La deuda total
José Antonio Rojas Nieto
H
ace poco más de 50 años pregunté a mi entonces nuevo amigo Perogrullo qué hacer para comprar una bicicleta. Tajante, mi hoy estimado Perogrullo respondió: “Ahorre joven…ahorre”. Casi inmediatamente fui al entonces llamado Banco Mercantil del Interior a sacar una cuenta de ahorro. El mínimo exigido era de cinco pesos. Y el rendimiento anual ofrecido de 3 por ciento. A finales de los años 90 volví a consultar a Perogrullo respecto a qué hacer para adquirir una pequeña vivienda por ahí por la Plaza México, cerca de la casa de don Ireneo Paz, papá de Octavio Paz. De nuevo –atento como siempre– Perogrullo me contestó:
Endéudate, amigo, endéudate. Quise preguntarle por qué 30 años antes me había sugerido ahorrar. Y tres décadas después, me sugería endeudarme. Le pregunté qué lo había hecho cambiar de opinión, y parco –muy parco– me dijo: “Estudia, amigo… estudia”.
El caso es que siempre fiel a las recomendaciones de mi viejo conocido, busqué contratar un crédito hipotecario. Gracias al apoyo y las orientaciones específicas de uno de mis estudiantes de la Facultad de Economía de la UNAM –quien en esos momentos trabajaba en uno de los bancos nacionalizados por el presidente José López Portillo ese memorable día del
No nos volverán a saquear– en no más de cuatro semanas logré contratar dicho crédito hipotecario. Cerca de 100 mil pesos con una tasa de interés del orden de 20 por ciento, pagadero en 15 años. Justo en esos momentos los Cetes a 91 días daban rendimientos anuales del orden de 30 por ciento. Mi deuda hipotecaria se fue al cielo. Era impagable. Sin embargo, creo que en 1995 –luego de cinco años de pagos hipotecarios mensuales terribles– firmé su restructura, en el marco del famoso Fobaproa. Y gracias a diversos esfuerzos y apoyos, logré completar su pago. Justamente en el año 1998. Unos meses después me llamaron del mismísimo banco en que había abierto mi cuenta de ahorro a mediados de los años 60 y me dieron mi liberación de hipoteca. Sí, el mismo.
Apenas en el año 2000 volvía a consultar a Perogrullo sobre cómo adquirir otro pequeño departamento. Ahora sí, su respuesta fue la misma: “Otro crédito hipotecario, amigo… otro”. Pero en esa ocasión me preguntó:
¿Qué no has entendido que el crédito es una variable más de la vida económica?Pues sí, voy a vivir endeudado, le dije. Además, me dijo:
¿No ves a tus vecinos?Y me sugirió estudiar la deuda estadunidense. Y, efectivamente, descubrí que de finales de los 40 a inicios de los 80 nuestros vecinos vivieron con una deuda global reconocida, equivalente a 150 por ciento de su producto interno bruto (PIB). Muchos años de control. Relativo pero control. Debían, entonces una y media veces su valor agregado. Sólo eso. Pero de inicios de los 80 a finales de los 90, el peso de su deuda fue aumentando. Cada año ganaba puntos porcentuales en relación con su PIB. Crecía más rápidamente que éste, a diferencia del periodo anterior en que evolucionó al mismo ritmo.
En este marco, las muestras de la desaceleración económica de finales de los 90, expresadas en la regresión económica del año 2000, lejos de disminuir el ritmo del endeudamiento estadunidense la incrementaron. Nuestros vecinos empezaron a vivir no sólo endeudados, sino aceleradamente endeudados. En todos los órdenes: comercial, industrial, de servicios, gubernamental y, dramáticamente, en el orden hipotecario. Más bien en el desorden hipotecario. Así, de finales de 1998 a finales de 2009 –ni más ni menos que 10 años– la deuda estadunidense pasó de tener ya un dramático equivalente de dos y medio veces su PIB al catastrófico equivalente de tres y media veces. Y por primera vez en su historia económica reciente, impulsaron un programa de estabilización tan severo y dramático que condujo a una disminución gradual y paulatina del peso de esa deuda.
Nunca antes lo había hecho así. Nunca. Y es que si siempre –sí, siempre– es más fácil endeudarse que pagar. Y –como dice el dicho– en el pecado está la penitencia. El que se llegue a pagar o, al menos, a abatir un poco la deuda, no puede ser sino fruto de acciones que emprenderán no sólo las actuales generaciones. Se heredarán. Y no precisamente de acciones emprendidas por quienes se endeudaron. ¿Quiénes se endeudaron? Concluyo recordando algo ya comentado antes. Las empresas son responsables de poco menos de la mitad del endeudamiento total. Una cuarta parte las empresas financieras. Y una quinta parte del mismo total global, las no financieras. El gobierno –básicamente federal– tiene bajo su cargo casi la tercera parte de ese endeudamiento. Esto significa que empresas y hogares deben respaldar con el pago de impuestos ese endeudamiento. Directamente los hogares son responsables de la cuarta parte del endeudamiento, casi el mismo que las empresas financieras. El 5 por ciento que resta para completar el total de la deuda, corresponde a entidades y organismos externos. Con este panorama tan adverso desde el punto de vista de la capacidad para financiar la expansión económica estadunidense, uno no puede sino contemplar las enormes dificultades que tienen nuestros vecinos para abrir un nuevo ciclo de prosperidad. Diversos analistas –académicos y empresariales– no dejan de señalarlo. Para tirios y troyanos, el motor del crecimiento es la inversión. Y el fundamento de ésta es –qué duda cabe– el ahorro. Este ahorro depende del ingreso de familias y empresas. Internamente el ingreso neto de las familias ha disminuido. En primer lugar por los terribles compromisos derivados del crédito hipotecario –el que hizo crisis– y del crédito al consumo. También por las obligaciones impositivas derivadas, precisamente, de la deuda gubernamental, cuyo peso en el PIB se duplicó de 2008 a la fecha.
Finalmente –pero no menos importante, sobre todo en esta nueva etapa de la economía vecina– por la mayor precariedad de empleos y salarios en el vecino país, de lo que habremos de comentar próximamente. También el ahorro de las empresas ha disminuido. Por el lento ritmo de recuperación de la demanda y la astringencia del crédito. Incluido el externo, ante el derrumbe del precio de las commodities, entre ellas el petróleo. Y –también sin duda– por los compromisos financieros derivados de esa larga fase de endeudamiento creciente de las empresas, financieras y no financieras. Por todo esto ningún discurso triunfalista en el vecino país es válido. Se ha abierto una nueva etapa de severidad económica, como nunca antes. Y esa –precisamente esa– nos
pegaa nosotros. De veras.
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