Sin crecimiento no hay desarrollo: va de nuevo
Rolando Cordera Campos
N
o es por amor a la camiseta, mucho menos por amor propio emanado del gremio. La insistencia se impone por razones de salud pública y mental, porque de la confusión conceptual que aqueja al presidente López Obrador no puede surgir luz alguna, sino más confusión que, traducida en decisiones políticas y de política, tendrá implicaciones negativas sobre la existencia de mucha gente.
En una economía de mercado, donde la mayor parte de las actividades se realizan con cargo a contratos que se intermedian con dinero contante y sonante, el crecimiento es un indicador primario del nivel e intensidad del conjunto de la vida económica. Se puede apelar a la intuición o a informaciones de primera mano, provenientes de la familia o los amigos, pero al final es inevitable topar con ese tipo de índices, resumidos de primera intención en los números relativos a la evolución económica.
Sin crecimiento, no puede haber una creación sostenida de nuevos empleos y los existentes se ponen el peligro. Los empleadores pueden decidir mantener la plantilla, pero de continuar esa circunstancia de falta de crecimiento, tarde o temprano disminuirán el ritmo de la empresa, lo que redundará en despidos, nula generación de nuevos puestos, etcétera. Del crecimiento depende el empleo y de éste, en gran medida, el consumo y las posibilidades de vivir mejor.
De ahí el papel crucial que en este tipo de organización social tiene el crecimiento. Sin él, las funciones primarias relacionadas con el trabajo y las remuneraciones se oxidan y deterioran, y con ello el conjunto de la convivencia se ve afectado.
Volver a una ilusoria y utópica organización cooperativa y solidaria es no sólo difícil, sino que lleva tiempo y encara en lo inmediato la indisposición de muchos a cooperar y aceptar las pautas redistributivas implícitas en este tipo de formación económica. Por no mencionar las muchas dificultades que traería consigo este regreso a formas primarias y elementales de división del trabajo, producción de bienes básicos y esenciales.
Se trata de una pesadilla de la que los rusos dieron cuenta en los inicios de la URSS y los cubanos han sufrido por muchos años. La rueca y el trapiche no pueden ser vistos como sucedáneos del trabajo en línea o, ahora, interconectado por las redes electrónicas. El crecimiento, otra vez, se interpone a los buenos deseos de cambio y bienestar súbitos por decreto, a que los malestares del capitalismo llevan a muchos, gobernantes y gobernados. Hace tiempo que en la academia y la política se llegó a la conclusión de que el crecimiento no es equivalente al bienestar generalizado, la satisfacción de las necesidades esenciales o al desarrollo. Que para que una dimensión lleve a la otra es preciso que sus frutos se distribuyan mejor con un sentido de justicia superior al que se atribuye al funcionamiento del mercado. Combinar la justicia mercantil, atribuible a la productividad de cada quien, con la justicia social, sustentada en criterios de bienestar y solidaridad colectivos, ha sido el gran desafío de la economía política contemporánea y de la política económica y social de los Estados modernos, democráticos y comprometidos con el bienestar generalizado. Con el desplome de la Unión Soviética y su doctrina de colectivismo impuesto por el Estado, se llegó a pensar que el capitalismo era no sólo compatible con la justicia social, sino con las visiones de bienestar siempre al alza y vinculado de múltiples formas con el consumo de masas y cada vez más sofisticado.
No fue así, y hoy por hoy ese capitalismo resiente el malestar en y con la cultura del privilegio que impera, los cuales se convierten en furia antidemocrática y nacionalismos extremos o en reclamos masivos de cambio en las estructuras y relaciones sociales con un sentido justiciero e inclusivo. Tal es, por ejemplo, el paradigma postulado por las Naciones Unidas en sus Objetivos del Desarrollo Sostenible y por la Cepal para América Latina en sus proclamas de que ésta es, para la región, la hora de la igualdad. De que se puede y se debe igualar para crecer y crecer para igualar.
No se trata más de consignas vacías, sin correspondencia con el tiempo y el espacio de las necesidad, la libertad y la política. Son panoramas para este tiempo y estos territorios, acosados por cambios tumultuosos y amenazas múltiples provenientes del entorno asolado por el descuido y el abuso humanos, pero también de la mudanza tecnológica que pone en peligro las pautas prevalecientes en materia laboral y de uso del tiempo. Pero nada de esto puede hacer a un lado la necesidad del crecimiento que es intrínseca a una población que no deja de crecer ni de moverse para alejarse del espectro de la guerra, la violencia y el hambre. Una y otra vez, en uno u otro continente, descubrimos que en una comunidad fragmentada a la vez que articulada por el empleo, el consumo y la producción mercantil, no hay sustitutos eficientes para que el crecimiento de la economía sostenga mejorías durables en el nivel de vida de las masas y apoye proyectos de justicia social sostenibles y en condiciones de reproducirse en el tiempo y el espacio.
Todo a condición de que no soslayemos la ineludible necesidad de crecer para redistribuir y así desarrollarnos. De las dificultades que tan simple ecuación encara hoy en México y el resto del mundo nos hablan los datos y razonamientos contenidos en la información del Inegi, el Banco de México y los organismos internacionales. No los echemos a perder con cargo a la confusión de una sabiduría elemental e improvisada.
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