uando Lula dijo –y comenzó a ponerlo en práctica– que iba a gobernar para todos, pero especialmente para los más necesitados, comenzó una nueva era en la vida de Brasil y en la propia vida. Ya no nos toparíamos con personas, niños, familias, durmiendo y viviendo en las calles, como regla, el escenario más difícil para vivir en el país más desigual en el continente más desigual del mundo.
El programa Bolsa Familia se convirtió en el símbolo de que ya nadie sería abandonado en el país. Que los gobiernos busquen y se ocupen de los más necesitados. Que gobernar –como dice el propio Lula– es cuidar a las personas. Una definición que horrorizaría a los politólogos sofisticados, pero que representa algo muy concreto para los cientos de millones de pobres de Brasil.
Era la idea de que los gobiernos no se preocuparan sólo por lo que está sucediendo en Brasilia, en el Congreso, en la bolsa de valores y en Washington. Que mediarían su éxito reduciendo la pobreza, el hambre, la miseria y la desigualdad, y no con el apoyo que tendrían de los medios de comunicación y entidades empresariales.
Era la idea de que el abandono es lo peor que le puede pasar a una persona. Que nadie mire tu hambre, tu frío durmiendo en la calle, que crucen la calle para no tropezar contigo, que tienes tu cama y tu casa en la acera. Que finjan que no ven que son familias, niños y ancianos, que están sentados o acostados en las plazas, que deben estar hechos para paseos y ocio y no para el refugio de los abandonados.
Que el auxilio a los más necesitados no dependeria del ánimo del presidente de turno, de las relaciones con el Congreso, que no sería aplazado de diciembre para marzo, como si no supieran que en 90 días y 90 noches a más de hambre y de desamparo para millones de personas. Como si el techo de gastos pudiera cubrir a los abandonados cuando llueve en las plazas y calles. Como si discutir si 400 reales o 220 significaba complacer a Paulo Guedes y dejar a millones de niños pobres sin la leche de cada mañana.
Pensamos que el sufrimiento de los millones de abandonados en las calles había terminado, que la mayoría seguiría predominando, votando por gobiernos que favorecieran la Bolsa Familia y no la bolsa de valores. Pero tumbaron a Dilma Rousseff con un golpe –que lo lamentan tanto que todavía les cuesta aceptar que fue un golpe– para acabar con esas ilusiones de millones de abandonados y de nosotros también, de que ya no habría gente desesperada, dormir con hambre, mojarse, si está bajo la lluvia en las aceras.
Fue un golpe contra la Bolsa Familia, en favor de los especuladores de la bolsa de valores y no de los abandonados que duermen en las aceras de enfrente a la bolsa de valores. Fue un golpe contra la democracia, contra las políticas sociales, contra Lula y el Partido de los Trabajadores, contra la Bolsa Familia. Las bolsas de valores van en aumento, junto con el hambre y el abandono de millones de personas sin hogar.
Es posible que regrese algo de ayuda, dependiendo del estado de ánimo (e intereses) del Congreso. Se mantendrá hasta las elecciones, si Bolsonaro logra ser relegido. La bolsa aplaudirá, la Bolsa Familia se quedará en el camino y los abandonados quedarán más abandonados que nunca. Serán ocultos por la acción de la policía –mientras no haya perros que los ahuyenten–, por el discurso de los funcionarios del gobierno, por la evitación de la mirada selectiva de las fotos de televisión y periódicos.
¿Volverá Lula? Quizás. ¿Volverá Bolsa Familia para quedarse? Hasta que los salarios y los trabajos sean dignos, no los mil reales que ni siquiera pagan los trabajos precarios, sino un salario que permita a las personas tener una casa mínimamente digna para vivir con su familia, comida para todos, todos los días, trabajar con contrato formal.
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