Primavera en París
n debut en la vida. A los 15 años Suzanne Lindon comienza a escribir, retomando esbozos semiautobiográficos, el guion de la película que dirigirá y estelarizará a los 20. El título de ese primer largometraje de ficción será 16 primaveras ( Seize printemps, 2020), mismo que por razones de distribución comercial internacional se volverá un insípido Primavera en París ( Spring Blossom). En el relato que imagina sobre una adolescente de clase media, hija de padres afables y comprensivos, estudiante sin mayores conflictos que su incapacidad de comunicarse satisfactoriamente con compañeros de su edad, la directora le asigna su propio nombre a la protagonista, tal vez para reafirmar el caracter de íntima confidencia personal que se desprende de la cinta. Y en esa confidencia, la guionista resalta el malestar existencial que invade a la joven Suzanne cuando teniéndolo todo a su alcance –estabilidad familiar, bienestar económico, cordialidad de sus camaradas de escuela, y no poca cosa en el cine de adolescentes, ninguna experiencia de bullying o de acoso sexual–, sus días transcurren morosamente en un estado de perfecta atonía.
Su providencial encuentro con Raphael (Arnaud Valois), un hombre treintañero, incomprendido actor de teatro, quien también atraviesa por una vaga crisis de insatisfacción profesional, le fascina de inmediato y rompe el cerco de retraimiento afectivo en el que parece haberse encerrado. Son muchas las cosas que parecen unir a esta pareja a la que la diferencia de edades tendría que separar en todo. En especial, la insatisfacción con el medio social que les rodea. El papel que desempeña Raphael en la obra Los actores de buena fe, de Marivaux, y el arbitrario método de trabajo de su director teatral, no son del todo de su agrado. La aparición de la adolescente tímida y a la vez entusiasta que le corteja a distancia para luego tomar la iniciativa de seducirlo, derriba sus primeras prevenciones relacionadas con la edad de la joven estudiante de preparatoria. En sus citas en un café comparten inquietudes y lecturas, elevándola él, con su atención y deferencia, a la condición de adulto, de cómplice ya maduro de sus propias dudas y entusiasmos. Esta consideración inesperada lleva a Suzanne a sentirse prematuramente realizada en el goce de una rara sensualidad en la que no existe el menor asomo de un interés sexual.
Esa castidad compartida alcanza su apogeo en una escena clave que traslada el costumbrismo urbano de esta comedia romántica a un terreno de abierta fantasía. Con fondo musical del Stabat Mater de Vivaldi, la pareja sentada en una mesa de café ensaya en silencio una coreografía de movimientos perfectamente coordinados. Siendo la realización carnal algo aparentemente inalcanzable, los dos personajes subliman mediante el gusto común por el arte y la poesía, el teatro y la danza, todo lo que el tiempo les guarda en reserva en materia de realización amorosa. En este relato de entusiasmos y desencantos, la cineasta rinde tributo discreto a la cinta A nuestros amores (1983), de Maurice Pialat, interpretada por la casi adolescente Sandrine Bonnaire, y podría también sentirse en deuda con Eric Rohmer, el director de La carrera de Suzanne (1963). Suzanne Lindon, hija de dos grandes actores, Vincent Lindon y Sandrine Kiberlaine, posee, además de una buena estrella para festivales y audiencias populares, un indudable talento como observadora de los conflictos morales y escarceos sentimentales en una primera madurez. Lo suyo no sólo es el venturoso inicio de una carrera profesional, sino todo un debut en la vida.
Se exhibe en la sala 2 de la Cineteca Nacional. 12 y 17.30 horas.
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