El zapatismo y la disputa por la historia (presente)
Mariana Mora Y Pablo González*
D
urante las primeras semanas de 2019 han surgido debates públicos respecto al papel que ocupa el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en la historia de México y en relación a otras luchas antisistémicas a escala mundial. Desde las redes sociales que circulan en México y en Estados Unidos hemos leído diversos intentos por deslegitimar la base ética y el horizonte político que los zapatistas han mantenido firmemente a lo largo de estos años, críticas que argumentan que el EZLN es producto del salinismo o que Galeano es un cacique regional que sólo aparece en la escena pública para negar el voto de 30 millones de mexicanos. Por otro lado, diversos actores y colectivos han salido a defender los logros del zapatismo, afirman que la autonomía ejercida por sus bases de apoyo es una estrella a seguir. Dicha polarización inhibe la posibilidad de entrar en una reflexión profunda (y necesaria) sobre las influencias y desafíos que el zapatismo ha generado entre diversas luchas de los de abajo durante los pasados 25 años (incluyendo muchos que ahora militan en Morena), corre el riesgo de convertirse en dos lados rígidos de la misma moneda e invisibiliza una disputa de fondo.
La suma de diversas críticas, tanto intencionales y calculadas (algunos políticos e intelectuales que acusan al EZLN de abandonar las luchas de otros pueblos indígenas y organizaciones de abajo), como apolíticas porque su razón de ser consiste en alborotar cualquier avispón temático con tal de provocar reacciones agudas (los trols) apunta a que controlar la narrativa sobre la memoria del pasado reciente es un elemento central para la permanente legitimidad de la Cuarta Transformación. Por eso el 25 aniversario del levantamiento se ha convertido en el pretexto para disputar el papel que ocupan las diversas
izquierdasdurante el periodo neoliberal.
La historia, como bien nos recuerdan los protagonismos en torno a la memoria del 68, legitima quién es o no un actor político relevante en el presente. En ese sentido, intentos de minar el carácter moral y ético del zapatismo pretenden debilitar su capacidad de ser uno de los contrapesos frente a la nueva administración, con la potencia de anclar propuestas de transformación social en un horizonte descolonial, antirracista (y por ende anticapitalista). Desde su enunciado político no hay cabida para un proyecto de corte desarrollista como el Tren Maya o para la Guardia Nacional.
Si no ponemos atención a los trols y bots que llenan el mundo tuiter, todavía nos quedamos con los discursos de los que intentan girar la conversación al argumentar que el EZLN los ha abandonado después de que ellos lo apoyaron y mostraron su lealtad. Dichos argumentos tienen como subtexto una retórica antiindígena. El EZLN no
nos(leer, mestizos) debe absolutamente nada. Uno de los aspectos más luminosos del zapatisma ha sido la invitación a no reproducir una política de solidaridad basada en los pueblos indígenas como actores que requieren ser salvados o quienes deben estar agradecidos por tener aliados. Y no sobra señalar que la (reciclada) retórica de la estructura política militar del EZLN (leer, Galeano y Marcos) manipula a las comunidades indígenas para cumplir con intereses políticos oscuros es directamente racista.
Limitarnos a preguntar qué está en juego en la (re)escritura de esos 25 años niega la realidad vivida a partir de las luchas cotidianas de los de abajo, incluyendo las mujeres y los hombres tseltales, tsotsiles, tojolabales y choles zapatistas. ¿Qué aportaciones ofrecen ellos al debate? En sus palabras y acciones escuchamos la elaboración de una contra narrativa que le resta protagonismo al salinismo (y administraciones subsecuentes) por ser un periodo de tiempo limitado; son la expresión más reciente de políticas (neo) coloniales más amplias. El despojo actual, los asesinatos y desapariciones forzadas no son sólo resultado de la fase más voraz de neoliberalismo o de los intereses del capitalismo goreglobal, sino un recordatorio de la permanente presencia de fuerzas coloniales, aun después de más de 200 años de independencia. Por eso la insistencia de las bases de apoyo al señalar que los megaproyectos de desarrollo y políticas extractivistas reflejan el retorno a la época de las fincas, de la esclavitud, del ajvalil, el patrón-gobierno. El racismo estructural, motor y efecto de estas políticas, trastoca generaciones, dejando huellas dolorosas, el uts’inel, un dolor que atenta contra la dignidad humana y de la naturaleza, como bien describe el intelectual tseltal Xuno López.
Para muchos colectivos en Estados Unidos, estas aportaciones teóricas de las comunidades zapatistas han permitido producir y comprender la acción política bajo la administración de Trump no como un nuevo momento, sino el resurgimiento neofascista de la derecha como parte de un asentamiento de fuerzas coloniales racistas y de violencia patriarcal; cuestionan también qué tan transformativo fue el periodo de Obama si durante su administración se cometieron tantos actos de violencia contra comunidades negras y se amplió la política antimigrante del Estado.
Desde está óptica, no es suficiente frenar las políticas neoliberales, ni resucitar políticas multiculturales estatales o proyectos de corte nacional, sino elaborar estrategias transfronterizas que alimentan la constante reproducción de contranarrativas que mantienen en la mira las visiones políticas que el zapatismo comparte con otros movimientos, comunidades y organizaciones indígenas y afrodescendientes. Intentar borrar el legado viviente del zapatismo es también minar la persistencia de luchas como las de los familiares de los 43 de Ayotzinapa, Ferguson, Cherán o Standing Rock, entre centenares de acciones colectivas.
*Profesora e investigadora de CIESAS-Ciudad de MéxicoMX; profesor en UC Berkeley
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