En Revista Viento Sur nº 166
el desorden global
Demografía y medio ambiente
¿Hay demasiados habitantes en el planeta?
Martin Empson
En algún momento entre octubre de 2011 y marzo de 2012 la población mundial superó los 7.000 millones de habitantes. Cada vez que se alcanza una cifra llamativa irrumpe en los medios una avalancha de artículos alarmistas que nos advierten de los peligros de un crecimiento demográfico descontrolado. En los años transcurridos desde 2012 el total de habitantes se ha incrementado en otros 700 millones, algo que para algunos activistas, políticos, demógrafos y comentaristas de los medios no hace sino avivar el pánico. El resultado es que ya no hay que hacer campaña sobre temas medioambientales durante mucho tiempo sin que alguien te indique que el problema radica en que “hay demasiados habitantes”.
Los argumentos que relacionan la población con la degradación medioambiental, el mal uso de recursos y el hambre no son nuevos. Descansan en la idea simplista de que más población equivale a más uso de recursos. Este tipo de argumentos se remontan a lo que ya señalara el economista inglés Robert Malthus a finales del siglo XVIII. Y hoy estos argumentos están resurgiendo como parte del debate en torno a la actual crisis medioambiental. Desafortunadamente pienso que aquellos que relacionan directamente el crecimiento demográfico con el cambio climático y la crisis de la biodiversidad no hacen sino absolver a los verdaderos culpables al tiempo que crean una peligrosa distracción al movimiento [ecologista].
Crisis
Veamos el reciente informe de Naciones Unidas sobre la crisis de la biodiversidad. Concluye que una de cada ocho especies –un millón de especies de animales y plantas– se encuentra en peligro de extinción. El informe sostiene que “los principales aceleradores indirectos vienen a ser el incremento demográfico y el consumo per cápita; la innovación tecnológica que en algunos casos ha reducido y en otros casos ha incrementado el daño perpetrado a la naturaleza, y, de forma crucial, los problemas relacionados con la gobernanza y la responsabilidad”.
En algunos informes estos aceleradores complejos y entrelazados quedan reducidos a una sola y sencilla causa: “la sobrepoblación”. Por ejemplo, Camilla Cavendish escribe en el Financial Times un artículo con el título “La sabia ciencia por sí misma no puede evitar la próxima extinción masiva”, donde señala que el informe de Naciones Unidas nos “advierte que la sobrepoblación humana está dañando las mismas especies de animales y plantas de las que depende para su supervivencia”. Concluye diciendo que “es irresponsable acoger el informe de la ONU con entusiasmo al tiempo que se promueve el crecimiento demográfico. Iniciamos una guerra contra la naturaleza para sobrevivir. Pero si ahora no buscamos una tregua, entonces nosotros seremos los perdedores”.
La periodista hizo dos piruetas conceptuales en su argumentación. En primer lugar hizo abstracción de la cuestión de la población de su contexto más amplio y, en segundo lugar, dio a entender que la crisis de la biodiversidad surge de “una guerra contra la naturaleza” emprendida por los humanos. El problema es que esta argumentación resulta incorrecta.
No obstante, el argumento de Cavendish no es nuevo. A finales de los años sesenta del pasado siglo, a medida que los problemas medioambientales llegaron a acaparar posiciones dominantes, una serie de escritores empezó a debatir las causas de los mismos. Con frecuencia, el argumento predominante fue el de aquellos que relacionaron directamente el crecimiento demográfico con la destrucción medioambiental y otras dimensiones como el hambre. El más famoso e influyente fue el de Paul Ehrlich, un académico norteamericano que en su libro de 1968, La bomba demográfica, sostenía que el crecimiento demográfico ya había generado importantes problemas medioambientales y que estos desembocarían en cientos de millones de personas muriendo de hambre en los años setenta.
Barajó un argumento rudimentario, muy parecido al utilizado hoy en día: “Pensad lo que implica para un país que se doble la población, que los alimentos disponibles para la gente tengan que duplicarse. Toda infraestructura y red viaria tendrá que duplicarse. La cantidad de energía utilizada tendrá también que duplicarse. Tendrá que duplicarse asimismo el número de médicos, enfermeras, profesores y administrativos”.
Si nos atenemos a su secuencia lógica, esta línea de argumentación se mueve muy rápidamente de una preocupación por la sobrepoblación a la reivindicación de que haya menos población. Lovelock, el influyente escritor y científico medioambiental, indicó en 2009 en una entrevista de la BBC que “viviendo como vivimos” una población sostenible para el planeta “no podría superar los mil millones, quizás menos aún”. David Attenborough dijo que “todos nuestros problemas medioambientales se vuelven más fáciles de resolver con menos habitantes”. Estos dos hombres son patrocinadores de la organización Asuntos de Población, antes conocida como el Trust de la Población Óptima.
En manos de la extrema derecha esta lógica puede convertirse en la justificación ideológica para aplicar políticas reaccionarias. Aunque no haya indicios de que James Lovelock, David Attenborough o Asuntos de Población abogaran por una reducción forzosa de la población, merece la pena recordar que los argumentos sobre la sobrepoblación tuvieron su origen en políticas reaccionarias.
Cuando Malthus publicó por primera vez en 1798 su obra Ensayo sobre el principio de la población lo hizo por una razón muy concreta. Lo escribió inmediatamente después de la Revolución francesa contra los radicales ingleses como William Godwin que querían un mundo de libertad, igualdad y con un acceso igualitario a los recursos. Malthus estaba argumentando a favor de la burguesía inglesa al señalar que semejante mundo era imposible dado que el número de pobres aumentaría de forma incontrolable, por lo que siempre quedarían sumidos en la miseria. Radicales coetáneos como William Cobbett, y posteriores como Carlos Marx y Federico Engels, atacaron ferozmente la política reaccionaria de Malthus. Marx la denominó como “una gran calumnia” contra la clase trabajadora. Cobbett fue más contundente con Malthus: “Durante mi vida he detestado a muchos hombres, pero a nadie tanto como a ti”.
Miedo
Obras más recientes contienen con frecuencia un temor similar a las masas y relacionan la sobrepoblación con el miedo a la revolución y al descontento de las masas por la falta de recursos, en especial alimentos. La infame introducción de Ehrlich a su Bomba demográfica describe el momento en que empezó a “temer” la sobrepoblación; fue mientras iba en taxi por Delhi:
“Una calurosa noche maloliente en Delhi. Entramos por un arrabal abarrotado de gente. Las calles parecían vivas, repletas de gente. Había personas comiendo, personas lavando, personas durmiendo. Personas de visita, debatiendo y gritando. Personas que mendigaban introduciendo sus manos por la ventanilla del taxi. Personas que orinaban y defecaban…, a partir de esa noche percibí el significado de la sobrepoblación”.
El nexo entre sobrepoblación, política migratoria y racismo llega incluso a afectar la política convencional. Mientras investigaba para este artículo llegó a mis manos un informe del 6 de junio del diario Independent donde describía una reunión entre la primera ministra de Myanmar, Aung San Suu Kyi, y Viktor Orban, el político húngaro de extrema derecha, en la que ambos estaban de acuerdo en que, junto a la migración, “las poblaciones musulmanas en constante crecimiento” a las que se enfrentan sus países constituyen una de las “mayores amenazas”. Aung San Suu Kyi ha sido condenada por su incapacidad para actuar contra la masacre de rohingyas en 2017 cuando cientos de musulmanes fueron asesinados, lo que Naciones Unidas calificó como genocidio.
El peligro es que las teorías en torno a la sobrepoblación puedan convertirse en una excusa para el racismo y en argumentos contra la clase trabajadora y que en manos de la derecha puedan venir a justificar políticas reaccionarias. Ian Angus y Simon Butler en su excelente libro titulado ¿Demasiados habitantes? muestran cómo “grupos de demógrafos occidentales” lograron en los años sesenta y setenta convencer al gobierno de la India para que actuara para frenar el crecimiento demográfico. Esto condujo a la adopción de medidas coercitivas no democráticas. La primera ministra Indira Gandhi dijo que “se deben suspender algunos derechos personales para salvaguardar los derechos humanos de la nación: el derecho a vivir, el derecho al progreso”. Entre 1975 y 1976, más de ocho millones de indios fueron esterilizados, incluso aplicando la esterilización forzosa de la población masculina de localidades enteras. Lo mismo ocurrió en China en los años ochenta al introducirse la infame política de un solo descendiente; las provincias tuvieron que suscribirse a cuotas donde las familias que tuvieran más de dos niños tenían que esterilizarse, dándose casos de abortos forzados. Angus y Butler describen los programas en el Tíbet como “igualmente bárbaros”.
Polución
Pero, ¿qué decir del argumento principal que relaciona el crecimiento demográfico con una mayor destrucción medioambiental? Esto parece algo lógico visto de forma superficial. En 1971, Ehrlich abordó uno de los principales problemas contemporáneos: la contaminación del smog en Los Ángeles. Argumentó que se debía a que el crecimiento de la ciudad implicaba más población, lo que a su vez significaba más coches y más polución de los tubos de escape.
Pero esto hace abstracción del problema respecto a sus causas reales. Hasta los años cincuenta, Los Ángeles había sido una ciudad que se valía de una extensa red de tranvías eléctricos. A medida que la ciudad fue creciendo los planificadores urbanos quisieron expandir los suburbios, pero no ampliaron el sistema de tranvías. Se creó una masiva red de carreteras y las empresas públicas de transporte se dieron cuenta de que los autobuses eran mucho más rentables que los tranvías. De esta manera, el crecimiento urbano se tradujo en más polución no a causa del crecimiento demográfico, sino porque para el transporte se optó por coches y autobuses contaminantes frente a alternativas menos contaminantes.
De hecho no existe una relación directa entre población y daño medioambiental. Como señala el escritor y científico Fred Pearce en su excelente libro titulado El seísmo demográfico, “la población de unos 3.000 millones de habitantes, los más pobres del planeta (aproximadamente un 45% del total), actualmente son responsables de tan solo el 7% de las emisiones, en tanto que el 7% más rico (aproximadamente 500 millones de habitantes) es responsable del 50% de las emisiones”.
Para decirlo con más crudeza: el crecimiento demográfico en el mundo en desarrollo tiene menos impacto que el de las sociedades prósperas. Aunque esto sea una forma útil de rebatir los argumentos que relacionan la población con el daño medioambiental, los socialistas deben ir más allá señalando que el problema es estructural.
Carlos Marx lo expresó claramente cuando señaló que “la sobrepoblación es una relación históricamente determinada, de ningún modo determinada por números o por un límite absoluto de la productividad de medios de subsistencia sino mediante límites puestos por determinadas condiciones de producción” (Gründrisse: 499), ¡qué insignificantes se nos hacen las cifras que los atenienses otorgarían a la sobrepoblación!
Entre 1950 y 2010, la población mundial se triplicó, mientras que la economía se decuplicó, y está en la naturaleza de la economía capitalista lo que determina el daño medioambiental. Y, como apunta un estudio, desde 1988 tan solo 100 empresas han sido responsables del 71% de las emisiones de carbono. Empresas multinacionales como Shell, Chevron y BP son las responsables de la peor destrucción medioambiental.
Pero estas empresas, ¿no están respondiendo a las demandas de los consumidores? Y dado que el crecimiento demográfico implica más consumidores, ¿no significa esto que en última instancia el problema viene a ser la gente? De nuevo este planteamiento ignora la fuerza motriz de la producción capitalista. Un ejemplo recurrente de utilización de recursos es el teléfono móvil. Estos dispositivos se componen de metales costosos y escasos, una circunstancia por la que pueden quedar relacionados con el agotamiento de recursos preciosos. Y lo que impulsa repetidamente a los consumidores a comprar más móviles es la creación de demanda por medio de la salida de nuevos modelos. Las empresas fabricantes de móviles no lo han inventado; la moda se ha usado para hacer que compremos de todo, desde vestimenta a coches. En los años cincuenta un ejecutivo de la empresa automovilística Ford reconocía que “el cambio de apariencia de los modelos cada año incrementaba las ventas de coches”.
Maximizar los beneficios
Si, tal como lo planteamos antes, tomamos como ejemplo la crisis de la biodiversidad, entonces en muchas partes del mundo esta crisis está sobre todo promovida por prácticas agrarias. Ya implique diezmar los bosques tropicales o la eliminación de aves, insectos y otras especies animales en Europa, lo cierto es que no es el resultado de que los agricultores individuales estén desesperadamente desmontando tierras para alimentar a una creciente población, sino que todo ello proviene de la naturaleza de una agricultura industrial que requiere vastos campos de monocultivo plagados de pesticidas y fuertemente dependientes de fertilizantes artificiales para maximizar los beneficios de las grandes empresas multinacionales de la alimentación.
La degradación medioambiental no es el resultado de más población, sino de un sistema que coloca ciegamente sus beneficios por encima de las necesidades de los habitantes del planeta.
Hoy el crecimiento demográfico se describe con frecuencia como algo fuera de todo control. Sin embargo, la realidad viene a ser, como nos indican las predicciones de la mayoría de las autoridades, que el crecimiento se está estabilizando. Paradójicamente, desde que fuera publicada la obra de Ehrlich, se ha producido un declive en la tasa de crecimiento demográfico a nivel mundial. Malthus planteó que el crecimiento demográfico era algo inevitable, pero todos los datos demuestran que cuanto más acomodada sea una sociedad, menores son sus tasas de fertilidad. La educación, los servicios sanitarios, el acceso a métodos anticonceptivos y al aborto, unidos a la incorporación de la mujer al trabajo, han contribuido a la reducción de las tasas de fertilidad; pero todo esto está vinculado a las economías desarrolladas. Casi todo el crecimiento demográfico que se calcula para el próximo siglo acaecerá en los países más pobres, particularmente en África subsahariana.
En efecto, algunos países europeos como Alemania e Italia se enfrentan a un problema demográfico inesperado. Sin inmigrantes esos países registrarán una población en declive y envejecida. El científico y demógrafo italiano Massimo Livi Bacci escribe que la población de su país sin inmigrantes “sufriría un declive insostenible, reduciéndose de los actuales 61 millones a los 45 millones”. Las tasas de fertilidad en el Reino Unido están aproximadamente en 1,8, por debajo del nivel requerido (alrededor de 2,1) para reemplazar a la población actual. Las tasas de fertilidad a nivel global también están bajando. En 1950, el promedio global de niños por familia era de 4,7; hoy está en 2,4. La mitad de todos los países arroja tasas de fertilidad inferiores a 2. Se espera que las poblaciones de Europa, China y Japón se reduzcan mucho antes de 2050, lo que viene a ser una de las razones por las que las políticas antimigratorias resultan tan irracionales.
Ha quedado demostrado que las predicciones de Malthus, y las de figuras más recientes como Ehrlich, eran muy incorrectas. Ehrlich dijo que gran parte del mundo sufriría una hambruna en los años ochenta; pero, en tanto que el hambre y la malnutrición permanecen, está decayendo el número de personas hambrientas; sobre todo debido a la nueva ciencia agraria. Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), el número de personas expuestas al hambre ha descendido de los 991 millones a principios de los años noventa a 791 millones en 2015. Ehrlich había pronosticado hambrunas masivas en los años ochenta y en cierta medida tuvo razón dado que países como Etiopía sufrieron enormemente. Sin embargo esa hambruna, como cualquier otra en la historia moderna, es el resultado de la pobreza, no de falta de alimentos. Hoy se produce suficiente comida para alimentar a la población existente y a la que se predice que habrá. Desgraciadamente la agricultura industrial lo proporciona de una manera altamente insostenible. Pero tal como lo subraya el experto agrario Timothy A. Wise, en un reciente libro titulado Comiendo mañana, métodos más sostenibles aplicados a la agricultura pueden reportar mejores resultados y mejores alimentos que la agricultura que fomentan las grandes corporaciones multinacionales de la alimentación.
Aquellos que plantean que la sobrepoblación es la mayor amenaza que se cierne sobre el medio ambiente son culpables de cometer dos errores. En primer lugar, porque ignoran la manera en que la población y la fertilidad es la resultante de un contexto social y no de un impulso natural biológico para tener más hijos. En segundo lugar, porque ignoran la verdadera amenaza: un sistema económico que da prioridad al beneficio.
En 2050 la población mundial alcanzará cifras entre 9.000 y 11.000 millones de habitantes y, a partir de ahí, lo más probable es que se nivele. Casi todas esas personas serán trabajadores pobres explotados por el sistema. Pero sin la mediación de un cambio radical que cuestione el capitalismo, esas mismas personas vivirán en un mundo devastado por desastres medioambientales. Si de verdad queremos construir un mundo que utilice racionalmente sus recursos en nuestro interés colectivo, entonces debemos empezar por considerar a cada uno de esos individuos no como un problema, sino como un aliado en la lucha por un mundo mejor.
Martin Empson es el editor de Cambio de sistema, no de clima: una respuesta revolucionaria a la crisis medioambiental publicado por Bookmarks
Socialist Review, julio-agosto 2019
Traducción: Javier Maestro
Los argumentos que relacionan la población con la degradación medioambiental, el mal uso de recursos y el hambre no son nuevos. Descansan en la idea simplista de que más población equivale a más uso de recursos. Este tipo de argumentos se remontan a lo que ya señalara el economista inglés Robert Malthus a finales del siglo XVIII. Y hoy estos argumentos están resurgiendo como parte del debate en torno a la actual crisis medioambiental. Desafortunadamente pienso que aquellos que relacionan directamente el crecimiento demográfico con el cambio climático y la crisis de la biodiversidad no hacen sino absolver a los verdaderos culpables al tiempo que crean una peligrosa distracción al movimiento [ecologista].
Crisis
Veamos el reciente informe de Naciones Unidas sobre la crisis de la biodiversidad. Concluye que una de cada ocho especies –un millón de especies de animales y plantas– se encuentra en peligro de extinción. El informe sostiene que “los principales aceleradores indirectos vienen a ser el incremento demográfico y el consumo per cápita; la innovación tecnológica que en algunos casos ha reducido y en otros casos ha incrementado el daño perpetrado a la naturaleza, y, de forma crucial, los problemas relacionados con la gobernanza y la responsabilidad”.
En algunos informes estos aceleradores complejos y entrelazados quedan reducidos a una sola y sencilla causa: “la sobrepoblación”. Por ejemplo, Camilla Cavendish escribe en el Financial Times un artículo con el título “La sabia ciencia por sí misma no puede evitar la próxima extinción masiva”, donde señala que el informe de Naciones Unidas nos “advierte que la sobrepoblación humana está dañando las mismas especies de animales y plantas de las que depende para su supervivencia”. Concluye diciendo que “es irresponsable acoger el informe de la ONU con entusiasmo al tiempo que se promueve el crecimiento demográfico. Iniciamos una guerra contra la naturaleza para sobrevivir. Pero si ahora no buscamos una tregua, entonces nosotros seremos los perdedores”.
La periodista hizo dos piruetas conceptuales en su argumentación. En primer lugar hizo abstracción de la cuestión de la población de su contexto más amplio y, en segundo lugar, dio a entender que la crisis de la biodiversidad surge de “una guerra contra la naturaleza” emprendida por los humanos. El problema es que esta argumentación resulta incorrecta.
No obstante, el argumento de Cavendish no es nuevo. A finales de los años sesenta del pasado siglo, a medida que los problemas medioambientales llegaron a acaparar posiciones dominantes, una serie de escritores empezó a debatir las causas de los mismos. Con frecuencia, el argumento predominante fue el de aquellos que relacionaron directamente el crecimiento demográfico con la destrucción medioambiental y otras dimensiones como el hambre. El más famoso e influyente fue el de Paul Ehrlich, un académico norteamericano que en su libro de 1968, La bomba demográfica, sostenía que el crecimiento demográfico ya había generado importantes problemas medioambientales y que estos desembocarían en cientos de millones de personas muriendo de hambre en los años setenta.
Barajó un argumento rudimentario, muy parecido al utilizado hoy en día: “Pensad lo que implica para un país que se doble la población, que los alimentos disponibles para la gente tengan que duplicarse. Toda infraestructura y red viaria tendrá que duplicarse. La cantidad de energía utilizada tendrá también que duplicarse. Tendrá que duplicarse asimismo el número de médicos, enfermeras, profesores y administrativos”.
Si nos atenemos a su secuencia lógica, esta línea de argumentación se mueve muy rápidamente de una preocupación por la sobrepoblación a la reivindicación de que haya menos población. Lovelock, el influyente escritor y científico medioambiental, indicó en 2009 en una entrevista de la BBC que “viviendo como vivimos” una población sostenible para el planeta “no podría superar los mil millones, quizás menos aún”. David Attenborough dijo que “todos nuestros problemas medioambientales se vuelven más fáciles de resolver con menos habitantes”. Estos dos hombres son patrocinadores de la organización Asuntos de Población, antes conocida como el Trust de la Población Óptima.
En manos de la extrema derecha esta lógica puede convertirse en la justificación ideológica para aplicar políticas reaccionarias. Aunque no haya indicios de que James Lovelock, David Attenborough o Asuntos de Población abogaran por una reducción forzosa de la población, merece la pena recordar que los argumentos sobre la sobrepoblación tuvieron su origen en políticas reaccionarias.
Cuando Malthus publicó por primera vez en 1798 su obra Ensayo sobre el principio de la población lo hizo por una razón muy concreta. Lo escribió inmediatamente después de la Revolución francesa contra los radicales ingleses como William Godwin que querían un mundo de libertad, igualdad y con un acceso igualitario a los recursos. Malthus estaba argumentando a favor de la burguesía inglesa al señalar que semejante mundo era imposible dado que el número de pobres aumentaría de forma incontrolable, por lo que siempre quedarían sumidos en la miseria. Radicales coetáneos como William Cobbett, y posteriores como Carlos Marx y Federico Engels, atacaron ferozmente la política reaccionaria de Malthus. Marx la denominó como “una gran calumnia” contra la clase trabajadora. Cobbett fue más contundente con Malthus: “Durante mi vida he detestado a muchos hombres, pero a nadie tanto como a ti”.
Miedo
Obras más recientes contienen con frecuencia un temor similar a las masas y relacionan la sobrepoblación con el miedo a la revolución y al descontento de las masas por la falta de recursos, en especial alimentos. La infame introducción de Ehrlich a su Bomba demográfica describe el momento en que empezó a “temer” la sobrepoblación; fue mientras iba en taxi por Delhi:
“Una calurosa noche maloliente en Delhi. Entramos por un arrabal abarrotado de gente. Las calles parecían vivas, repletas de gente. Había personas comiendo, personas lavando, personas durmiendo. Personas de visita, debatiendo y gritando. Personas que mendigaban introduciendo sus manos por la ventanilla del taxi. Personas que orinaban y defecaban…, a partir de esa noche percibí el significado de la sobrepoblación”.
El nexo entre sobrepoblación, política migratoria y racismo llega incluso a afectar la política convencional. Mientras investigaba para este artículo llegó a mis manos un informe del 6 de junio del diario Independent donde describía una reunión entre la primera ministra de Myanmar, Aung San Suu Kyi, y Viktor Orban, el político húngaro de extrema derecha, en la que ambos estaban de acuerdo en que, junto a la migración, “las poblaciones musulmanas en constante crecimiento” a las que se enfrentan sus países constituyen una de las “mayores amenazas”. Aung San Suu Kyi ha sido condenada por su incapacidad para actuar contra la masacre de rohingyas en 2017 cuando cientos de musulmanes fueron asesinados, lo que Naciones Unidas calificó como genocidio.
El peligro es que las teorías en torno a la sobrepoblación puedan convertirse en una excusa para el racismo y en argumentos contra la clase trabajadora y que en manos de la derecha puedan venir a justificar políticas reaccionarias. Ian Angus y Simon Butler en su excelente libro titulado ¿Demasiados habitantes? muestran cómo “grupos de demógrafos occidentales” lograron en los años sesenta y setenta convencer al gobierno de la India para que actuara para frenar el crecimiento demográfico. Esto condujo a la adopción de medidas coercitivas no democráticas. La primera ministra Indira Gandhi dijo que “se deben suspender algunos derechos personales para salvaguardar los derechos humanos de la nación: el derecho a vivir, el derecho al progreso”. Entre 1975 y 1976, más de ocho millones de indios fueron esterilizados, incluso aplicando la esterilización forzosa de la población masculina de localidades enteras. Lo mismo ocurrió en China en los años ochenta al introducirse la infame política de un solo descendiente; las provincias tuvieron que suscribirse a cuotas donde las familias que tuvieran más de dos niños tenían que esterilizarse, dándose casos de abortos forzados. Angus y Butler describen los programas en el Tíbet como “igualmente bárbaros”.
Polución
Pero, ¿qué decir del argumento principal que relaciona el crecimiento demográfico con una mayor destrucción medioambiental? Esto parece algo lógico visto de forma superficial. En 1971, Ehrlich abordó uno de los principales problemas contemporáneos: la contaminación del smog en Los Ángeles. Argumentó que se debía a que el crecimiento de la ciudad implicaba más población, lo que a su vez significaba más coches y más polución de los tubos de escape.
Pero esto hace abstracción del problema respecto a sus causas reales. Hasta los años cincuenta, Los Ángeles había sido una ciudad que se valía de una extensa red de tranvías eléctricos. A medida que la ciudad fue creciendo los planificadores urbanos quisieron expandir los suburbios, pero no ampliaron el sistema de tranvías. Se creó una masiva red de carreteras y las empresas públicas de transporte se dieron cuenta de que los autobuses eran mucho más rentables que los tranvías. De esta manera, el crecimiento urbano se tradujo en más polución no a causa del crecimiento demográfico, sino porque para el transporte se optó por coches y autobuses contaminantes frente a alternativas menos contaminantes.
De hecho no existe una relación directa entre población y daño medioambiental. Como señala el escritor y científico Fred Pearce en su excelente libro titulado El seísmo demográfico, “la población de unos 3.000 millones de habitantes, los más pobres del planeta (aproximadamente un 45% del total), actualmente son responsables de tan solo el 7% de las emisiones, en tanto que el 7% más rico (aproximadamente 500 millones de habitantes) es responsable del 50% de las emisiones”.
Para decirlo con más crudeza: el crecimiento demográfico en el mundo en desarrollo tiene menos impacto que el de las sociedades prósperas. Aunque esto sea una forma útil de rebatir los argumentos que relacionan la población con el daño medioambiental, los socialistas deben ir más allá señalando que el problema es estructural.
Carlos Marx lo expresó claramente cuando señaló que “la sobrepoblación es una relación históricamente determinada, de ningún modo determinada por números o por un límite absoluto de la productividad de medios de subsistencia sino mediante límites puestos por determinadas condiciones de producción” (Gründrisse: 499), ¡qué insignificantes se nos hacen las cifras que los atenienses otorgarían a la sobrepoblación!
Entre 1950 y 2010, la población mundial se triplicó, mientras que la economía se decuplicó, y está en la naturaleza de la economía capitalista lo que determina el daño medioambiental. Y, como apunta un estudio, desde 1988 tan solo 100 empresas han sido responsables del 71% de las emisiones de carbono. Empresas multinacionales como Shell, Chevron y BP son las responsables de la peor destrucción medioambiental.
Pero estas empresas, ¿no están respondiendo a las demandas de los consumidores? Y dado que el crecimiento demográfico implica más consumidores, ¿no significa esto que en última instancia el problema viene a ser la gente? De nuevo este planteamiento ignora la fuerza motriz de la producción capitalista. Un ejemplo recurrente de utilización de recursos es el teléfono móvil. Estos dispositivos se componen de metales costosos y escasos, una circunstancia por la que pueden quedar relacionados con el agotamiento de recursos preciosos. Y lo que impulsa repetidamente a los consumidores a comprar más móviles es la creación de demanda por medio de la salida de nuevos modelos. Las empresas fabricantes de móviles no lo han inventado; la moda se ha usado para hacer que compremos de todo, desde vestimenta a coches. En los años cincuenta un ejecutivo de la empresa automovilística Ford reconocía que “el cambio de apariencia de los modelos cada año incrementaba las ventas de coches”.
Maximizar los beneficios
Si, tal como lo planteamos antes, tomamos como ejemplo la crisis de la biodiversidad, entonces en muchas partes del mundo esta crisis está sobre todo promovida por prácticas agrarias. Ya implique diezmar los bosques tropicales o la eliminación de aves, insectos y otras especies animales en Europa, lo cierto es que no es el resultado de que los agricultores individuales estén desesperadamente desmontando tierras para alimentar a una creciente población, sino que todo ello proviene de la naturaleza de una agricultura industrial que requiere vastos campos de monocultivo plagados de pesticidas y fuertemente dependientes de fertilizantes artificiales para maximizar los beneficios de las grandes empresas multinacionales de la alimentación.
La degradación medioambiental no es el resultado de más población, sino de un sistema que coloca ciegamente sus beneficios por encima de las necesidades de los habitantes del planeta.
Hoy el crecimiento demográfico se describe con frecuencia como algo fuera de todo control. Sin embargo, la realidad viene a ser, como nos indican las predicciones de la mayoría de las autoridades, que el crecimiento se está estabilizando. Paradójicamente, desde que fuera publicada la obra de Ehrlich, se ha producido un declive en la tasa de crecimiento demográfico a nivel mundial. Malthus planteó que el crecimiento demográfico era algo inevitable, pero todos los datos demuestran que cuanto más acomodada sea una sociedad, menores son sus tasas de fertilidad. La educación, los servicios sanitarios, el acceso a métodos anticonceptivos y al aborto, unidos a la incorporación de la mujer al trabajo, han contribuido a la reducción de las tasas de fertilidad; pero todo esto está vinculado a las economías desarrolladas. Casi todo el crecimiento demográfico que se calcula para el próximo siglo acaecerá en los países más pobres, particularmente en África subsahariana.
En efecto, algunos países europeos como Alemania e Italia se enfrentan a un problema demográfico inesperado. Sin inmigrantes esos países registrarán una población en declive y envejecida. El científico y demógrafo italiano Massimo Livi Bacci escribe que la población de su país sin inmigrantes “sufriría un declive insostenible, reduciéndose de los actuales 61 millones a los 45 millones”. Las tasas de fertilidad en el Reino Unido están aproximadamente en 1,8, por debajo del nivel requerido (alrededor de 2,1) para reemplazar a la población actual. Las tasas de fertilidad a nivel global también están bajando. En 1950, el promedio global de niños por familia era de 4,7; hoy está en 2,4. La mitad de todos los países arroja tasas de fertilidad inferiores a 2. Se espera que las poblaciones de Europa, China y Japón se reduzcan mucho antes de 2050, lo que viene a ser una de las razones por las que las políticas antimigratorias resultan tan irracionales.
Ha quedado demostrado que las predicciones de Malthus, y las de figuras más recientes como Ehrlich, eran muy incorrectas. Ehrlich dijo que gran parte del mundo sufriría una hambruna en los años ochenta; pero, en tanto que el hambre y la malnutrición permanecen, está decayendo el número de personas hambrientas; sobre todo debido a la nueva ciencia agraria. Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), el número de personas expuestas al hambre ha descendido de los 991 millones a principios de los años noventa a 791 millones en 2015. Ehrlich había pronosticado hambrunas masivas en los años ochenta y en cierta medida tuvo razón dado que países como Etiopía sufrieron enormemente. Sin embargo esa hambruna, como cualquier otra en la historia moderna, es el resultado de la pobreza, no de falta de alimentos. Hoy se produce suficiente comida para alimentar a la población existente y a la que se predice que habrá. Desgraciadamente la agricultura industrial lo proporciona de una manera altamente insostenible. Pero tal como lo subraya el experto agrario Timothy A. Wise, en un reciente libro titulado Comiendo mañana, métodos más sostenibles aplicados a la agricultura pueden reportar mejores resultados y mejores alimentos que la agricultura que fomentan las grandes corporaciones multinacionales de la alimentación.
Aquellos que plantean que la sobrepoblación es la mayor amenaza que se cierne sobre el medio ambiente son culpables de cometer dos errores. En primer lugar, porque ignoran la manera en que la población y la fertilidad es la resultante de un contexto social y no de un impulso natural biológico para tener más hijos. En segundo lugar, porque ignoran la verdadera amenaza: un sistema económico que da prioridad al beneficio.
En 2050 la población mundial alcanzará cifras entre 9.000 y 11.000 millones de habitantes y, a partir de ahí, lo más probable es que se nivele. Casi todas esas personas serán trabajadores pobres explotados por el sistema. Pero sin la mediación de un cambio radical que cuestione el capitalismo, esas mismas personas vivirán en un mundo devastado por desastres medioambientales. Si de verdad queremos construir un mundo que utilice racionalmente sus recursos en nuestro interés colectivo, entonces debemos empezar por considerar a cada uno de esos individuos no como un problema, sino como un aliado en la lucha por un mundo mejor.
Martin Empson es el editor de Cambio de sistema, no de clima: una respuesta revolucionaria a la crisis medioambiental publicado por Bookmarks
Socialist Review, julio-agosto 2019
Traducción: Javier Maestro
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