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Bolivia
Biblias, balas y votos
21/11/2019 | Pablo Stefanoni
¿Golpe militar contra un gobierno popular? ¿Insurrección democrática contra una dictadura? ¿Cuál fue la dinámica que culminó con la renuncia del presidente Evo Morales? Presentadas de manera esquemática, ninguna de las dos imágenes precedentes da justa cuenta de lo ocurrido, aunque ambas contienen algo de verdad: la primera insiste demasiado en el “mecanismo” del derrocamiento y subestima a los actores; la segunda echa luz sobre algunas fotos y omite el resto de la película, cuyo final se aleja bastante de un movimiento democrático.
La tesis de este artículo es que lo que comenzó como un conjunto de movilizaciones, que abarcaban a distintos sectores sociales, por un conteo transparente de los votos concluyó en un gobierno de facto. Este fue reconocido por el Tribunal Constitucional, el mismo que avaló una nueva postulación de Evo Morales, saltándose el referéndum de 2016 y la Constitución. Pero la sucesión constitucional está cuestionada, las recién conformadas autoridades intentan gobernar al margen o contra el Parlamento, la nueva mandataria no se percibe a sí misma como el canal para hacer viables unas nuevas elecciones transparentes y tiene ansias refundacionales que se proponen destruir material y simbólicamente los pilares del “régimen” anterior.
Desde antes de la campaña electoral de 2005, el entonces académico y ensayista Álvaro García Linera proponía como salida a la crisis hegemónica posterior a la Guerra del Gas de 2003 una “salida pactada” entre el bloque indígena-plebeyo emergente, hegemónico en el occidente andino-valluno, y el bloque oligárquico-empresarial con peso en el oriente agroindustrial (no confundir con las viejas clases señoriales coloniales). Tras el contundente triunfo electoral del Movimiento al Socialismo (MAS) en diciembre de 2005, el ya vicepresidente convocaba a “una salida pactada en la redistribución del poder en el país, que incorpore gobernabilidad social y parlamentaria… e incluya mecanismos de articulación para que los intereses de los derrotados sean, en parte, reconocidos por los victoriosos”.
Si bien los 14 años del gobierno del MAS tuvieron momentos “de fuerza” –como en 2008, cuando desde Santa Cruz se buscó conseguir autonomía de facto–, en general esta salida pactada funcionó. Lo cierto es que el ciclo político que llevó al poder a Morales, producto de rebeliones sociales y victorias electorales, fue siempre un ciclo del occidente boliviano. Allí, las viejas elites se encontraban en crisis y una nueva “emergencia plebeya”, con un proyecto nacionalista-popular, las corrió del poder. Pero en el oriente pervivió la lógica empresarial y el apoyo a las políticas de libre mercado.
Aunque es cierto que el MAS fue conquistando parcialmente estas regiones, sus victorias fueron siempre inestables y conseguidas, sobre todo, desde el aparato estatal. Entretanto, las clases medias urbanas más "blancas"que votaron varias veces por Evo, tampoco se sintieron contenidas en el proyecto del MAS, siempre visto como demasiado plebeyo y rural. Estas votaron por Evo Morales en 2005 para darle una oportunidad a un liderazgo indígena tras la crisis de las viejas elites; luego como el abanderado de la unidad nacional contra el “separatismo” cruceño –notablemente en 2009, cuando en el referendum revocatorio obtuvo el 67% en favor de su continuidad en la presidencia– y, finalmente porque Morales garantizaba estabilidad política y económica. Pero, sobre todo desde 2016, comenzaron a oponerse activamente.
Como señaló Fernando Molina, esta salida negociada conllevaba como pacto implícito la posibilidad de alternancia, que es lo que se quebró tras el referéndum de febrero de 2016 y los cuestionamientos al conteo de votos en octubre pasado. A partir de allí vimos a sectores, sobre todo clases medias, que salen de manera masiva a las calles en diversas regiones del país, pero con epicentro en Santa Cruz. Estas protestas fueron atrayendo a sectores enfrentados por diversas razones al MAS: la región urbana de Potosí, que quiere más beneficios del litio, cocaleros disidentes, etc., que se sumaron con sus propias frustraciones, enconos y demandas bajo la bandera de la “democracia”, que no deja de reflejar un tipo de republicanismo sui géneris “desde abajo”.
En Santa Cruz, Luis Fernando Camacho emergió como líder del Comité Cívico local, una institución que agrupa a las fuerzas vivas de la región con hegemonía empresarial. Con su liderazgo carismático e incluso histriónico, este empresario conservador de 40 años blandió Biblias y mostró “virilidad” para enfrentarse a Morales y finalmente desplazar a Carlos Mesa, segundo en la elección y con una ideología más moderada. A partir de entonces la oposición comenzó a radicalizarse,–tanto desde abajo como desde arriba–, lo cual condujo al amotinamiento policial y al abandono de la neutralidad militar, que terminó por “sugerir” al presidente que renunciara. Si bien es cierto que ya lo había pedido incluso la Central Obrera Boliviana (COB), el pedido militar –que usó la palabra “sugerencia” para evitar violar la Constitución– se pareció mucho a un golpe. Sobre todo porque fueron los militares quienes le colocaron a la senadora Jeanine Añez la banda que la consagró como presidenta interina sin quórum del Parlamento.
El comandante de las FFAA, Williams Kaliman, relevado tras la asunción de Añez, era un hombre cercano a Morales, lo llegó a llamar “hermano presidente” y se declaró un “soldado del proceso cambio” y jefe de unas FFAA “anticolonialistas”. Su salida muestra que él mismo había perdido la iniciativa. En estos 14 años, las Fuerzas Armadas fueron aliadas de Morales y recibieron beneficios materiales: algunos cargos y fondos públicos, incluidas algunas embajadas. También los militares fueron involucrados en las políticas sociales, como el pago del bono Juancito Pinto, y compartían con el gobierno un discurso nacionalista. Pero si los atrajo la nacionalización del gas en 2006, probablemente tomaran con menos entusiasmo la construcción de una Escuela Antiimperialista donde debían tomar cursos, así como algunas simbologías con resonancias castristas, ciertamente puramente simbólicas.
Sin embargo, pese a que muchos resaltaban la alianza MAS-FFAA, la renuncia de Morales dejó en evidencia que su poder se basaba en el apoyo popular y no en los militares. Cuando este se debilitó, debió renunciar.
El nuevo gobierno, con hegemonía cruceña, tiene figuras demasiado radicales para emprender una transición pacífica. La ministra de Comunicación, Roxana Lizárraga, amenazó a la prensa “sediciosa” y mostró el departamento presidencial donde vivía Morales como un trofeo de guerra. No obstante, las imágenes proyectadas estaban lejos del “lujo de jeque árabe” que la nueva ministra, ella misma periodista, quiso trasmitir. Fue una imagen casi calcada de las “revelaciones” en la prensa tras el derrocamiento de Juan D. Perón en la Argentina en 1955, denominado por el nuevo régimen el “tirano prófugo” (su nombre no podía ser pronunciado en público).
El ministro de Gobierno (interior), que durante el debate del aborto dijo que las mujeres “liberales” harían bien en tirarse de un quinto piso o buscar otras formas para suicidarse, amenazó a los parlamentarios subversivos. Y la represión ha dejado ya más de 20 muertos, en medio de un discurso recurrente sobre presencia de subversivos extranjeros en el país. Estos incluirían a los médicos cubanos que fueron expulsados.
La presidenta interina, que al asumir el poder dijo que Dios había vuelto al Palacio, declaró también que el Estado laico fue una impostura [¿quiso decir imposición?] del MAS. Y siguió así el discurso de Camacho, quien usó la Biblia y el discurso religioso para fomentar las movilizaciones, en las que hubo hasta pastores pentecostales que anunciaron que satanás había sido expulsado de Bolivia. Tras la renuncia de Morales, Camacho desfiló por las calles paceñas en un carro policial, vivado por uniformados.
“¿Qué podía ofrecer al país un conglomerado de pastores, cocaleros y bloqueadores, amamantados por las ONG?… La Asamblea Constituyente ha sido muy democrática, de acuerdo. Pero hasta la irresponsabilidad de pretender que legislen los analfabetos”, escribió el periodista crucero Manfredo Kempff en el periódico La Razón de La Paz el 23 de junio de 2007. Y esta semana, el físico y columnista Francesco Zaratti escribió una columna titulada “Cáncer de Bolivia” en la que compara a Morales con esa enfermedad y sostiene que el país “está a punto de librarse de uno de los peores tumores de su historia”.
Son estas imágenes, que remiten a los esfuerzos de las élites desplazadas de correr del poder a los intrusos, las que fueron transformando un movimiento con un trasfondo democrático en una apuesta de revancha política y social.
Fernando Molina escribió hace mucho tiempo que “detrás de estos desencuentros actúan dos elites políticas. Una que asciende bajo las banderas de la igualdad y quiere distribuir la riqueza y el poder con un alto costo institucional; y otra que se resiste con la bandera de la libertad y la defensa de la institucionalidad. Bolivia vive la enésima versión de la pelea que la ha paralizado desde siempre: la lucha por una cantidad insuficiente de recursos”. No importa la fecha, porque esta constatación es válida en cualquier momento.
La cuestión es que, hoy, la movilización social parece incapaz de reeditar la revolución que llevó a Evo Morales al poder. El MAS, que en sus años en el poder fue burocratizando su base social, fortaleciendo lazos clientelares y apelando a empleados públicos más o menos coaccionados, está desgastado política y moralmente. Pero la oposición también parece débil para concretar su ansiada contrarrevolución. Más allá del propio Morales está aún una parte importante de la Bolivia popular que, como nunca antes, ocupó partes del estado y del poder. Solo la fantasía de proscribirla puede ser potencialmente explosiva. La duda es si la salida pactada podrá plasmarse, esta vez, en un proceso electoral que abra un escenario en el que la disputa se canalice en a través de un proceso electoral transparente.
20/11/2019
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La tesis de este artículo es que lo que comenzó como un conjunto de movilizaciones, que abarcaban a distintos sectores sociales, por un conteo transparente de los votos concluyó en un gobierno de facto. Este fue reconocido por el Tribunal Constitucional, el mismo que avaló una nueva postulación de Evo Morales, saltándose el referéndum de 2016 y la Constitución. Pero la sucesión constitucional está cuestionada, las recién conformadas autoridades intentan gobernar al margen o contra el Parlamento, la nueva mandataria no se percibe a sí misma como el canal para hacer viables unas nuevas elecciones transparentes y tiene ansias refundacionales que se proponen destruir material y simbólicamente los pilares del “régimen” anterior.
Desde antes de la campaña electoral de 2005, el entonces académico y ensayista Álvaro García Linera proponía como salida a la crisis hegemónica posterior a la Guerra del Gas de 2003 una “salida pactada” entre el bloque indígena-plebeyo emergente, hegemónico en el occidente andino-valluno, y el bloque oligárquico-empresarial con peso en el oriente agroindustrial (no confundir con las viejas clases señoriales coloniales). Tras el contundente triunfo electoral del Movimiento al Socialismo (MAS) en diciembre de 2005, el ya vicepresidente convocaba a “una salida pactada en la redistribución del poder en el país, que incorpore gobernabilidad social y parlamentaria… e incluya mecanismos de articulación para que los intereses de los derrotados sean, en parte, reconocidos por los victoriosos”.
Si bien los 14 años del gobierno del MAS tuvieron momentos “de fuerza” –como en 2008, cuando desde Santa Cruz se buscó conseguir autonomía de facto–, en general esta salida pactada funcionó. Lo cierto es que el ciclo político que llevó al poder a Morales, producto de rebeliones sociales y victorias electorales, fue siempre un ciclo del occidente boliviano. Allí, las viejas elites se encontraban en crisis y una nueva “emergencia plebeya”, con un proyecto nacionalista-popular, las corrió del poder. Pero en el oriente pervivió la lógica empresarial y el apoyo a las políticas de libre mercado.
Aunque es cierto que el MAS fue conquistando parcialmente estas regiones, sus victorias fueron siempre inestables y conseguidas, sobre todo, desde el aparato estatal. Entretanto, las clases medias urbanas más "blancas"que votaron varias veces por Evo, tampoco se sintieron contenidas en el proyecto del MAS, siempre visto como demasiado plebeyo y rural. Estas votaron por Evo Morales en 2005 para darle una oportunidad a un liderazgo indígena tras la crisis de las viejas elites; luego como el abanderado de la unidad nacional contra el “separatismo” cruceño –notablemente en 2009, cuando en el referendum revocatorio obtuvo el 67% en favor de su continuidad en la presidencia– y, finalmente porque Morales garantizaba estabilidad política y económica. Pero, sobre todo desde 2016, comenzaron a oponerse activamente.
Como señaló Fernando Molina, esta salida negociada conllevaba como pacto implícito la posibilidad de alternancia, que es lo que se quebró tras el referéndum de febrero de 2016 y los cuestionamientos al conteo de votos en octubre pasado. A partir de allí vimos a sectores, sobre todo clases medias, que salen de manera masiva a las calles en diversas regiones del país, pero con epicentro en Santa Cruz. Estas protestas fueron atrayendo a sectores enfrentados por diversas razones al MAS: la región urbana de Potosí, que quiere más beneficios del litio, cocaleros disidentes, etc., que se sumaron con sus propias frustraciones, enconos y demandas bajo la bandera de la “democracia”, que no deja de reflejar un tipo de republicanismo sui géneris “desde abajo”.
En Santa Cruz, Luis Fernando Camacho emergió como líder del Comité Cívico local, una institución que agrupa a las fuerzas vivas de la región con hegemonía empresarial. Con su liderazgo carismático e incluso histriónico, este empresario conservador de 40 años blandió Biblias y mostró “virilidad” para enfrentarse a Morales y finalmente desplazar a Carlos Mesa, segundo en la elección y con una ideología más moderada. A partir de entonces la oposición comenzó a radicalizarse,–tanto desde abajo como desde arriba–, lo cual condujo al amotinamiento policial y al abandono de la neutralidad militar, que terminó por “sugerir” al presidente que renunciara. Si bien es cierto que ya lo había pedido incluso la Central Obrera Boliviana (COB), el pedido militar –que usó la palabra “sugerencia” para evitar violar la Constitución– se pareció mucho a un golpe. Sobre todo porque fueron los militares quienes le colocaron a la senadora Jeanine Añez la banda que la consagró como presidenta interina sin quórum del Parlamento.
El comandante de las FFAA, Williams Kaliman, relevado tras la asunción de Añez, era un hombre cercano a Morales, lo llegó a llamar “hermano presidente” y se declaró un “soldado del proceso cambio” y jefe de unas FFAA “anticolonialistas”. Su salida muestra que él mismo había perdido la iniciativa. En estos 14 años, las Fuerzas Armadas fueron aliadas de Morales y recibieron beneficios materiales: algunos cargos y fondos públicos, incluidas algunas embajadas. También los militares fueron involucrados en las políticas sociales, como el pago del bono Juancito Pinto, y compartían con el gobierno un discurso nacionalista. Pero si los atrajo la nacionalización del gas en 2006, probablemente tomaran con menos entusiasmo la construcción de una Escuela Antiimperialista donde debían tomar cursos, así como algunas simbologías con resonancias castristas, ciertamente puramente simbólicas.
Sin embargo, pese a que muchos resaltaban la alianza MAS-FFAA, la renuncia de Morales dejó en evidencia que su poder se basaba en el apoyo popular y no en los militares. Cuando este se debilitó, debió renunciar.
El nuevo gobierno, con hegemonía cruceña, tiene figuras demasiado radicales para emprender una transición pacífica. La ministra de Comunicación, Roxana Lizárraga, amenazó a la prensa “sediciosa” y mostró el departamento presidencial donde vivía Morales como un trofeo de guerra. No obstante, las imágenes proyectadas estaban lejos del “lujo de jeque árabe” que la nueva ministra, ella misma periodista, quiso trasmitir. Fue una imagen casi calcada de las “revelaciones” en la prensa tras el derrocamiento de Juan D. Perón en la Argentina en 1955, denominado por el nuevo régimen el “tirano prófugo” (su nombre no podía ser pronunciado en público).
El ministro de Gobierno (interior), que durante el debate del aborto dijo que las mujeres “liberales” harían bien en tirarse de un quinto piso o buscar otras formas para suicidarse, amenazó a los parlamentarios subversivos. Y la represión ha dejado ya más de 20 muertos, en medio de un discurso recurrente sobre presencia de subversivos extranjeros en el país. Estos incluirían a los médicos cubanos que fueron expulsados.
La presidenta interina, que al asumir el poder dijo que Dios había vuelto al Palacio, declaró también que el Estado laico fue una impostura [¿quiso decir imposición?] del MAS. Y siguió así el discurso de Camacho, quien usó la Biblia y el discurso religioso para fomentar las movilizaciones, en las que hubo hasta pastores pentecostales que anunciaron que satanás había sido expulsado de Bolivia. Tras la renuncia de Morales, Camacho desfiló por las calles paceñas en un carro policial, vivado por uniformados.
“¿Qué podía ofrecer al país un conglomerado de pastores, cocaleros y bloqueadores, amamantados por las ONG?… La Asamblea Constituyente ha sido muy democrática, de acuerdo. Pero hasta la irresponsabilidad de pretender que legislen los analfabetos”, escribió el periodista crucero Manfredo Kempff en el periódico La Razón de La Paz el 23 de junio de 2007. Y esta semana, el físico y columnista Francesco Zaratti escribió una columna titulada “Cáncer de Bolivia” en la que compara a Morales con esa enfermedad y sostiene que el país “está a punto de librarse de uno de los peores tumores de su historia”.
Son estas imágenes, que remiten a los esfuerzos de las élites desplazadas de correr del poder a los intrusos, las que fueron transformando un movimiento con un trasfondo democrático en una apuesta de revancha política y social.
Fernando Molina escribió hace mucho tiempo que “detrás de estos desencuentros actúan dos elites políticas. Una que asciende bajo las banderas de la igualdad y quiere distribuir la riqueza y el poder con un alto costo institucional; y otra que se resiste con la bandera de la libertad y la defensa de la institucionalidad. Bolivia vive la enésima versión de la pelea que la ha paralizado desde siempre: la lucha por una cantidad insuficiente de recursos”. No importa la fecha, porque esta constatación es válida en cualquier momento.
La cuestión es que, hoy, la movilización social parece incapaz de reeditar la revolución que llevó a Evo Morales al poder. El MAS, que en sus años en el poder fue burocratizando su base social, fortaleciendo lazos clientelares y apelando a empleados públicos más o menos coaccionados, está desgastado política y moralmente. Pero la oposición también parece débil para concretar su ansiada contrarrevolución. Más allá del propio Morales está aún una parte importante de la Bolivia popular que, como nunca antes, ocupó partes del estado y del poder. Solo la fantasía de proscribirla puede ser potencialmente explosiva. La duda es si la salida pactada podrá plasmarse, esta vez, en un proceso electoral que abra un escenario en el que la disputa se canalice en a través de un proceso electoral transparente.
20/11/2019
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