Estatolatría
Claudio Lomnitz
S
e ha hablado bastante del nacionalismo un poco rancio del presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) y cómo su idea de la Cuarta Transformación recita el rosario de la historia patria y la aviva, para presentar al nuevo gobierno como avatar de la gran hazaña de la nación mexicana. La Conquista como negación y principio, seguida de una dialéctica de emancipación: Independencia, Reforma, Revolución... Cuarta Transformación.
También se ha comentado la obsesión y el cuidado puntilloso del Presidente con el rito y el mito nacional. Su uso creativo del Zócalo y del Palacio Nacional como escenografía, por ejemplo, o su peregrinación por los parajes del territorio nacional como una saga en que el héroe se baña de pueblo para ascender desde ese útero al Estado, desde donde le devolverá la luz a la nación.
La tercera es la vencida, dijo cuando estaba en campaña, como si sus tribulaciones fueran las pruebas de algún héroe griego –un Jasón, quizá, o un Hércules.
A Palacio o a la Chingada, dijo también, en la hora oscura de sus pruebas más duras.
Para darle credibilidad al mito nacional, el Presidente se rodea de signos patrios. Indios entregando el bastón de mando en una fumarola de copal y toda una corte de apellidos históricos, blasones vivientes de ancestros sagrados. Vasconcelos, Clouthier, Cárdenas... Acaso no tardarán en aparecer otros espectros que signifiquen linaje patrio –algún Villa quizá, algún Ocampo o Riva Palacio...– los que sean que puedan iluminar al poder actual con el aura de esos ayeres. Sólo que en realidad no es el pasado el que regresa, sino la historia como leyenda que se repite. Y el país quiere justamente eso. Quiere pensar que vuelve a nacer, y no se le ocurre otra manera de hacerlo, porque esa leyenda a la que le decimos historia es la única que todos conocen. Todo esto, digo, es bien sabido.
Se habla un poco menos de la hermana gemela de esta puntillosa ritualidad del poder cuartotransformado; se habla menos de la sobrevaloración que hay ahora del Estado. La estatolatría. Todos saben que el presidente López Obrador es un nacionalista obseso, pero se comenta menos su fe absoluta en el poder curativo del Estado, o, dicho de otro modo, su fe en el poder místico del Estado. Su fe en el Estado como fetiche.
En parte, el fetichismo de Estado está inscrito en la misma historia patria, que es bien adicta a figurar el poder presidencial como una fuerza omnímoda, soberana y solar. Por ejemplo, las biografías del poder escritas por Enrique Krauze argumentan que en México, la sicología y personalidad del presidente han determinado el curso de la historia. Se trata de una idea compartida con Andrés Manuel López Obrador, quien ha afirmado que si el presidente es honesto, la corrupción se acabará por un efecto de contagio. El fetichismo de la soberanía encarnada en la figura presidencial se manifiesta también cuando López Obrador defiende la militarización, alegando que si antes el Ejército no acabó con la violencia, fue porque los presidentes de entonces eran corruptos. La idea de fondo es bien simple: el Estado es el instrumento del Presidente. Si el Presidente es bueno, el Estado será el instrumento de curación del pueblo.
Así, la historia patria es una raíz de la estatolatría, pero el largo y arduo camino que recorrió Andrés Manuel López Obrador para llegar al poder ha sido una segunda raíz, porque durante sus 18 años de campaña, AMLO tuvo que criticar a los gobiernos de turno como si hubieran tenido en todo momento los instrumentos necesarios para resolver los problemas de la sociedad. Así, la retórica oposicionista postulaba que el gobierno podía remediar la desigualdad, terminar con el neoliberalismo o acabar con la violencia y con la pobreza. Que ello era un problema de voluntad política. Y el cúmulo de críticas realizado en décadas de política de oposición fue agigantando la idea de lo que el gobierno puede hacer, de modo que ahora que López Obrador es Presidente hay toda clase de esperanzas cifradas en él.
Sólo que no será fácil convertir al Estado en fuente de salud y bienestar para todos los mexicanos, porque el Estado realmente existente tiene empleados de carne y hueso, y tiene ingresos y egresos reales (o, parafraseando a Nietzsche, demasiado reales). El gobierno depende también de alianzas, y concesiones
demasiado reales. Por eso, gobernar desgasta la magia del Estado, pero para López Obrador importa avivar la flama de esa magia, porque está en la base misma de su cosmogonía.
Hasta ahora, la magia del Estado cuartotransformado se ha ejecutado principalmente en su sentido negativo, demostrando que el Presidente
no es florero, cerrando la llave de los oleoductos de medio México, o echando a la calle a todo el personal de confianza del gobierno pasado. Clausurando las obras del aeropuerto o reduciendo los sueldos del sector público. Los ritos de la estatolatría obradorista han tendido a la ira divina: truena contra la Sodoma del huachicol, y contra la Gomorra de la tecnocracia. Su reto, que hasta ahora no ha logrado, será pasar de dirigir a un Estado tremebundo, que todo lo cierra o lo clausura, a un Estado que sea garantía de libertad, democracia y bienestar.
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