América del Sur: el viraje
Ilán Semo
P
or doquier en América del Sur la escena se repite: economías replegadas o visiblemente estancadas, desplome del mercado de las commodities –el concepto tecno para describir los frutos del extractivismo de los recursos naturales–, inflación, incremento súbito de las tasas de pobreza, sociedades entrecruzadas cada vez más por el crimen organizado. ¿Qué fue lo nuevo entonces en 2019? La novedad fue un deja vu en Brasil, Chile y Ecuador, los gobiernos apenas elegidos pretendieron retornar a las fórmulas clásicas de la doxa monetarista de la década de los 80. Una suerte de macrismo reloaded, incluso cuatro años después de ajustes que llevaron a Argentina a una situación similar por la que atravesó en 2001 durante el corralito (para los argentinos, la variante más cercana de la crisis del 29 en el siglo XXI). Una vieja derecha, herederos de los golpes de Estado, dotados de un empolvado discurso, ahora en calidad de cadáveres vivientes de una historia de por sí ominosa: un fascista en Brasil, un militante directo del partido de Pinochet en Chile y un maromero en Ecuador.
La respuesta de las poblaciones –estudiantes, clases medias, trabajadores, habitantes de los cordones de pobreza– fue rebelarse no contra este u otro aspecto de la política oficial, sino contra el
esquema neoliberalen su conjunto. Lo notorio es, por supuesto, el levantamiento chileno. Sebastián Piñera ha tenido que aceptar la celebración de un plebiscito para emprender la ruta de la formulación de una nueva Constitución. El camino será seguramente largo. La sociedad chilena decidió liberarse de un trauma doble: el pasado de la dictadura y la lógica que la convirtió en un orden estamental.
Sin embargo, lo verdaderamente nuevo, inédito, es que esta transformación ya no tiene su sede en los pasillos de la clase política, ni en un pacto negociado entre la izquierda sistémica y las élites económicas. Y no sucede para estabilizar nada. Por el contrario, sucede desde las calles, los barrios, las escuelas, las asambleas sindicales y las redacciones de la prensa y doblega a la mayor parte de la clase política. Hace un par de décadas se hablaría de una revolución política; acaso cabría actualizar el término. De nuevo, en Chile se encuentra el corazón del presente.
No casualmente, creo yo, en Bolivia se fraguó la dirección contraria. A la más antigua usanza boliviana, un golpe militar depuso a Evo Morales, el presidente electo –por cuarta vez– en los comicios recientes, así como a su gobierno en bloque. No es difícil entrever las razones –basta con leer los documentos críticos del propio MAS– por las que Evo se lanzó en cuarta ocasión a luchar por la presidencia. Nada más equívoco en América Latina que dedicarse a capitalizar la mentalidad caudillista de una parte sustancial de estas sociedades. Cambiar estas mentalidades requerirá de décadas. Pero si la izquierda no es uno de los centros de la transformación, quedará suscrita una vez más a una historia que pretende abandonar.
Sin embargo, nada de esto justifica a los golpistas. Evo ganó la primera vuelta por un amplio margen, ofreció nuevas elecciones, llamó a un diálogo nacional. Nada de eso sirvió. Los golpistas nunca se propusieron hacer avanzar la democracia. De lo contrario, habrían actuado en concordancia: manifestaciones, apelaciones, recuentos, juicios. Su objetivo fue desde el principio claro: hundir a Bolivia en el viejo laberinto de las armas.
En México y en Argentina gobiernan fuerzas que se apelan a sí mismas como progresistas. Ninguna ha intentado –ni tampoco intentará– definirse en al ámbito de alguno de los múltiples espectros de la izquierda: en Argentina, el peronismo hace rato que se identifica oficialmente con la noción del populismo; en México, Morena representa una actualización del nacionalismo con rasgos distributivos. En este sentido, que nadie se llame a engaño. La izquierda debe tomar posición favorable o crítica frente a ciertas políticas, pero no confundirse con ellas.
Sin embargo, cabe hacer una reflexión sobre los límites de las franjas del progresismo, que gobernaron durante década y media, y hoy son asediadas por el retorno de la derecha de la década de los 80.
En primer lugar, el progresismo obtiene su consenso no porque represente una opción al monetarismo, sino como dispositivo para redistribuir una parte de lo que éste acaba concentrando en élites cuasi oligárquicas. Y así confunde –o hace como que confunde– la redistribución de la riqueza con la proliferación de consumidores. Es absolutamente vulnerable frente a crisis fiscales mayores.
En segundo lugar, el problema central del progresismo es cómo ampliar la lógica de los mercados, no pugnar por nuevas formas de vida, producción y organización social. Basta con echar un vistazo al mecanismo que propicia para efectuar redistribuciones de ingreso: ampliar y respaldar la proliferación del ciudadano-endeudado.
En tercer lugar, el progresismo –incluso en su versión populista– no es un enemigo del
esquema neoliberal. Por el contrario, lo cohabita en calidad de antagonista. Se trata de adversarios en búsqueda todavía de un pacto más general.
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