EL DELFÍN

Este es un espacio para la difusión de conocimientos sobre Ciencia Política que derivan de la Carrera de Ciencias Políticas y Administración Pública de la Universidad Nacional Autónoma de México.

jueves, 23 de abril de 2020

Soberanias populares frente al autoritarismo neoliberal

Multinacionales
Soberanías populares frente al autoritarismo neoliberal
23/04/2020 | Júlia Martí Comas


Que la supervivencia del capitalismo nunca ha sido pacífica hace tiempo que lo sabemos, pero en las últimas décadas hemos visto cómo la maquinaria violenta del capital se ha vuelto a poner en marcha con toda su crudeza. Si los 70 y 80 fueron los años del ajuste estructural y los golpes de estado y el post 2001 fue la época de la securitización de los conflictos y las guerras de “espectro completo”; tras la crisis de 2008 se expandió –o reinventó– un neoliberalismo autoritario que profundiza la inseguridad y la militarización del que ningún territorio está a salvo. Llegando al 2020 con un escenario en el que la supervivencia del capitalismo está marcada por la necropolítica, es decir la gestión de la muerte y el miedo dentro del sistema capitalista global, y en el que nos enfrentamos inevitablemente a los límites del planeta. En este contexto reaparecen de forma más o menos tímida discursos y prácticas autoritarias y (neo)fascistas que se extienden tanto en las instituciones como en la sociedad[1].
La constatación de estos hechos lleva a Marina Garcés a afirmar que vivimos un “tiempo póstumo”, en el que hemos asumido que “todo se acaba”, es decir la inseguridad y precariedad llevadas al extremo, ya no solo no sabemos si mañana tendremos casa o trabajo, tampoco sabemos hasta cuándo tendremos planeta o la vida será vivible. Ante esta “ideología póstuma”, que permea desde las relaciones hasta la política, la economía y la cultura, es urgente confrontar el miedo y la inseguridad, pero sobre todo superar la resignación y recuperar la capacidad de gobernarnos, de decidir sobre nuestras vidas, tejiendo alternativas a la explotación y despojo capitalistas desde lo concreto y cotidiano hasta lo macro estructural.
Escalada autoritaria y violenta del neoliberalismo
La normalización de la violencia del sistema, se da en un contexto de profundización del "fascismo social", crisis de las democracias liberales, desmantelamiento del orden internacional de la posguerra fría y vaciamiento de los derechos humanos. Lejos estamos ya de los años en los que la convivencia entre el sistema capitalista y la democracia parecía viable. En palabras de Streeck, la “recuperación de la legitimidad normativa del capitalismo” ha quedado descartada; es decir que se ha abandonado la necesidad de legitimar el sistema, de mantener el espejismo de la igualdad de oportunidades y la canalización del conflicto por vías democráticas. Y, por tanto, la desigualdad, la exclusión y la violencia ya no son consideradas excepciones del sistema, sino que se convierten en la norma.
Esta contextualización es importante para entender que las múltiples violencias que sufrimos hoy en día no son anomalías del sistema, sino que forman parte de la propia dinámica del capitalismo. Además de recordar que, aunque han sido invisibilizados, los procesos de avance violento del capital nunca han dejado de producirse: durante las últimas décadas su escenario fueron las periferias y hoy en día se vuelven a hacer presentes (aunque con diferentes intensidades y consecuencias) en los propios centros del capitalismo global.
Es en este escenario en el que, tanto partidos tradicionales como derechas radicales, están impulsando una escalada autoritaria del neoliberalismo. Es decir que, a pesar de la confrontación discursiva, hay un consenso común sobre la necesidad de salvar el capitalismo de la debacle de las democracias liberales y de la propia crisis de reproducción capitalista. El fin último del “nuevo neoliberalismo autoritario” sería, según Laval y Dardot, consolidar la competencia como eje de la racionalidad neoliberal –ahora consagrada en las “guerras económicas” tanto internas como internacionales–. Un objetivo que no la hace incompatible con los propios marcos de las democracias capitalistas, pero que las va vaciando de contenido, propiciando, en palabras de Juan Hernández y Pedro Ramiro, la aparición de espacios neofascistas, que conviven con marcos políticos supuestamente democráticos.
Al mismo tiempo, a las prácticas autoritarias y neofascistas ejecutadas o permitidas por las instituciones, se le suma más de fondo el proceso de fascistización de la sociedad. Un proceso impulsado por el individualismo neoliberal llevado a su extremo, que nos empuja a la inseguridad, desconfianza e incertidumbre. Así como por el propio discurso del enemigo interno que busca desviar la atención de los verdaderos responsables de las crisis y generar nuevas formas de obediencia. Podríamos hablar, por tanto, de una última vuelta de tuerca del proceso de subjetivación del neoliberalismo, que nos hizo asumir primero la autorresponsabilización individual, para luego expandir el racismo, antifeminismo y odio a todo aquél que no cumpla con la norma neoliberal.
Más concretamente, podemos ver cómo el heteropatriarcado y el racismo/colonialismo se han convertido en dos dimensiones clave para la reconfiguración violenta del capital. Las violencias contra las mujeres y disidentes de género son funcionales para un capitalismo que necesita devaluar su trabajo productivo y reproductivo, para facilitar la reprivatización de los cuidados (ya sea defendida por neoliberales o conservadores) y la recuperación de la rentabilidad de la producción. Así mismo, el endurecimiento de las condiciones materiales de vida empuja a las mujeres –como responsables de sostener la vida– a una mayor vulnerabilidad, y las expone a un recrudecimiento de la violencia machista, ya sea como reacción a la crisis de la figura del varón proveedor o por la expansión de las economías criminales y el autoritarismo estatal.
Por otra parte, el racismo y el colonialismo sirven para legitimar una gestión autoritaria de la escasez, es decir, para delimitar unas fronteras internas y externas que definan quiénes son población sobrante en un mundo limitado. El racismo, la construcción de “los otros y las otras”, permite deshumanizar a las personas consideradas no funcionales para el sistema; al mismo tiempo que erige al enemigo interno necesario para canalizar el miedo y la inseguridad y justificar, así, el creciente control social y securitización. Mientras, se consolida un fascismo territorial en el que “las vidas y los territorios importan solo en función del valor añadido que produzcan”8, y en el que el despojo y las expulsiones están amparadas por una arquitectura de la impunidad que protege a transnacionales y Estados.
¿Cómo desarmamos el fascismo social?
La primera conclusión que podemos sacar a partir del diagnóstico presentado es que las prácticas autoritarias y el auge de las nuevas derechas responden a una crisis de fondo del sistema en su conjunto y que por tanto no podemos limitarnos a intentar restablecer las instituciones democráticas o los derechos perdidos. Sumado a ello, debemos tener en cuenta que estamos ante diferentes procesos que se retroalimentan: un capitalismo en crisis que choca con sus propios límites y con los del planeta y busca formas de sobrevivir a cualquier precio, una política neoliberal cada vez más autoritaria y violenta y una emergencia socioambiental que allana el camino a los procesos de fascistización de la sociedad. Por tanto, las salidas pasaran por tejer resistencias a la crisis, la represión y los discursos de odio, así como por la construcción de alternativas al miedo y el despojo.
En primer lugar, frente a los discursos que buscan conectar con la inseguridad y los miedos de la población a través de los chivos expiatorios, la securitización y el control social, es necesaria una práctica política que responda a la crisis reproductiva y la inseguridad sin paternalismos ni intentos moralizadores. Las nuevas derechas buscan representar lo popular como conservador, confrontando así la urgencia de responder al hambre o la falta de vivienda digna con la lucha por derechos, e imponiendo, en palabras de Verónica Gago[2], “una contrarrevolución cotidiana” que nos quiere hacer desear la estabilidad a cualquier costo. Para frenar esta contrarrevolución debemos evitar la infantilización y superar la tentación de la política en abstracto, que cuestiona la urgencia inmediata en aras del horizonte de transformación. Asumiendo que, como demuestran el feminismo villero en Argentina, las redes de acogida de migrantes o los sindicatos de inquilinas, enfrentando el hambre y la falta de vivienda también se puede desafiar el mandato capitalista, patriarcal y racista.
Resistir de forma colectiva las múltiples formas de precarización de la vida es, por tanto, una de las claves para superar el individualismo neoliberal que da alas a los gregarismos fascistas, construyendo comunidades plurales como blindaje ante el miedo y la inseguridad. Evitando, sin embargo, idealizar la comunidad –imaginarla como el espacio puro libre de neoliberalismo, racismo o patriarcado– sino más bien asumirla como espacio en conflicto en el que disputar una salida a la crisis sistémica que sea colectiva y evite dejar nadie atrás.
En segundo lugar, los discursos del enemigo interno –que ponen el foco en migrantes, indígenas, pobres, disidentes de género, feministas, ecologistas o demás posibles chivos expiatorios– caricaturizan y denigran estos colectivos, menospreciando sus prácticas y agendas políticas y oponiéndolas a las formas de vida o los reclamos del resto de la población en un intento de jerarquizar opresiones. Es por ello que se hace tan imprescindible poner en práctica la interseccionalidad, asumiendo que, o conseguimos articular un discurso y práctica política que enfrente al capitalismo, heteropatriarcado y colonialismo en todas sus dimensiones, o estaremos dejando brechas para que los relatos neoliberales, extractivistas, racistas y machistas ganen terreno.
Para ello no necesitamos grandes propuestas teóricas, ni aspirar a que todos los espacios de organización social sean perfectamente anticapitalistas, antiracistas, feministas y ecologistas. Sino buscar estrategias concretas para producir estas articulaciones en el día a día, formas de contagio entre colectivos y agendas y espacios de trabajo compartido. Un buen ejemplo de ello ha sido la organización de las huelgas feministas los últimos 8 de marzo, que han conseguido desbordar los espacios clásicos de militancia feminista e interpelar a muchos otros espacios, desde sindicatos hasta espacios comunitarios, y a miles de mujeres no organizadas. Al mismo tiempo que se ha logrado que la agenda política del movimiento feminista se empapara –no sin conflicto– de las agendas de migrantes, racializadas, ecologistas, campesinas, pensionistas, trabajadoras sexuales...
Y, en tercer lugar,debemos partir del aquí y ahora. Aprendiendo de la pragmática vitalista popular, definida por Verónica Gago como “un modo de conquista de espacio-tiempo en condiciones en que las tramas populares se enfrentan a lógicas desposesivas, extractivas y expulsivas cada vez más veloces y violentas”[3]. Esto nos lleva, en palabras de la autora, a “trabajar en las contradicciones existentes sin esperar a la aparición de sujetxs absolutamente liberadxs ni en condiciones ideales de las luchas ni confiando en un único espacio que totalice la transformación social”.
Esta mirada da un significado mucho más profundo a la reivindicación de lo cotidiano como un espacio de lucha, demostrando que no se trata de una defensa resistencialista de lo cercano y concreto como forma de abdicar de una transformación de más amplio alcance, sino una propuesta estratégica que sitúa la politización de lo cotidiano como punto de partida. Además, la politización de los espacios comunitarios y de organización social puede ser una vía para articular nuevos sujetos que desobedezcan las lógicas neoliberales, individualistas y autoritarias. Asumiendo que estas desobediencias podrán ser más o menos ambivalentes y contradictorias.
Y siendo conscientes del peligro de conformarnos con ejercer unos “cuidados paliativos” ante la emergencia abierta por la crisis ecológica, social y política. Frente a esta resignación, Marina Garcés nos exhorta a declararnos “insumisos a la ideología póstuma” y a buscar “los indicios para hilvanar un nuevo tiempo de lo vivible” que nos permita superar la idea paralizante del “todo se acaba”.
Soberanías populares, una salida en disputa
Un hilo del que tirar para hilvanar este tiempo de lo vivible, para llevar a la práctica la desobediencia al tiempo acabado, al no hay alternativa, lo podemos encontrar en las propuestas que proponen recuperar la capacidad de gobernarnos, de decidir sobre aquello que afecta nuestras vidas y de resolver las necesidades individuales y colectivas con alternativas adecuadas a cada contexto. Propuestas que plantean la necesidad de recuperar soberanías en plural, no como una proclama vacía destinada a defender patrias y fronteras, sino como una forma de dejar de depender de grandes proyectos de progreso y de acercar la toma de decisiones a nuestros espacios cotidianos, relocalizando y descomplejizando los procesos socioeconómicos.
Como afirman desde Bilgune, “la soberanía hay que pelearla desde la vida misma”, por ello plantean que la soberanía feminista significa ser “dueñas de nosotras mismas, de nuestros cuerpos y de los medios de vida”. Es decir que, ante un contexto de crisis e inseguridad en el que las salidas que nos vende el neoliberalismo o el neofascismo pasan por seguir confiando en que otros resuelvan el problema –ya sea con la propuesta socioliberal de frenar las nuevas derechas y conseguir embridar el capitalismo globalizado o con la propuesta identitaria y excluyente de las derechas [radicales]–, la construcción de soberanías pasaría por recuperar colectivamente la capacidad de decidir sobre nuestras vidas.
Además, en un momento en el que la farsa del Estado del bienestar ha quedado al descubierto (ya no es el espacio de canalización de demandas sino un espacio de autoritarismo y como mucho un muro poroso de contención de los estragos del capitalismo), estamos obligadas a construir alternativas que no dependan del Estado, que puedan resistir sus embates y que consigan utilizarlo cuando sea necesario. Una relación dialéctica que se puede observar bien en diversas expresiones de economía popular en América Latina, desde las empresas recuperadas argentinas, a las comunas venezolanas o los asentamientos del movimiento sin tierra brasileño[4]. Estos ejemplos también demuestran que la recuperación de soberanías no es una propuesta en abstracto o promesa de un futuro prometedor, sino que se construye en el día a día, recuperando los recursos (materiales, afectivos o relacionales), las capacidades y las instituciones necesarias para garantizar la sostenibilidad de la vida.
Así mismo, las soberanías feminista, alimentaria o energética –o como plantean desde el Seminari Taifa, reproductiva– no solo permiten abrir espacios de resistencia, sino que amplían el campo de disputa con los modos de reproducción capitalista. Sus propuestas se basan en principios claramente confrontados con el capitalismo y el heteropatriarcado como son la autonomía, los bienes comunes, los derechos humanos, la cooperación, el trabajo emancipado, la corresponsabilidad en los cuidados, la sostenibilidad, la relocalización y los circuitos cortos, la transición ecológica, la sostenibilidad, la autonomía de las mujeres, la democracia, la transparencia y el acceso a la información[5].
Más concretamente, ejemplos como las cooperativas de producción y consumo, los comedores escolares ecológicos, las luchas laborales o de apoyo mutuo, las estrategias de reparación y autodefensa colectiva, la defensa de los bienes comunes, las redes de acogida o las luchas contra la pobreza energética nos muestran las claves para “desaprender” las prácticas capitalistas, racistas y heteropatriarcales de trabajar y relacionarnos. Además, plantean estrategias de transformación desde lo comunitario, desde donde se pueden romper las dicotomías entre lo productivo y reproductivo, cultura y naturaleza, espacio público y privado, contribuyendo a crear nuevas subjetividades que reviertan el individualismo neoliberal y rompan con los roles de género patriarcales.
Por último, podemos decir que su potencial de transformación dependerá de la capacidad de superar los espacios puros y estancos, buscando formas de generar contagios e influencias mutuas entre colectivos diversos y de transformar lo cercano sin olvidarse de lo global. Sin miedo a los conflictos y las contradicciones, ya que es la única forma de conseguir que las alternativas sean accesibles para cada vez más capas de la población. La Red de acogida de Artea es un ejemplo de esta voluntad de no conformarse con lo logrado, buscando siempre espacios para seguir politizando y transformando, pero sobre todo es un ejemplo de cómo hacer cercano lo lejano. Con sus prácticas desafían la necropolítica y el autoritarismo neoliberal, tanto desde la denuncia y la resistencia como desde la creación de condiciones económicas alternativas para dejar de ser cómplices del despojo.
Notas
07/04/2020
Júlia Martí Comases militante feminista e investigadora del Observatorio de Multinacionales en América Latina.
http://omal.info/spip.php?article9148

[1] Para una discusión en mayor profundidad del alcance del concepto “neofascismo” se puede consultar el nº 166 de Viento Sur, donde se compara el nuevo fascismo con el de los años 30 y 40 y se discuten las fronteras entre autoritarismo y neofascismo y las continuidades y diferencias entre los partidos neoliberales y las nuevas derechas radicales.
[2] Verónica Gago (2019) La potencia feminista. Traficantes de sueños
[3] Verónica Gago (2014) La razón neoliberal, Traficantes de sueños
[4] Uharte, Luis Miguel y Martí, Júlia (coords.) (2019) Repensar la economía desde lo popular, Icaria
[5] Júlia Martí (2019) Resistencias frente a los tratados comerciales, OMAL

No hay comentarios:

Publicar un comentario