantenimiento o la modificación de las fronteras internacionales de estados soberanos en cualquier parte del planeta. De manera ilustrativa, Washington ha dado luz verde tácita a Israel para anexionarse los Altos del Golán, una parte integral de Siria hasta la guerra de 1967, mientras que Rusia sigue siendo sancionada por su anexión de Crimea y sus exigencias actuales de incorporar partes de la región de Donbas en Ucrania se ha encontrado con duras sanciones punitivas y denuncias de crímenes de guerra por parte del presidente de los Estados Unidos, Joe Biden.
Las plataformas de medios occidentales más influyentes, incluidos CNN, BBC, NY Times, The Economist, con pocas excepciones, han apoyado en gran medida estos relatos narrativos gubernamentales unidimensionales de la Guerra de Ucrania. Las opiniones de los críticos progresistas sobre la forma en que la política exterior estadounidense ha gestionado la crisis casi no están recogidas, mientras que la extrema derecha es castigada por atreverse a oponerse al consenso nacional como si los únicos disidentes fueran unos fascistas predispuestos a la conspiración. Estos medios de comunicación no han dedicado prácticamente ningún esfuerzo a comprender la acumulación de tensiones relacionadas con Ucrania en los años anteriores al ataque ruso o la lógica de seguridad más amplia que explica la determinación de Putin de reafirmar su antigua autoridad en Ucrania. De manera similar, prácticamente no ha habido una discusión general sobre el alto el fuego/opciones diplomáticas, favorecida por muchos grupos pacifistas y religiosos, que buscan dar prioridad a poner fin a la matanza, junto con una búsqueda de posibles fórmulas de conciliación que combinen los derechos soberanos de Ucrania con algunos ajustes, teniendo en cuenta las preocupaciones rusas. Los medios de más confianza en Occidente han funcionado como una máquina de propaganda belicista que solo ha matizado un poco más su apoyo a la línea oficial del gobierno que lo que cabría esperar en regímenes inequívocamente autocráticos. La cobertura ha destacado las imágenes de las brutalidades diarias de la guerra junto con un flujo constante de condenas al comportamiento ruso, reportajes detallados sobre la devastación y el sufrimiento de los civiles, y una descripción táctica de cómo se desarrollaba la lucha en varias zonas de combate. Estas narrativas militaristas fueron reforzadas rutinariamente con comentarios expertos de generales retirados y oficiales de inteligencia, y nunca ha sido cuestionada con el desafío de los defensores de la paz, y mucho menos de los disidentes y críticos. Todavía no he escuchado la voz o se han leído textos en estas plataformas de medios influyentes de los intelectuales públicos más célebres, Noam Chomsky o Daniel Ellsberg, o incluso de diplomáticos de mentalidad independiente como Chas Freeman. Por supuesto, estas personas hablan y escriben, pero para conocer sus puntos de vista, hay que navegar por Internet a la búsqueda de sitios web como CounterPunch y Common Dreams.
La niebla de la guerra ha sido reemplazada por una fiebre de guerra mientras se hace la transición de ayudar a Ucrania a defenderse contra la agresión a buscar una victoria sobre Rusia, cada vez más indiferentes a los peligros nucleares y las dislocaciones económicas mundiales que amenazan a muchos millones con el hambre, la inseguridad aguda y la miseria. Las voces estridentes y seguras de los generales y los gurús de seguridad de los think tanks han sido dominantes en los comentarios, mientras que las súplicas de paz del Secretario General de la ONU, el Dalai Lama y el Papa Francisco, si se tomo nota de ellas fue para apartarlos a los márgenes exteriores de la conciencia pública.
Esta desafortunada ausencia de un debate razonado y responsable se ha distorsionado aún más por declaraciones altamente engañosas hechas por el más alto funcionario público responsable del diseño y explicación de la política exterior estadounidense, el Secretario de Estado, Antony Blinken. Ya sea por ignorancia o por la conveniencia del momento, se ha citado ampliamente al secretario Blinken explicando al público en EEUU y en el extranjero, en horario de máxima audiencia, que Estados Unidos no reconoce las “esferas de influencia”, una idea "que debería haber desaparecido después de la Segunda Guerra Mundial”. ¿De verdad? Sin el respeto mutuo a las esferas de influencia durante la Guerra Fría, es probable que las intervenciones soviéticas en Europa del Este, más notoriamente en Hungría (1956) y Checoslovaquia (1968), hubieran desencadenado la Tercera Guerra Mundial. Del mismo modo, Moscú toleró las injerencias de EEUU en Europa occidental, así como la ruptura de Yugoslavia. Los enfrentamientos armados más peligrosos tuvieron lugar, de manera reveladora, en los tres países divididos de Alemania, Corea y Vietnam, donde las aspiraciones de autodeterminación ejercieron una presión continua sobre las fronteras impuestas artificialmente a estos países por razones de conveniencia geopolítica.
Acabada la Guerra Fría, Blinken debería avergonzarse de decirle a los pueblos de Cuba, Nicaragua y Venezuela que la idea de las esferas de influencia ya no corresponde con la política de Estados Unidos en el hemisferio occidental. Hace décadas que Octavio Paz, el escritor mexicano, encontró las palabras para expresar la realidad de tales esferas de influencia: “La tragedia de México es estar tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”. Como se ha observado, la reafirmación rusa de las esferas de influencia tradicionales tiene más continuidad con el pasado que respeto por la soberanía territorial de los países que han recuperado la condición de Estados dentro de tales esferas después del colapso soviético. Este reconocimiento no pretende expresar aprobación de tales esferas, sino que sirve solo como un reconocimiento de la práctica geopolítica que ha persistido a lo largo de toda la modernidad y la sensación adicional de que desafiar esa práctica con toda seguridad producirá fricciones y aumentará los riesgos de guerra, que en el caso de estados armados con armas nucleares debe inducir a extrema cautela por parte de actores prudentes. Pretender que las esferas de influencia son cosa del pasado, como parece estar haciendo Blinken en relación con Ucrania, es doblemente desafortunado: no tiene en cuenta la relevancia de la prudencia geopolítica en la era nuclear y condena como ignorante o malicioso, el comportamiento de otros mientras pasa por alto el comportamiento análogo de su propio país, adoptando así una postura estadounidense de arrogancia geopolítica que no contribuye a la supervivencia humana en la era nuclear.
En los meses previos a que se volviera políticamente conveniente tirar las esferas de influencia al basurero de la historia, Blinken sermoneaba a los chinos sobre la adhesión a un orden internacional 'gobernado por reglas' que, según él, describía el comportamiento de Estados Unidos. Una comparación tan interesada es una tapadera para hacer frente al muy diferente desafío chino a la unipolaridad, resultado de la creciente influencia económica y diplomática de China. Para Washington se trata de una paradoja, porque no puede quejarse de que el ascenso chino se debe a sus capacidades militares y su uso agresivo (excepto, curiosamente, dentro de sus tradicionales esferas de influencia costeras y territoriales). Y así, se afirmó que China no respetaba las reglas de juego con respecto a los derechos de propiedad intelectual. Pero ¿cuáles son estas reglas y de dónde derivan su autoridad? Blinken tuvo cuidado en sus quejas sobre las violaciones chinas de no identificar las reglas con el derecho internacional o las decisiones de las Naciones Unidas. ¿De dónde entonces vienen?
Sin duda, hay una sutil complejidad en las reglas que gobiernan las relaciones internacionales, especialmente en relación con los asuntos relacionados con el uso de la fuerza en las relaciones internacionales. Se puede identificar una línea divisoria normativa en 1928, cuando muchos de los principales gobiernos, incluido el de EEUU, firmaron el Pacto de París, que prohibió la guerra como instrumento de los intereses nacionales (ver Oona A. Hathaway y Scott Shapiro, The Internacionalists: How a Radical Plan to Outlaw War Remade the World, 2017). Esta ambiciosa norma se convirtió luego en la formulación de Crimen contra la paz en el Acuerdo de Londres de 1944, que proporcionó la base jurídica de los procesos penales de Nuremberg y Tokio de los líderes políticos y comandantes militares alemanes y japoneses que sobrevivieron. Estas innovaciones legales, incluso si se tratan como hitos importantes en el desarrollo del derecho internacional, nunca tuvieron la intención de constituir nuevas reglas de orden y responsabilidad que vincularían a los estados soberanos que disfrutan de poder geopolítico.
De lo contrario, ¿cómo podría explicarse la concesión de un derecho de veto a los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, que solo puede verse como un derecho geopolítico de excepción, al menos en el contexto de la ONU? Los apologistas de este aparente repudio de un enfoque jurídico cuando se trataba de los estados más peligrosos en ese momento señalan la necesidad de dar a la Unión Soviética garantías de que Occidente no tendría mayoría de votos, porque de lo contrario, no hubiera estado dispuesta a participar en la ONU, y la Organización se hubiera marchitado en la vid como la Sociedad de Naciones. Pero si esta fuera realmente la razón principal del veto, hubiera podido haber una forma menos obstructiva de brindar tranquilidad, como exigir que las decisiones del Consejo de Seguridad a las que se opusiera la Unión Soviética fuesen apoyadas por todos los miembros no permanentes.
Tal observación nos hace conscientes de que no existe una fuente de autoridad normativa en el ámbito internacional, sino al menos dos. Está la idea fundamental derivada de los orígenes del sistema de estados modernos identificada con la Paz de Westfalia de 1648, que otorgó igualdad a los estados soberanos. Y luego hay una segunda fuente de autoridad normativa en gran parte no escrita que regula a los pocos estados que están libres de las restricciones del derecho internacional y disfrutan de impunidad en sus acciones. Estos son los estados a los que se les otorga el poder de veto, y entre estos estados están aquellos que buscan la discreción adicional de no rendir cuentas por sus actos. Esta deferencia al poder y la supremacía nacional socava la fidelidad a la ley donde más se necesita y ha sido durante mucho tiempo una deficiencia fundamental para mantener la paz en un mundo con armas nucleares. Sin embargo, la geopolítica, como el propio derecho internacional, posee un orden normativo que está diseñado para imponer ciertos límites a estos actores geopolíticos. El Instituto Quincy reconoce esta característica vital de las relaciones internacionales con su llamamiento a la “gobernanza responsable", que es más o menos equivalente a mi llamamiento a la "prudencia geopolítica".
Una prescripción geopolítica crucial en este sentido fue el reconocimiento de las esferas de influencia como delimitadoras de zonas extraterritoriales de influencia exclusiva, que podrían incluir intervenciones 'ilegales' y la explotacion de estados más débiles (por ejemplo, las 'repúblicas bananeras'). A pesar de lo abusiva que ha sido la diplomacia de las zonas de influencia para las sociedades a las que se ha aplicado, también ha sido una forma de desalentar las intervenciones competitivas que de otro modo podrían conducir a guerras intensas entre las grandes potencias y, como se mencionó, desempeña un papel indispensable en la reducción de la perspectiva de escaladas peligrosas en la era nuclear. Es sorprendente que Blinken pueda ser tan miope al abordar esta característica esencial del orden mundial, al igual que el fracaso de los medios a la hora de denunciar tonterías tan peligrosas y egoístas.
Sin duda, el derecho internacional en sí mismo está sujeto a la influencia geopolítica en la formación de sus reglas y su implementación desigual, y está lejos de servir a la justicia en muchas circunstancias críticas, incluida su validación del colonialismo de asentamientos. [Ver Noura Erakat, Justice for Some: Law and the Question of Palestine (2019)] Sin embargo, cuando se trata de defender la prohibición de los usos no defensivos de la fuerza y la rendición de cuentas por crímenes de guerra, ha tratado de defender las normas a menos que sean violadas por los principales actores geopolíticos y sus amigos especiales. El Tribunal Penal Internacional ad hoc para la ex Yugoslavia, establecido por la ONU, no distinguió entre ganadores y perdedores a la manera de los Tribunales de Nuremberg y Tokio o, en realidad, el Tribunal Penal Supremo Iraquí (2005-06), que impuso la pena de muerte a Saddam Hussein ignorando los crímenes de agresión de Estados Unidos y Reino Unido en la Guerra de Irak de 2003.
En conclusión, es importante reconocer la interacción del derecho internacional y el orden normativo geopolítico. El primero se basa en el acuerdo de estados jurídicamente iguales en cuanto a normas y prácticas consuetudinarias. El derecho internacional también se basa cada vez más en el cumplimiento voluntario, como lo ilustra el hecho de que la Corte Internacional de Justicia se limite en su función de declarar la ley a emitir una "Opinión consultiva", que los estados y las instituciones internacionales pueden ignorar. O más sustantivamente, en relación con el cumplimiento de los compromisos de emisión de carbono de las partes del Acuerdo de París sobre Cambio Climático de 2015.
El orden normativo geopolítico depende de la prudencia en base al principio de precaución, siendo sus normas autointerpretadas, a la luz de la experiencia pasada, la tradición, la reciprocidad y el sentido común. Debe entenderse que el estatus geopolítico de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad no refleja su papel de facto en las relaciones internacionales. En la actualidad, solo Estados Unidos, China y Rusia disfrutan de un estatus geopolítico existencial; Francia y el Reino Unido no lo tienen, y tal vez India, Nigeria/Sudáfrica, Brasil, tengan algunos atributos geopolíticos de facto, pero carecen del correspondiente reconocimiento de jure.
En el contexto de la Guerra de Ucrania, se debe culpar a Rusia por su flagrante violación de la prohibición de la guerra de agresión y sus crímenes de guerra en los campos de combate de Ucrania, y por insinuar su voluntad de recurrir a las armas nucleares si sus intereses vitales se ven amenazados. Los Estados Unidos pueden ser acusados de gobernar de forma irresponsable o geopolíticamente imprudente al reemplazar un papel defensivo de apoyo a la resistencia ucraniana por el objetivo de la derrota de Rusia a través del aumento masivo de la ayuda, el fomento de objetivos más ambiciosos de Ucrania, el suministro de armamento ofensivo, la continua demonización de Putin, la ausencia de esfuerzos a favor de un alto el fuego y la diplomacia por la paz, la falta de atención a los riesgos de escalada, especialmente en relación con los peligros nucleares, y la manipulación general de la crisis de Ucrania como parte de su compromiso estratégico con una geopolítica unipolar, que surgió de las secuelas de la Guerra Fría, lo que implica un repudio de los esfuerzos chinos y rusos para reemplazar la unipolaridad con la multipolaridad. Es esta última tensión la que, si no se aborda, apunta a una Segunda Guerra Fría, carreras de armamentos febriles, crisis periódicas y desvío de recursos y energías que hay que dedicar a desafíos globales tan urgentes como el cambio climático, la seguridad alimentaria y las políticas de migración humanas.
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