Un mundo grande y terrible
Cuarto Poder
Siete años sin Paco Fernández Buey.
“Lo culturalmente correcto y su primo, lo políticamente correcto, han realizado juntos un desarme unilateral de las ideas antagonistas que han asegurado lo que se ha llamado con razón y no por casualidad, el orden constituido, el estado actual de las cosas” (Mario Tronti)
La segunda y actualísima aportación gramsciana fue la revalorización de la política en su acepción más noble. Una concepción de la política como ética de lo colectivo. La política, fundamentada en la ética, permite distinguir entre un partido político y una mafia o secta; entre la política (propiamente dicha) y el delito. La tercera aportación de Gramsci fue, y es, el desarrollo de un marxismo especialmente centrado en la dimensión cultural de la lucha de clases, las relaciones reales entre lo público y lo privado y la dialéctica entre el internacionalismo y la persistencia de los sentimientos nacionales.
Hoy estamos también mutatis mutandis ante un mundo “grande y terrible” con problemas radicales que exigen saber interpretarlos buscando las líneas de fractura. El sistema mundo vive hoy un momento fundante que exige una adecuación estratégica a las fuerzas que siguen luchando por la emancipación social. Estamos ante una realidad que se muestra adversa, difícil, conflictiva, inédita en muchos aspectos y de crisis sistémica global; en España, además, de crisis del régimen forjado en la Transición.
El mundo nuevo, diferente y mejor que había prometido la globalización capitalista no ha llegado ni llegará. A las recurrentes crisis financieras se añaden las desigualdades, las guerras comerciales y el retorno (nunca se fue) del proteccionismo. Es más, estamos a la espera de una nueva crisis y lo hacemos como si fuera una ley natural: su llegada es inevitable y no tiene remedio. Nos toca sufrir. Pero, si no proyectamos una acción estratégica contraria, nos tocará también padecer bajo un fascismo administrador de la escasez.
La actitud de la UE y de los países que la integran ante las víctimas de la emigración no sólo evidencia la necesidad de una enmienda a la totalidad de la política europea y occidental sino que, además y cual avestruz, quiere ignorar que a la inmigraciones hijas del hambre y de las guerras (provocadas, casi siempre, por las potencias occidentales como la de Libia) se sucederán las oleadas de gentes desalojadas de sus territorio por el cambio climático y la subida del nivel de los mares. ¿Se piensa en ello?
Un segundo elemento está también delante de nuestros ojos. Vivimos “una gran transición” geopolítica. Vuelve la historia y se pone fin a los sueños de un imperium sin centro y sin potencias hegemónicas. El conflicto entre China y EEUU apenas si está en sus comienzos y marcará un largo ciclo y difícilmente se resolverá sin que actúe la “trampa de Tucídides”, sin la guerra; esta puede adquirir muchas formas. El momento lo podríamos definir así: la política es la continuación de la guerra por otros medios. EEUU, con o sin Trump, sólidamente asentado en el hemisferio occidental, no aceptará la presencia de un Estado que le dispute la hegemonía en el hemisferio oriental (ni en el resto del mundo). Llegarán hasta el final.
Un tercer elemento tiene que ver con la crisis ecológico social del planeta y sus derivas. Para no olvidar: Manolo Sacristán habló ya de crisis civilizatoria del capitalismo, al menos, desde 1973; él y sus amigos dedicaron a esta cuestión una parte significativa de sus biografías ( Adinolfi, Fernández Buey, Candel, Capella, Ríos, Aubet, Sempere, Doménech, Recio, Riechmann, Grau…) No nacimos ayer y difícilmente encontraremos el camino si no sabemos de donde venimos. La crisis ecológica es hoy incuestionable. Los límites del planeta se han sobrepasado ampliamente y sus consecuencias pueden hacerse irreversibles. La barbarie, en muchos sentidos, ya ha empezado. Ahora, de lo que se trata es de frenarla (si estamos a tiempo) y cambiar sustancialmente de posición.
El cuarto elemento significa una novedad histórica radical. Como decía Aníbal Quijano, el llamado descubrimiento de América significó, a la vez, el triunfo del capitalismo, de la modernidad, y del racismo. Han sido cinco siglos de hegemonía político cultural de occidente; esto hoy está terminando. No sabemos si habrá otras “modernidades”. Lo que parece seguro es que la que hemos conocido mutará radicalmente. El mundo aparecerá en su diversidad y habrá que interpretarlo de otra manera. Nos quedan muchas cosas que ver, que redescubrir. Pronto amanecerá África y sus varios horizontes de sentido.
Se podría ampliar lo dicho, pero nos interesa, por ahora, los trazos gruesos. Llegará el momento del pincel fino y de distinguir las luces de las sombras. Frente a eso, ¿qué aparece? Para nosotros, una etapa que definimos como “momento Polanyi”. Como es conocido, hace referencia a la reacción de los estados y las sociedades al predominio de la mercantilización capitalista del conjunto de las relaciones sociales. Nancy Fraser ha hecho un análisis más complejo de este momento. Por cierto, la conocida marxista norteamericana habló hace muchos años de que estamos en una etapa post socialista. Ahora volvemos a ello.
“Momento Polanyi”, etapa post socialista. Hay tres cuestiones que diferencian esta fase de la anterior: a) la cuestión del ideario o del punto de vista; b) el sujeto y los sujetos de la ruptura y c) el lugar, el Estado-nación. Las cuestiones, como se verá, desbordan los límites de un artículo como este. Nos interesa el debate en serio y que sea lo más accesible para las personas. Las tres están muy relacionadas y tienen que ver con las discusiones en torno a la globalización. La primera cuestión, la del ideario, nos parece la más significativa. Por primera vez, en varios siglos, el socialismo, como sociedad alternativa al modo de producir, vivir y consumir del capitalismo, ha desaparecido del sentido común de las clases trabajadoras. Se pueden discutir límites, geografía y hasta topología, pero lo sustancial, para los comunes y corrientes, es que el capitalismo no tiene alternativa. Esto pesará durante mucho tiempo sobre nuestra cultura política. Volver a situar el socialismo en la agenda no será fácil.
Sobre la clase obrera y sus circunstancias se ha escrito mucho y no siempre bueno. Entre fuerzas políticas alternativas y militantes obreros hay consenso en que las clases trabajadoras han perdido centralidad, han sido desarticuladas internamente y su papel como sujetos del cambio ha perdido relevancia. Pero la clase obrera no ha desaparecido y seguirá siendo un sujeto imprescindible para la transformación social. Nadie duda de las dificultades del sindicalismo de clase, de la acción colectiva y del protagonismo de un actor que ha ido perdiendo peso político y capacidad de hegemonía. Los límites entre voluntad y voluntarismo se han estrechado mucho y se entremezclan con un artefacto mediático cultural que invisibiliza a las trabajadoras y a los trabajadores. Es parte de la cultura dominante. Lo que parece inadecuado es dar a la clase obrera por perdida y no intentar, en serio, echar raíces en las viejas y nuevas figuras que componen el heterogéneo mundo del trabajo.
Las recientes elecciones europeas no despertaron demasiado entusiasmo y la polarización buscada (todos contra los populistas de derechas) dieron escasos resultados. Se trataba de organizar el frente Macron-Tsipras. A final, se repartieron el poder Francia y Alemania y a nosotros nos tocó un consuelo llamado Borrell. Había un consenso fuerte: la Unión Europea es la única alternativa posible y los Estados nación, artefactos históricos sobrepasados y carentes ya de fundamentos histórico sociales. Todo lo demás es secundario; es decir, las asimetría de poder interno, las relaciones centro y periferia, la descarnada hegemonía alemana, la constitucionalización de las políticas neoliberales, las desigualdades sociales y el predominio de la oligarquía financiera, la escandalosa supeditación a la política exterior norteamericana. Lo dicho, secundario y reafirmar, una y mil veces, la hipótesis federalista: los Estados Unidos de Europa como grandioso objetivo.
En la UE se da eso que Danilo Zolo llamó “analogía interna” o “analogía doméstica”. La integración europea se intenta explicar de modo simple y sin contradicciones. Se coge como modelo el Estado nación que, con mediaciones diversas, se trasplanta a la futura construcción europea que será un Estado, pero supranacional; es decir, deberá tener el monopolio de la violencia legítima, un sistema judicial unificado, un sistema fiscal propio, seguridad social y relaciones laborales comunes, los mismos servicios públicos (sanidad, pensiones, educación). Y un sistema monetario único, que ya tenemos en la mayoría, configurado como dispositivo-vanguardia para el disciplinamiento de las economías estatales –especialmente las periféricas- desde los criterios marcados por Alemania y gobernados por la mano férrea de un Banco Central omnipotente y, por lo que se ve, omnisciente. Es curioso que la tecnocracia neoliberal requiera, para imponerse, de una ingeniería política jamás soñada por los planificadores soviéticos. Nada más y nada menos, que desmontar Estados con trayectorias de siglos, desarticular sociedades presuponiendo una homogeneidad cultural y social al servicio de una Unión Europea sin pueblo, sin soberanía y sin poder constituyente.
La llamada estrategia funcionalista de construcción europea ha cumplido holgadamente su papel que no era otro que desposeer a la soberanía popular de los diversos Estados de la Unión de su soberanía económica y monetaria. Los Estados Unidos de Europa es ideología, falsa conciencia. Funciona y agrupa a una élite compacta que la UE organiza y legitima. Son los triunfadores de la llamada globalización que necesitan poner fin a las democracias basadas en el conflicto, la regulación del mercado y del Estado social. Lo que se está construyendo no es un proto Estado sino una forma de dominio al servicio de los poderes económicos gobernada, en último lugar, por Alemania. Se suele citar mucho a Hayeck, pero se olvida una cosa importante: defendió un federalismo económico que le quitara a la soberanía popular el control de la economía, pero se opuso con igual fuerza a un súper Estado europeo. Es necesario subrayar este punto: los Estados de la UE no se van a disolver, se seguirán manteniendo como forma de dominio y de control social. De lo que se ha tratado siempre es de amputar la soberanía de los Estados en aquello que pudiera beneficiar al movimiento obrero organizado, a la ciudadanía desfavorecida y a las políticas alternativas al neoliberalismo.
Hay que volver, de nuevo, a Polanyi y a Fraser. La tradición de los grandes partidos marxistas europeos lo tuvieron claro desde la II Guerra Mundial: la construcción del socialismo en torno a un bloque histórico hegemonizado por las clases trabajadoras; el Estado nación como fundamento y la vía democrática como medio. Se podría decir hoy que es demasiado simple, pero se trató de una estrategia bien fundada y con un gran consenso de masas. La clave era una clase obrera y un bloque de fuerzas políticas y sociales con voluntad de gobierno y de poder en una perspectiva de ruptura con el capitalismo.
La idea de un sujeto político y social europeo alternativo a esto es, a nuestro juicio, un enorme error. A las pruebas nos remitimos: ¿Cuántas huelgas generales ha convocado la Confederación Europea de Sindicatos? ¿Qué prácticas alternativas de masas han organizado las clases trabajadoras más allá de sus países? ¿Por qué una izquierda que pretende hacerse europea es cada vez más débil y los nacionalismos de derecha, de extrema derecha u otros supuestamente emancipadores campan por doquier? ¿No hay relación entre este tipo de integración europea, la degradación de nuestras democracias y la pérdida de peso de las clases trabajadoras y de la sociedad? ¿No es paradójico que, a más integración europea, más dependencia de EEUU y menos capacidad para ser un sujeto autónomo en unas relaciones internacionales que cambian aceleradamente?
Solo con metáforas y con caricaturas de la realidad no se hace política. El Estado nación siempre ha sido necesario y, a la vez, insuficiente; imprescindible y necesitado de una visión internacionalista. Su transformación marcará toda una etapa histórica y estará ligada a una democratización sustancial de las relaciones sociales. Defender el Estado democrático, la soberanía popular y los derechos sociales, no solo no es incompatible, sino que obliga necesariamente a una perspectiva internacionalista; es más, diríamos que europeísta en el sentido que De Gaulle pudo definir como tal; es decir, los Estados nación, la patrias, los pueblos, deben de convertirse en los auténticos sujetos de un proyecto civilizatorio, internacionalista y solidario de una Europa europea –no limitada a la UE actual- que quiere construir un nuevo mundo más justo, democrático y en paz.
Sabemos, con mucha precisión, que una salida socialista a la catástrofe que nos amenaza, necesita de una palanca sólida que, para nosotros, son bloques históricos sociales que construyen pueblo, patria y soberanía. El internacionalismo solo será real si se opone a los nacionalismos excluyentes, a la globalización y defiende unas clases trabajadoras que convergen en una humanidad radicalmente diversa.
Cuesta creer que defender estas cosas pueda ser entendido como una provocación. Hay nostalgia, sin duda. La nostalgia de un siglo XX que puso contra la espada y la pared al capitalismo imperialista. Esta herencia de éxitos y fracasos es la nuestra y, sin ella, nunca edificaremos un futuro de liberación social y nacional. Antes hemos dicho que colocar de nuevo el socialismo en la agenda de nuestras sociedades será una tarea muy larga y costosa, pero necesariamente hay que partir de un dato de la realidad: esta sociedad está avanzando en la barbarie y, o construimos desde abajo una alternativa políticamente viable, o seremos, irremediablemente, derrotados. Seguimos defendiendo una estrategia nacional-popular basada en la construcción de poderes sociales, fortaleciendo la unidad desde abajo que fomente el trabajo voluntario, y la auto organización social. Creemos que la izquierda, junto con todas las fuerzas sociales, políticas y culturales que todavía quieren confrontar con la barbarie actual y la venidera, debería volver los ojos al político sardo y prepararse para organizar una resistencia ofensiva en la que el componente ético y programáticamente alternativo sea inexcusable de su existencia.
Apostamos por el topo que sigue actuando bajo la tierra, sin olvidar lo que Lucio Magri nos decía: no olvidéis que el topo está casi ciego.
Fuente original: https://www.cuartopoder.es/ideas/2019/08/19/un-mundo-grande-y-terrible/
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